Práctica perdida

Arenys revive el veraneo de antaño

La exposición 'Estiueig de proximitat 1850-1950' recuerda los interminables estíos de la burguesía dedicados al ocio y a la toma de aguas

El turismo de masas y la institucionalización de las vacaciones pagadas acabaron con una costumbre que ha dejado un rico patrimonio

Un grupo de mujeres paseando por Sitges, en 1900.

Un grupo de mujeres paseando por Sitges, en 1900. / Col·lecció Sebastià Giménez Mirabent

Natàlia Farré

Natàlia Farré

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El ‘Fletxa d’or’, un tren que enlazaba Barcelona con Caldetes sin paradas para trasladar jugadores al reconocido Casino Colón. Un paseo monumental de más de un kilómetro en La Garriga, municipio balneario por excelencia. Y casetas en la playa, para cambiar las enaguas y el corsé por largos trajes (literal) de baño, en toda la costa. Vestigios de un tiempo en el que no se hacían vacaciones, se veraneaba. Las élites, por supuesto. Pues la práctica no estaba al alcance de todo el mundo ya que para cambiar de domicilio durante dos, tres o cuatro meses con toda la familia y, evidentemente, con todo el servicio a cuestas se necesitaban recursos. Económicos, básicamente. Así que el sano y ocioso acto del veraneo lo ejercían las clases más pudientes. Burguesía y aristocracia. Sano y ocioso acto porque su práctica estaba tan vinculada a la salud (al cambio de aires y a la toma de aguas)  como a pasarlo lo mejor posible. 

Con tal pasatiempo al alza, a mitad del siglo XIX, numerosas poblaciones catalanas con balnearios, fuentes terapéuticas o mar se llenaron cada estío (y durante décadas) con las llamadas colonias de forasteros. Y con ellos llegaron las fiestas y un nuevo urbanismo salpicado de modernismo y noucentisme, incluso de racionalismo, en forma de torres, jardines, balnearios, casinos y hoteles. De todo ello, de lo que fue y la huella que ha quedado (una buena parte ha sucumbido al abandono y a la especulación) habla ‘Estiueig de proximitat 1850-1950’, una exposición con el sello de la Diputación de Barcelona que luce en el Museu d’Arenys de Mar (hasta el 31 de octubre). Y promete itinerancia. 

Jóvenes practicando saltos de trampolín en la zona de baños de Calella, en 1916.

Jóvenes practicando saltos de trampolín en la zona de baños de Calella, en 1916. / Fotografia Dr. Francesc Moreu. Família Boix-Junquera. Arxiu Històric Municipal de Calella.

En la muestra manda la burguesía y sus costumbres pero también hay espacio para la clase trabajadora: “A partir de los años 30, con la Segunda República y la institucionalización de la semana de vacaciones pagadas empezó un verano más interclasista, más vinculado a las clases populares e incluso al sector obrero. Ir a la playa o a la montaña pasó a ser una práctica que se difundió también entre estos sectores sociales”. Palabra de Joaquim Maria Puigvert, comisario de la exposición, además de doctor en Historia y profesor de la UdG. Buen ejemplo de ello son las Casetes del Garraf, pequeñas construcciones de madera que los propios veraneantes levantaron directamente en la arena de la playa homónima. Era un veraneo más austero y corto que el de las élites, que tenían mucho más donde escoger. 

Destinos sorprendentes

Entre las clases pudientes algunos, como la familia del poeta Joan Maragall, se decantaron por el nomadismo, lo mismo se les encontraba en Caldetes que en Puigcerdà o Sant Joan de les Abadesses. Los hacendados, en cambio, solían volver a sus pueblos de origen, a la casa familiar. Ejemplo de ello fue la familia del escritor Josep Maria de Sagarra y sus estancias en la Torre Balldovina de Santa Coloma de Gramanet. Sí, la ciudad metropolitana fue en su día destino para pasar el estío, como también lo fue Montcada i Reixac. “Ahora puede sorprender pero eran poblaciones de veraneo muy importantes, y de un veraneo lujoso”, sostiene Puigvert. Con todo, los puntos más emblemáticos fueron Sitges y Caldetes, en la costa; y Cardedeu y La Garriga, en el interior. Había muchos otros destinos y veraneos más lejanos, pero la exposición toma un radio de 50 kilómetros desde Barcelona, donde había una gran concentración de poblaciones con colonias de forasteros. 

