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El otro Mies van der Rohe de Barcelona

No uno sino dos pabellones hubo en la Expo de 1929 de aquel Moisés que llevó la arquitectura a la tierra prometida de la modernidad

Barcelona   Mies van der Rohe, Ludwig (1886-1969): Pabellon del suministro de electricidad en Alemania. Barcelona exhibition 1929. German Section. Gelatin silver print, 6 1\8 x 7 7\8' (15.6 x 20 cm). Anonymous gift. Object number: AD1072 New York Museum of Modern Art (MoMA) *** Permission for usage must be provided in writing from Scala.

Barcelona Mies van der Rohe, Ludwig (1886-1969): Pabellon del suministro de electricidad en Alemania. Barcelona exhibition 1929. German Section. Gelatin silver print, 6 1\8 x 7 7\8' (15.6 x 20 cm). Anonymous gift. Object number: AD1072 New York Museum of Modern Art (MoMA) *** Permission for usage must be provided in writing from Scala. / Digital image, The Museum of Modern Art, New York\Scala, Florence

Carles Cols

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Hubo un segundo Mies van der Rohe en la Exposición Internacional de Barcelona de 1929, pero de ese edificio, también adelantado a su tiempo, radicalmente distinto del resucitado en 1986, o sea, el mundialmente famoso Pabellón Alemán, solo se habla en minúsculos círculos académicos. Las amnesias selectivas de esta ciudad son siempre abracadabrantes. Solo hay unas poquísimas imágenes disponibles de aquella obra que, por encargo de la empresa eléctrica AEG, levantó en Montjuïc esa suerte de Moisés que en los años 20 condujo la arquitectura europea a la tierra prometida de la modernidad. La que ven aquí es sin duda la mejor. Es propiedad del MoMA de Nueva York, dueño de los archivos de Mies van der Rohe desde que, en una operación casi digna de John le Carré tras el Telón de Acero, el Departamento de Estado de EEUU los sacó de la antigua RDA.

Primero, el qué. En los años 20 Alemania era un país arruinado por el Tratado de Versalles pero seguía siendo una potencia intelectual de primer orden. A su manera, eso se reflejó perfectamente en 1929 en Barcelona. El Pabellón Alemán era minúsculo en dimensiones y presupuesto, pero gigantesco en su concepción. Era una ventana al futuro en una ciudad que se mostraba tozuda en revivir el pasado. El diseño general de la Exposición Internacional había salido del lápiz de Josep Puig i Cadafalch, un arquitecto sin duda muy bien dotado para su oficio, pero que en 1905, no está de más subrayarlo, levantó en mitad de la racionalista Barcelona de Ildefons Cerdà esa fantasía medieval que es la Casa de les Punxes.

Barcelona, tozuda, quiso una exposición que glosara su pasado y Mies llegó a Barcelona con ideas del futuro

El Pabellón Alemán, no es ningún secreto, casi pasó inadvertido para el público mientras pueblerinamente causaba admiración ese quiero y no puedo que es el Palau Nacional. Tan pequeño y esquinado, muy pocos lo comprendieron. Entre ellos no estaba, por supuesto, Alfonso XIII, quien cuando lo visitó preguntó cuándo estaría terminado. Anécdota de los borbones, se podría decir. Había que tener unos buenos cimientos culturales para comprender lo que Mies van der Rohe había concebido. De eso fue capaz, por ejemplo, el arquitecto y paisajista Nicolau Rubió Tudurí. En una reseña que escribió para ‘Cahiers d’art’ se rindió ante esa casa que “solo contiene espacio, espacio de una composición geométrica, intangible, inmaterial. No tiene puertas. Más aún, cada estancia está solo parcialmente cerrada por tres tabiques”. Se conmovió. “El visitante queda sobrecogido por la impresión de carencia de funcionalidad que se desprende de las estancias abiertas y vacías, de las bellas paredes de mármol puro, sin adornos, y de los patios inhabitados, y se siente inmediatamente la sensación de algo que me atrevería a calificar de arquitectura metafísica”.

No está nada mal. Pero si el Pabellón Alemán fue saboreado solo por unos pocos, el otro Mies pasó casi inadvertido, semioculto tras una de las paredes laterales del Palacio de las Comunicaciones y el Transporte que Adolf Florensa levantó junto a una de las anacrónicas Torres Venecianas de la plaza de España y que aún sigue en pie. ¿Demasiado audaz? Puede. Una de las varias almas de Barcelona, la antitética a la más canalla, no solo ha cerrado siempre las ventanas cuando soplan vientos de cambio, sino que incluso se ha vanagloriado de ello. En 1918, cuando Joan Miró expuso por primera vez en las Galerías Dalmau de Barcelona, las críticas fueron de recochineo. Once años más tarde, ya con la exposición internacional abierta al público, las colas eran más largas para visitar el Poble Espanyol que no para pasmarse en la metafísica arquitectónica de Mies van der Rohe.

El pabellón de AEG, ese cubo blanco de minúscula puerta, pasó inadvertido. Era el pie con el que la empresa eléctrica germana quería significarse en el mercado español. Siemens rehusó participar en la cita de 1929 y aquella empresa rival, Allgemeine Elektrizitäts Gesellschaft, echó el resto. Se hizo cargo de la mitad de la red subterránea de suministros de la exposición y se encargó de dotar de luz y sonido las noches de la plaza de las Bellas Artes. Hizo eso y encargó un pabellón a Mies.

