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La conjura 'negreroinmobiliaria' de Barcelona

Hace 100 años ya se debatía la urgencia de regular los alquileres, problema endémico de la ciudad que, tal vez, tenga sus raíces en quién, cómo y con qué propósito se edificó el Eixample

Barcelona   19 03 2021   Barcelona    Porxos de Xifre en el paseo de Isabel II para tema sobre las fortunas de catalanes por trafico de esclavos  Fotografia de Jordi Cotrina

Barcelona 19 03 2021 Barcelona Porxos de Xifre en el paseo de Isabel II para tema sobre las fortunas de catalanes por trafico de esclavos Fotografia de Jordi Cotrina / JORDI COTRINA

Carles Cols

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¿Hay alguna ecuación que relacione las raíces esclavistas de algunas de las grandes fortunas catalanas del siglo XIX con el incorregible zipizape del precio de la vivienda de alquiler en Barcelona? En física a esto se le llama, con brocha gorda, teoría del todo, es decir, una ley única que aúne todos los fenómenos conocidos. Decenas de grandes físicos han tratado, por ejemplo, de casar en una única ley el comportamiento de las fuerzas gravitacionales y las electromagnéticas, y, por ahora, no hay manera. Considerar que algo tiene que ver la endémica anomalía inmobiliaria de Barcelona, que como se verá después hace 100 años no era muy distinta a la de ahora, con el modo en que se financió la construcción de Barcelona tras la caída de las murallas, o sea, con los beneficios de emplear mano de obra esclava en las colonias, tal vez sea más factible. O no. Veamos.

Este intento de formular una teoría del todo ‘negreroinmobiliaria’ nace a partir de la reflexión que puso sobre la mesa una lectora cuando el pasado 31 de enero se publicó en este diario una reseña sobre la más exhaustiva biografía publicada hasta la fecha sobre Antonio López, marqués de Comillas, el mercader de esclavos siempre citado en las crónicas barcelonesas sobre esta materia, a menudo a costa de que no se hable de los demás. Montse Faus, la lectora, explicó que antes incluso de la pandemia, antes de que el oficio de guía turístico se liberalizara hasta cotas ‘glovolianas’, tenía a punto precisamente una ruta por la Barcelona esclavista. Ofreció desempolvarla, como complemento del retrato sobre López o para quien aún le apetezca profundizar más. Fue así como surgió el reto.

La cita con Faus fue enfrente de la Catedral, pues ahí mismo, delante de las puertas del templo, se montaba en la edad media el mercado de esclavos. Aunque sea a la carrera antes de ir al siglo XIX y entrar en la teoría del todo, merece la pena reseñar algunos de los episodios anteriores que incluye la ruta.

La estatua de Antonio López, actualmente jubilada en un depósito municipal de la Zona Franca.

La estatua de Antonio López, actualmente jubilada en un depósito municipal de la Zona Franca. / Manu Mitru

Roger de Flor, mercenario con calle en Barcelona, se hizo un sobresueldo con esclavos. Eran otros tiempos. El mercadeo con humanos fue tan común durante la edad media que, llegado el siglo XV, de los 30.000 habitantes que tenía Barcelona, entre 3.000 y 5.000 eran esclavos.

El ruinoso negocio de la Generalitat del siglo XV

En ocasiones se intenta edulcorar aquella etapa con la mención de casos como el de Lluc Borrassà y Jordi de Déu, ambos, grandes artistas. El primero era un esclavo tártaro que Lluís Borrassà compró a un carpintero mallorquín el 19 de diciembre de 1392. En el Museo Diocesano de Barcelona se exhibe una tabla de San Esteban salida de sus notables dotes como pintor. El segundo fue capturado en el siglo XIV por un corsario catalán y era tan buen escultor que trabajó en las tumbas reales del Monasterio de Poblet. Aquel oficio no le hacía olvidar, sin embargo, que no era más que un esclavo. Huyó varias veces y varias veces fue capturado, lo cual invita, explica Faus, a recordar uno de las más ruinosas empresas impulsadas por la Generalitat en sus muchos siglos de historia, a escala (disculpen la comparación, pero apetece) de la línea L-9 del metro.

Sucedió a principios del siglo XV, bajo la ‘presidencia’ (si es que así se puede decir) de Joan Desgarrigues. La idea parecía una máquina de hacer dinero. Se obligaba a los dueños de esclavos a suscribir un seguro contra el riesgo de fuga. Si se trataba de esclavas, el seguro era voluntario, porque se suponía que las mujeres huían en menor número. Se fundó, por lo tanto, la Guarda d’Esclaus, un cuerpo funcionarial que, en caso de fuga, tenía dos meses para localizar al esclavo y devolvérselo a su dueño. En caso de fracasar, la Generalitat indemnizaba al amo por el valor declarado del esclavo. Por impericia de los funcionarios o por el gran volumen de fugas, la Guarda d’Esclaus se declaró en ruina en 1431.

Todo esto, no obstante, solo son preliminares anecdóticos antes de llegar al XIX, ese siglo en que centenares o tal vez miles de catalanes se fueron a hacer las Américas y bastantes de ellos, con más o menos fortuna, se adentraron en el sendero de la indigencia ética que transitó Antonio López. A alguno de ellos, eso ni siquiera le ha pasado factura en la posteridad, como a Miquel Biada, gran impulsor del ferrocarril en España y a la par defensor de la esclavitud. En Mataró le agradecen tanto lo primero y le disculpan tanto lo segundo que no solo tiene estatua en el pueblo, sino que incluso un instituto de enseñanza secundaria lleva su nombre.