Baile en Sant Andreu de Llavaneres, en 1915.

Baile en Sant Andreu de Llavaneres, en 1915. / Fons Quim Bertran. Museu Arxiu de Sant Andreu de Llavaneres.

La proximidad no resulta extraña. “Los medios de transporte no eran los actuales y las distancias no eran solo kilométricas sino de tiempo. Es por eso que las poblaciones de veraneo coinciden con la expansión de la red ferroviaria. Y esto explica, también, la concentración alrededor de Barcelona”, sostiene Puigvert. Llegar era importante pero las bondades saludables del destino, también. No en vano, la práctica de pasar el estío en otras localidades iba estrechamente ligada a las ideas higienistas que difundieron las propiedades del aire puro, las aguas medicinales y termales, y los baños de mar, amén del ejercicio físico. Pero en el veraneo de antaño ir a la playa quería decir adaptarse a la moral hegemónica de la época, que incluía llegar vestido a la orilla del mar, de ahí las casetas de madera aptas para cambiarse que antes poblaban la costa y que ahora solo se ven en los museos. En la muestra hay una que en su día formó parte del paisaje playero del Masnou. 

Relaciones endogámicas

Salud, pero también vida social. Y patrimonio. Cada población que se preciaba tenía su casino donde se celebraban fiestas, se jugaba a cartas, se practicaba deporte y, sobre todo, se socializaba. De manera endogámica, eso sí, nada de mezclarse con la población local. Estos casinos se levantaron siguiendo los cánones estéticos de la época y sin hacer ascos a la opulencia, al igual que las torres, hoteles y balnearios. Eso supuso un impacto en el paisaje de las poblaciones al igual que lo supuso el urbanismo: las clases ociosas necesitaban paseos con sombras, y de ahí el de la Garriga, o el paseo marítimo de Calella de la Costa o el paseo de los Anglesos de Caldetes, que con el nombre quería emular al de Niza. 

Vista del paseo marítimo de Calella con la la balaustrada del arquitecto Jeroni Martorell recién estrenada, en 1931.

Vista del paseo marítimo de Calella con la la balaustrada del arquitecto Jeroni Martorell recién estrenada, en 1931. / Arxiu Històric Municipal de Calella de la Costa.

“La exposición también pretende ayudar a reflexionar sobre qué hay que hacer con este patrimonio. Ha habido muchos cambios sociales y ya no existe el viejo veraneo, por lo tanto algunas de estas torres se han abandonado”, apunta Puigvert. El comisario sostiene que una buena salida para las que se han salvado de la especulación pero no de la decadencia  son su conversión en centros culturales o ayuntamientos. Como ejemplo sirve la antaño Can Modolell y actualmente casa consistorial de Viladecans, una bonita construcción entre modernista y neogótica. El patrimonio balneario también ha sufrido lo suyo y entre los peores exponentes de dejadez figura el de La Puda, a los pies de la montaña de Montserrat, un edificio de la segunda mitad del XIX de gran interés y completamente en ruinas. Entre los que sucumbieron a la piqueta, en 1982, tiene espacio propio en la exposición el Balneari Lloveras de Arenys de Mar, que llegó a acoger a Alfonso XIII.

En la muestra hay más historias de las que ya solo quedan vestigios, pues en los 60,  el estado del bienestar, las nuevas costumbres  y el turismo de masas puso fin al veraneo a la antigua.

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