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La pierna incorrupta de Franco

¿Puede ser el pernil de un dictador una obra de arte y, más aún, cuándo, cómo y dónde será exhibido en público?

Barcelona   04 03 2021     Fragmento de la pierna izquierda de la estatua de Franco a caballo que se expuso en el Born Centre Cultural y de Memoria  Fotografia de jordi Cotrina

Barcelona 04 03 2021 Fragmento de la pierna izquierda de la estatua de Franco a caballo que se expuso en el Born Centre Cultural y de Memoria Fotografia de jordi Cotrina / JORDI COTRINA

Carles Cols

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Indiana, nosotros pasamos por la historia. Esto… es historia”. Se lo dice el malvado René Belloq al profesor Jones cuando este apunta con una bazuca el Arca de la Alianza y, claro, el arqueólogo del látigo y sombrero fedora baja el arma y claudica ante tan indiscutible argumento. ¿Es arte esta pierna de la más célebre estatua de Franco? ¿Hay que rendirse, cual Indiana Jones, a la evidencia? Y, si así es, ¿dónde, cómo y cuándo debería exhibirse este pernil, testigo mudo de tantas vicisitudes que, a través de ellas, podrían explicarse los últimos 60 años de la historia de este país?

La pierna, antes proseguir, formaba parte de una estatua archiconocida. Fue el monumento ecuestre que, por agasajar al dictador, el alcalde José Maria de Porcioles le hizo en 1962 al escultor Josep Viladomat, no porque este último fuera un franquista redomado, que no lo era, sino por algo mucho más berlanguiano. La Guardia Civil le había requisado el coche a Viladomat en un control de carretera. Circulaba con matrícula andorrana sin ser residente en aquel país, una treta fiscal, así que para recuperar el vehículo le pidió un favor a su amigo Porcioles, quien, muy listo él, le propuso un ‘quid pro quo’ que perseguiría al artista de por vida. Ya fue para siempre el autor de una escultura dedicada a Franco. Menudo bochorno.

Aunque sin firma en el pedestal, el monumento se instaló en 1963 en el castillo de Montjuïc. Ya resultaba raro, a esas alturas de la dictadura, en 1963, que en Barcelona no hubiera ninguna representación en público del jefe del Estado. El alcalde se vio en el brete de llenar tan evidente hueco. Aquel monumento era, aseguró Porcioles en el discurso del día de la inauguración, “una prueba de amor”. Tonterías así aún se dicen en actos oficiales.

La estatua, tal y como lucía en el patio del castillo de Montjuïc, en una irrepetible fotografía de Pepe Encinas.

La estatua, tal y como lucía en el patio del castillo de Montjuïc, en una irrepetible fotografía de Pepe Encinas. / Pepe Encinas

Lo singular es que en una ciudad que tanto presumió de ser el ariete antifranquista de España en los años 60 y 70, la presencia de la estatua se discutiera tan poco o con tan poca vehemencia una vez muerto el dictador. En 1985, La Crida, movimiento catalanista entonces tan activo como imaginativo, le lanzó un bote de pintura rosa al monumento. Era una de sus características ‘performances’ reivindicativas. Lo mismo hicieron sus militantes con un buque de la VI Flota de EEUU atracado en el puerto, pero así como la autoridad militar norteamericana fue diligente en reparar el poco daño causado, la española, más propia de Pepe Gotera y Otilio, creyó más sencillo recubrir la zona coloreada con una capa de pintura para disimular.

La pierna propiamente dicha, no obstante, no comenzó a tener un papel relevante en esta historia hasta el año 2008. A raíz del ataque con pintura de 1985, Franco y su caballo se mudaron al Museo Militar de Montjuïc. Seguía a la vista del público y, para mayor vergüenza, en un espacio formalmente de titularidad municipal. En 2001 se trasladó a unas dependencias interiores y fue entonces cuando ocurrió algo de nuevo muy berlanguiano. Una obras modificaron el acceso a esa estancia, de modo que, cuando en 2008, por ser fiel a la ley de Memoria Histórica, se acordó jubilar el conjunto escultórico y trasladarlo a un almacén municipal, ‘cerillita’ (pues así le llamaban de pequeño por bajito y cabezón) no pasaba por la puerta. Le amputaron la pierna y, un detalle importante para lo que sucedería en 2016, no se la volvieron a soldar. Colocada con cuidado, se aguantaba sin mayores contratiempos.

Segundo o tercer día de estancia del conjunto escultórico en el Born, cuando una mujer lanza huevos al monumento.