La presencia catalana en Cuba, por ejemplo en 1840, era tan notable que hay constancia de que solo procedentes de Sitges había en la isla 170 comerciantes, no todos, por supuesto, negreros, pero la cifra sitúa el debate.

La cuestión es cómo aquellas fortunas que se amasaron al oeste del Atlántico repercutieron después en Barcelona en caso de que sus dueños se instalarán, ya inmensamente ricos, en la ciudad. Josep Xifré, negrero entre otras muchas cosos dentro de su entramado empresarial, dejó en herencia a la ciudad los Porxos d’en Xifré, monumental finca del paseo de Isabel II, de los que se destaca siempre que en sus bajos se encuentra desde 1837 el restaurante 7 Portes, cuando lo más curioso es que ese edificio es el protagonista principal y único de la primera fotografía tomada en España.

Palau Marc, residencia de Tomàs Ribalta, negrero en Cuba y, en Barcelona, prototípico rentista inmobiliario.

Palau Marc, residencia de Tomàs Ribalta, negrero en Cuba y, en Barcelona, prototípico rentista inmobiliario. / JORDI COTRINA

A su lado se levanta otra finca financiada con el trabajo esclavo, los Porxos de Vidal-Quadras. Pero desde el punto de vista del relato que aquí se pretende sostener, la teoría del todo negreroinmobiliaria, la piedra angular es Tomás Ribalta, hijo de la Barceloneta, indiano de gran fortuna, y, que a su regreso a la ciudad natal compró con un grueso taco de billetes el Palau Marc, en el número 8 de la Rambla, hoy sede del departamento de Cultura de la Generalitat, una finca en la que no reparó en gastos. Ribalta es un personaje interesante porque con su fortuna no creo nuevo empleo ni invirtió en las industrias entonces emergentes, como Biada con el ferrocarril, sino que optó por la muy barcelonesa y comodona solución de invertir en la compra de edificios y vivir de las rentas del alquiler.

La burbuja del alquiler de 1917

La propiedad vertical es una característica muy propia de Barcelona. Cuando la ley de arrendamientos urbanos puso fin en 2014 a las rentas antiguas, el cierre de tiendas emblemáticas afectó más a Barcelona que a Madrid porque en la capital el dueño del negocio es más a menudo el propietario también del local. En Barcelona han muerto decenas de icónicas tiendas por no poder asumir el incremento del arriendo. Los propietarios han sido casi siempre insensibles a la pérdida del pedigrí comercial de la ciudad. Las fincas no son ahora de los descendientes de antiguos indianos. Cierto. Muchos han vendido. Los fondos de inversión han tomado el relevo. Pero el mal que aqueja a la ciudad es el mismo. Perenne. En 1917 se debatió en el pleno del Ayuntamiento de Barcelona una moción con la que se pretendía exigir al Gobierno central que regulara el precio de los alquileres. En concreto, se reclamaba que bajaran como mínimo hasta los niveles de agosto de 1914, porque fue entonces cuando estalló la primera guerra mundial, que en Barcelona provocó una burbuja especulativa de aúpa. Uno de los concejales que defendió tal medida (dicho solo como guinda de tal historia) fue Lluís Companys, entonces concejal de la oposición. Pasados 100 años, el debate sigue encallado en el mismo punto que entonces.

Aquel pulso, lo cual a estas alturas no extraña a nadie, lo ganaron los Biada de la época, muchos de ellos simples rentistas, un ‘oficio’ que el economista francés Pierre-Yves Gómez definió sangrantemente cuando dijo que consiste en beneficiarse de la riqueza creada sin sentirse obligado a participar en el esfuerzo productivo. Más o menos, parece una teoría del todo. ¿O no?

Una plaza para Clotilde Cerdà

En ‘Antonio López, no solo un negrero’, o sea, el artículo que ha dado pie a esta segunda entrega, se subrayaba que aunque el marqués de Comillas ya no tiene estatua en Barcelona, la plaza donde se erigía su figura aún conserva su nombre. Está a la espera de un nuevo bautismo, para el que hay una propuesta del equipo de gobierno municipal. Pretende que se llama Idrissa Diallo, en recuerdo de un guineano muerto en 2012 en polémicas circunstancias en el Centro de Internamiento de Extranjero (CIE) de Barcelona. Elevarle al altar del nomenclátor barcelonés es un noble propósito, aunque Montse Faus, nuestra guía de la ruta esclavista, sostiene que una propuesta tanto o más interesante hubiera sido que la plaza llevara el nombre de Clotilde Cerdà, hija de Ildefons Cerdà, una mujer a la que la ciudad ha dedicado un interior de manzana junto a la calle de Marina pero que se merecería mucho más. Feminista y activista contra la pena de muerte, peleó también en el frente de la abolición de la esclavitud. No es que la actual plaza de Antonio López sea de postal, pero si se le dedicada a Clotilde Cerdà al menos ya sería más digna que la que Barcelona le reservó a su padre, justo en la frontera del término municipal.