BARCELONEANDO

La ciudad de las colas

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Carlos Márquez Daniel

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Hacer cola se ha convertido en uno de los nuevos símbolos de Occidente. Es la receta contra el caos, la píldora del nuevo orden, el dogma de la distancia. Sea para recoger el pollo asado, comprar calzoncillos, gestionar el paro o mandar un paquete a Cuenca, la cola es una de las liturgias más democráticas de la era del covid, amén de los PCR que determinados laboratorios privados realizan a domicilio en pudientes hogares de la burguesía local mientras el grueso social aguarda turno al raso. La cola se hace mayormente en la calle, con la gente pegada a las fachadas, como cuando los cines de barrio se llenaban y las familias se arremolinaban a su alrededor. Algunas se arquean y se desarrollan junto a la calzada. Otras, las más previsibles, tienen incluso vallas y un señor o una señora que gestionan el flujo, como el portero de las (¿se acuerdan?) discotecas.

La cola del pan, la del súper, la de la farmacia; la cola de la óptica, la de la comida preparada. La cola para la tienda de Apple, pero también la cola para el comedor social de las Misioneras del Raval, esas mal llamadas colas del hambre. La de la frutería, la de la delegación del Gobierno para solicitar residencia o asilo, la de la comisaría de Rambla Guipúscoa para el DNI. Si algo nos deja esta maldita pandemia es horas y horas en las aceras, esperando. El Primark de plaza de Catalunya, con una hilera de personas desde la Rambla hasta Portaferrissa; el acceso a la Maquinista o Diagonal Mar, con un gusano de humanos que serpentean hasta su interior; Reina Maria Cristina, con centenares de bolivianos votando a su presidente en el frío recinto de la Fira.  

Aglomeraciones

Con el alba llegan las primeras colas, que no son nuevas pero no hay que olvidarlas. Son para entrar en la ciudad. Por el Vallès, desde el Maresme o a través del Baix Llobregat. Millón y medio de desplazamientos que se cuelan y se escurren de la capital metropolitana, mayormente en vehículo privado, formando una procesión de conductores que ya dan por bueno invertir hora y media diaria al volante, sin plantearse si quizás otra alternativa, más económica y menos contaminante, podría ser más eficiente. Colas de toda la vida, ¿pero son evitables? Quién sabe... Los que mandan quieren aplanar la hora punta. Si eso pasará en esta pandemia o en la siguiente, ya se verá. Mientras, tú te muerdes las uñas en la C-58 o te apañas con un rinconcito del vagón de la línea 5, rodeado de valientes y valerosos usuarios del transporte público que contradicen la leyenda de que el covid vive en el metro más que en una cena entre amigos o en un botellón en el parque

Cola para dejar a los niños. Al de 10 años a las 8.30 horas, al de 8 un cuarto de hora después. Y al de 6, cinco minutos antes de las nueve. Cola para ese primer café, que ya nada de sentarse porque la restauración paga los platos rotos. Vienen a la cabeza las primeras cañas tras el confinamiento, en esas terrazas que parecían laboratorios del coronavirus, tubos de ensayo con cerveza que debían calibrar hasta qué punto podíamos salir de nuestras casas. Con la entrada del bar atrincherada con un taburete de esos negros de barra, los que no pesan nada pero bastan para fijar una frontera. 

Antes, en la carnicería, pedías turno. Ahora hay una fila, está muy claro quién es último

Se acabó eso de entrar en la carnicería y preguntar quién es el último. Ese comercio en el que la gente se colocaba en función de lo que fuera a pedir. Si quería hamburguesas, frente a las hamburguesas. Si venías por material para el caldo, frente a la osamenta. Si tocaba croquetas, frente a las croquetas. Pero sin orden aparente, aunque teniendo claro que ibas detrás de la chica del pelo largo o del señor de la sudadera de la caja de ahorros. Ahora la cola no ofrece dudas: vas detrás de la única persona a la que le ves el trasero con claridad, la que tiene corriente de aire a su espalda. Detrás del que, claramente, es el que ha llegado justo antes que tú. Y como esto suele ir para largo, sucede en Barcelona un poco como en los pueblos y los ascensores, que te pones a hablar y creas un vínculo único, como el que se genera en la grada del Camp Nou, donde puedes llevar 20 años abrazándote y celebrando los goles con un hombre del que solo conoces el nombre de pila y que le gusta escuchar la radio con un solo auricular

Cola en el carril bici, porque cada vez hay más ciclistas para tan poco kilómetro sostenible. Cola de turismos y motos en las calles bañadas por el urbanismo táctico. Colas también, aunque virtuales, por acceder a un Bicing de la zona alta, donde las estaciones suelen estar vacías porque la gente no es tonta y pedalea de bajada pero no de subida. Cola en la ITV de Diputació, pero eso es un clásico, que te dan hora a las dos y te dan paso media hora más tarde. Cola en la entrada del banco para disponer de tu propio dinero. Colas, en definitiva, con aroma a confinamiento, esas semanas en las que tenías turno incluso para salir a la calle, cuando si eras mayor paseabas a partir de las siete y los niños tenían solo un par de horas para recuperar el tiempo perdido.

Curiosamente, los barrios con menos gentrificación, los más alejados de lo que antes se conocía como turismo, son los que más colas registran. Ni una cola en Ferran o Avinyó. Pero sí las hay en la calle de Sants, Major de Sarrià o Rambla del Poblenou. Las colas, al fin y al cabo, son el reflejo de la Barcelona resiliente. Porque como en casa en ninguna parte, pero qué bien se está en la calle.

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