Segundo o tercer día de estancia del conjunto escultórico en el Born, cuando una mujer lanza huevos al monumento. / Xavier Jubierre

La pierna, si es que un muslo de bronce puede ser testigo de ello, estaba presente aquel 8 de agosto de 2013 en que, en un pronto impulsivo y en un almacén municipal, alguien le dio un golpe con una maza a la cabeza de la estatua. A lo mejor no era el propósito, quizá solo pretendía darle una sonora colleja, pero el caso es que la cabeza, en una versión hispana del 1789 francés que jamás tuvo lugar por estas latitudes, rodó por el suelo.

La pìerna, retratada, por si hay curiosidad por ello, por la parte interna del muslo.

La pìerna, retratada, por si hay curiosidad por ello, por la parte interna del muslo. / JORDI COTRINA

Aquel es aún un crimen sin resolver. La cuestión aquí, sin embargo, es otra. El tema es que en ausencia de la testa, la pierna tenía por fin opciones de ser el personaje principal de la obra. Lo logró gracias a los cuatro días de octubre de 2016 en que, como reclamo de una reflexiva exposición sobre el uso que el poder político hace en cada época del espacio público, se instaló frente a la puerta principal del Born Centre Cultural. A la extrema derecha le pareció mal que se exhibiera decapitado a su caudillo, pero mucho peor se lo tomó el independentismo catalán, que interpretó que se profanaba así una tierra sagrada, la del barrio arrasado por orden de Felipe V.

Los pies de Stalin, el camino a seguir

Con Josep Bracons, jefe del departamento de colecciones del Museu d’Història de Barcelona (Muhba), se puede compartir el placer visual que proporciona la pierna de Franco e, incluso, la gran lástima que supondría restaurarla a su aspecto original. Es, sin duda, una mirada controvertida. ¿Es lícito alterar una obra de arte, aunque fuera la estatua de un dictador? En 1994, el artista chino Ai Weiwei se atrevió a comprar varios jarrones de la época dinastía Han, o sea, de dos milenios de antigüedad, y les estampó el sello de Coca-Cola. El resultado era llamativo y, sin duda, arte. Bracons sugiere que tal vez el problema esté en la mirada del espectador, por lo que parece, miope en ocasiones. Que un Franco decapitado ofendiera a la feligresía independentista tiene algo de insólito. En este sentido, Bracons invita a detenerse en la ocurrente idea que se tuvo en Hungría, un país que bajo el yugo soviético tuvo que soportar la presencia de decenas de esculturas de los padres del comunismo. En Memento Park, al aire libre, pues, se exhiben los restos de aquella etapa. Hay esculturas completas, pero la más singular, sin duda, son los pies de un Stalin que los húngaros derribaron cuando cayó el telón de acero. Son solo dos pies sobre un pedestal, pero dicen tanto como una pierna de Franco pintarrajeada.

Fue entonces, según se mire, cuando una escultura de Viladomat se convirtió en una obra de arte distinta. En una ocasión, el arquitecto Ricard Bofill contó que de joven se topó con Andy Warhol por Nueva York. Muy listo, sacó un billete de dólar del bolsillo y le pidió que se lo firmara. Terminó, cómo no, enmarcado. Al Franco de Viladomat le hicieron mucho más que eso. Le lanzaron pintura y huevos, lo decoraron con una muñeca hinchable, una puerta y una cabeza de cerdo, le engancharon pegatinas y le vistieron con una versión ‘lgtbi’ de la bandera independentista, agresión esta última muy merecida por tanto que sufrió la familia homosexual durante el franquismo. El clímax fue que al cuarto día la estatua fue derribada y, entonces, la pierna, aunque terminó en un almacén de la Zona Franca con el resto de la escultura, comenzó su andadura en solitario. La herida de la amputación sufrida años antes proporcionó ese giro de guion inesperado. Se desgajó.

Basta verla para intuir algo muy estético en ella. Tanto es así que el arquitecto y profesor de estética Pedro Azara se la quiso llevar a la Bienal de Venecia del 2019, en la que comisariaba una exposición oportunamente titulada ‘Perder la cabeza, ídolos’. Como la pieza se encuentra en un limbo administrativo que no es fácil de explicar, no se la prestaron, pero en contrapartida se llevó otra pieza tanto o más simbólica, la cabeza que Joan Brossa sirvió en una bandeja para escarnio de Porcioles. Dicho aquí solo por enredar, hubiera sido ya la repanocha que al Franco decapitado le hubiera colocado la chola de Porcioles, más o menos como los romanos hacían con sus esculturas cuando había cambio de emperador, algo que sucedía a veces muy a menudo, pero ya era mucho pedir. Desear que algún día la pierna de Franco pueda ser visitada en un museo como un palimpsesto artístico parece más al alcance de la mano. ¿O aún no?