BARCELONEANDO

Filipinos: la comunidad silente de Barcelona

La ronda de Sant Antoni se ha convertido en lugar habitual de tertulia de los hombres de esta extensa familia asiática que vive de la restauración y los cuidados domésticos

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Carlos Márquez Daniel

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En muchas ciudades alemanas debió pasar un poco lo mismo hace 60 años. Entonces, volquetes de españoles (unos 600.000 entre 1960 y 1974) marcharon en busca de trabajo tras un acuerdo nada sencillo entre la dictadura de Francisco Franco y el gobierno del canciller federal Konrad Adenauer.  En Colonia, en Múnich o en Dusseldorf, en cualquiera que fuera su ciudad de acogida, los emigrantes debieron encontrar su lugar de asueto colectivo. El paseo o la plaza en la qua charlar de sus cosas y así sentirse entre arropados y más de cerca de casa. Como local, esa reconfortante escena quizás pase inadvertida. Pero todavía hoy es un fenómeno habitual, aunque con distintos protagonistas. En la ronda de Sant Antoni, por ejemplo, y más con la actividad económica parada, la comunidad filipina pasa el rato, sobre todo las tardes. Es su Boulevard Roxas, pero a más de 11.000 kilómetros de Manila. 

La losa que durante nueve años aguantó el peso del mercado provisional de Sant Antoni es ahora una explanada generosa que no ha escapado al urbanismo táctico, con macetas de esas que parecen sacadas de 'Cariño, he agrandado al niño'. Aunque quizás sean retales de la supermanzana que rodea la lonja, reinaugurada a mediados del 2018. El caso es que entre Casanova y Urgell hay bancos y sitios en los que estar. Y se da el caso de que la mayoría de filipinos (en la ciudad son unos 9.600) viven en la zona norte del Raval. Bueno, para ser justos, y según el censo, hay una decena en la Barceloneta y algunos más en el Gòtic y Santa Caterina. Que estén todos juntitos tiene su explicación. 

Jossie Rocafort preside la asociación <strong>Eamiss</strong>, que es como la ONU pero solo para filipinos y solo en Barcelona. Tres siglos de colonización española le llevan a suponer que su "noséquéabuelo" debió ser catalán. Su madre llegó con la primera oleada de emigración filipina femenina, en los años 70, y ella vino con su hermana en 1988. Ejerce de mediadora, traductora, facilitadora..., lo que sea menester. Durante un paseo por la ronda de Sant Antoni, explica que este es un pueblo "muy reservado, discreto y trabajador", pero también "machista", hasta el punto de que a las niñas se las educa "para que aguanten lo que sea". Ellos trabajan en la hostelería, básicamente en la cocina porque así se ahorran hablar castellano (ya no digamos catalán).

Cocina española

Y es curioso, porque esos 300 años de españolización hasta 1898 dejaron precisamente una gran impronta en los fogones y su entorno: cuchillo, cuchara, mesa, tenedor, vaso, taza o silla son palabras casi calcadas en tagalo. Son también ellos los que cada día se reúnen en este paseo. Ni una sola mujer. Fuman y aprovechan el wifi de un bar cercano. Y hablan de lo complicado que está todo, de si ya les ha llegado el pago del ERTE o de si saben algo de cuándo volverá a abrir su restaurante.  Se les reconoce, a pesar de la mascarilla, por su pasión por las gorras y porque, no nos engañemos, no son muy altos. Los grupos no son aleatorios. Se reúnen en función de su lugar de origen. "Aquellos de ahí -señala Jossie- son del sur de Luzón, de la provincia de Batanga". Los hay del Mindanao, del archipiélago Bisaya..., y todos, en ocasiones, hablando alguno de los 100 idiomas propios de Filipinas. 

Ellas trabajan en el servicio doméstico o en hoteles. Asean casas y cuidan niños de las zonas pudientes, donde es muy valorado su inglés y juegan un triple papel apenas recompensado, de canguro, profesora de idiomas y limpiadora. Cuenta Jossie que muchas llegan a España tras haber estado de 'au pair' en un país nórdico o en Rusia. "Luego vienen aquí porque es mucho más fácil conseguir los papeles". Eso, sin embargo, no evita la frustración entre el sueño y la realidad. Sucede que muchas son universitarias (el 20% de los filipinos censados tienen un título) y aquí lo tienen muy difícil para salir del nicho laboral en el que está encasillada la comunidad. Peor todavía está el tema de la vivienda. Es frecuente que vivan juntas dos, tres y hasta cuatro familias. Y también es habitual que alquilen habitaciones, en pisos de filipinos, por supuesto. Son tan suyos que tienen incluso sus propias iglesias, y su cura filipino, el "father Francis". 

Situaciones límite

Entre el 15 de mayo y el 21 de junio, gracias a la colaboración del chef José Andrés, Eamiss repartió cerca de 10.000 menús, siempre entre la comunidad filipina. Ahora solo pueden despachar 50 a la semana, pero eso no significa que dejen a la gente atrás. Si nunca se ha visto un filipino durmiendo en la calle, por alguna cosa será. Y no porque la Administración lo evite, sino porque tienen muy arraigada la cultura de la supervivencia tribal. "No nos gusta ser el centro de atención y tampoco nos gusta que se sepa que lo estamos pasando mal". Y así es, porque muchos llevan meses sin cobrar o solo les han llegado dos pagos de un ERTE en el que llevan ocho meses entrando y saliendo. Los servicios sociales, cuenta Jossie, saben que si les llega el caso de una familia filipina es porque la situación está al límite. Si pueden solucionarlo entre ellos, lo harán. Solo si hay un problema médico grave o un desahucio, entonces sí se atreven a descolgar el teléfono. 

Cómo aguantar tanta presión es otro de los problemas de esta comunidad. Cuenta Jossie que es habitual, sobre todo entre los hombres, el consumo de 'shabú', el nombre que recibe la metanfetamina en Filipinas. "Se fabrica aquí y les ayuda a aguantar jornadas larguísimas en los restaurantes; ya hemos tenido a muchos ingresados". Y la juventud, ¿qué perspectivas de futuro tiene? Yo siempre les aconsejo salir del Raval, porque si no, aunque termines en la universidad, todo te lleva a lo mismo: un restaurante, una casa o un hotel". Y a la ronda de Sant Antoni, a ver pasar la vida.

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