Panorámica desde el Palau Nacional de las obras en curso de la Exposición Internacional de 1929.

Panorámica desde el Palau Nacional de las obras en curso de la Exposición Internacional de 1929. / Ramon Beleta / Arxiu Familia Figa-Beleta

El interior de aquella colosal caja blanca era un juego de engaños visuales al que el arquitecto dedicó meses de preparación. En colaboración con Walter Peterhans, profesor de la Bauhaus, exploró cómo instalar un sistema de grandes murales tratados con una emulsión sensible a la luz en los que se exhibían fotografías del poderío de la industria alemana. Se trataba de presumir de voltios y watios y, al parecer, se lograba con creces. Aquello era una suerte de 3D ‘avant la lettre’. Era una experiencia, como se dice ahora con cualquier excusa, inmersiva, pero con la gracia añadida de que era fácil no intuir desde el interior las verdaderas dimensiones del edificio, como si sus esquinas se difuminaran. Entre las escasas reseñas periodísticas de la época, lo que se destaca era el trampantojo de aquel interior, pero apenas nada se apuntaba de su atrevido aspecto exterior.

Y ahora, tras el qué, el para qué. Rossini, a quien de vez en cuando hay que revisitar por su agudísimo ingenio, dijo de Wagner en una ocasión que su música “tiene momentos bellos, pero cuartos de hora malos”. Así fue un poco la Exposición Internacional de Barcelona. Hubo destellos de atrevimiento. El Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos, país que ese mismo 1929 pasaría a rebautizarse como Yugoslavia, se encomendó a su entonces más vanguardista arquitecto, Dragisa Brasovan, con un notable pero también olvidado resultado. Rumanía quiso que fuera Duiliú Marcú quien les hiciera brillar, aunque tal vez se le apagaron algo las luces en su propuesta final. Yugoslavia quedó sin duda por delante de Rumanía en osadía, e incluso de Suecia y Dinamarca, otros dos países con voluntad de romper moldes. Pero los momentos más bellos fueron, claro está, los de Van der Rohe, quien años más tarde rememoró, tal vez con más lírica de la realmente acontecida, el instante aquel en que concibió la arquitectura moderna. “Una noche trabajando hice el boceto de un muro exento y me sobresalté. Supe que era un nuevo principio”.

El pabellón de Yugoslavia en la Expo de Barcelona de 1929, obra del entonces célebre arquitecto balcánico Dragisa Brasovan.

El Pabellón de Yugoslavia, obra del más célebre entonces arquitecto balcánico, Dragisa Brasovan. /

Se refería, por supuesto, al principio arquitectónico del Pabellón Alemán, en el que los muros no cumplen ninguna función de sostén, algo inédito hasta la fecha. El Pabellón de AEG era otro concepto, pero igualmente innovador, una brújula que Barcelona no supo ver en aquel tan desnortado momento de su arquitectura, en que al Palau Nacional se le fotografiaba como símbolo de una nueva ciudad y en que, por citar algo que a veces se olvida, ni siquiera Josep Maria Jujol se parecía ya a Josep Maria Jujol, pues suya es la fuente central de la plaza de Espanya, un espanto, todo un cuarto de hora wagneriano, y eso que era un punto crucial de todo el proyecto que Puig i Cadafalch concibió para la exposición. Hasta 1929, a Barcelona se viajaba desde Madrid por la misma ruta que en tiempos de Carlos III, a través de Sants y con destino final en la plaza de Espanya.

Así era la Barcelona en la que fue invitado a participar Mies van der Rohe. Y él lo hizo no con uno sino con dos edificios, y con su participación en el interiorismo de un par o tres de espacios expositivos, en los que la mano maestra era seguramente la de Lilly Reich, pero, cosas del ‘maspreading’ arquitectónico, el nombre que ha perdurado ha sido sobre todo el de él.

Las cuatro simbólicas columnas a las que Puig i Cadafalch concedió un lugar preminente en su diseño del recinto expositivo.

Las cuatro simbólicas columnas a las que Puig i Cadafalch concedió un lugar preminente en su diseño del recinto expositivo. / Ramon Beleta / Arxiu Familia Figa-Beleta

Fue invitado a dejar su huella en Barcelona, aunque fuera efímera, pero su arquitectura no era la que por entonces se deseaba por estas latitudes. La intelectualidad catalana reivindicaba aún, con un tercio de siglo XX ya cumplido, las formas clásicas y todo su simbolismo asociado. Fue por eso, mal que pese, que la Expo de 1929 de Barcelona no figura en los anuarios de este tipo de acontecimientos como una fecha y un lugar referenciales. En 1850, por comparar, Londres asombró al mundo con el Crystal Palace, que además de dar nombre tiempo después a un equipo de fútbol era una construcción sin precedentes en la historia, literalmente un colosal palacio de cristal y hierro de 564 metros de longitud y 30 de altura.

En 1925 París acogió la Expo de Artes Decorativas, que consagró el ‘art déco’ y colocó en el altar laico de la arquitectura a Le Corbusier. Barcelona, cuatro años más tarde, urbanizó la planta baja de la montaña de Montjuïc y confió en que aquello la haría mundialmente famosa, vamos, una ciudad turística. Eso, como se sabe, no se consiguió hasta 1992 y por otro acontecimiento, pero esa ya es otra historia.