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La cazafantasmas del Gòtic

Ximena Borrazas (Montevideo, 1992) retrata esa ONU de sin techo que habita en el centro histórico de Barcelona y deja así una impagable herencia fotográfica y documental para esta ciudad

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Carles Cols

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Cuando Ximena Borrazas (Montevideo, 1992) decidió que lo suyo iba a ser la fotografía, imaginó algún día su firma en las páginas de ‘National Geographic' como autora de magníficos retratos de evocadores paisajes del mundo. Eso fue antes de recalar en Barcelona. Ha terminado por hacer algo mucho mejor o, como mínimo, mucho más útil e imprescindible para una ciudad tan desnortada y de memoria de pez como esta, a la que llegó en mayo del 2019. En un proyecto fotográfico que no ha pasado inadvertido, Borrazas ha retratado exquisitamente a los invisibles del Gòtic, ese barrio sometido esta última década a tensiones gentrificadoras y turísticas dignas de ser estudiadas en las facultades de físicas antes que en las de geografía y economía. Mucho se ha escrito sobre las fuerzas centrífugas que han expulsado a los vecinos y, también, sobre esa fuerza gravitatoria contraria, la centrípeta, que ha convertido el centro de la ciudad en una suerte de agujero negro turístico. Ella, cámara en mano, se fijó en quienes nadie repara, en los sin techo o, como le dijo Mari Carmen, una de ellos, en "los fantasmas del Gòtic".

No es Borrazas el primer fotógrafo que en Barcelona pisa sobre las mismas huellas que en los años 30 dejó indelebles para siempre Dorothea Lange, responsable de esa referencial serie de sobre la Gran Depresión Americana. Después, lo han hecho otros cuantos más, aunque en verdad no tantos, porque no basta con hacer clic, se requiere un don para contactar con esos fantasmas, se necesita ser, más que fotógrafo, espiritista.

Borrazas se sienta a su lado y espera. Que la conversación, cuando por fin sea posible al cabo de un rato, sea con los ojos a la misma altura, parece que es fundamental. Tampoco está de más qu, al presentarse, al dar el nombre, se subraye que no es periodista. Como muy bien aleccionaba una pintada en los lavabos de la vieja facultad de periodismo en Bellaterra, mejor decir que uno es pianista de un burdel. Así estaba entonces la popularidad del oficio, imaginen ahora.

Roto el hielo, lo que obtiene esta fotógrafa es un retrato y un relato inesperados de esa población nómada de las calles del Gòtic. Encuadra su rostro y trata la imagen obtenida hasta que la piel adquiere la textura de un vinilo. En los surcos está la historia.

Susan es finlandesa. Habla cuatro idiomas. Dos meses necesitó Borrazas para que aceptara simplemente conversar con ella. Como todos, tenía antes otra vida. Era animadora turística en Lanzarote. También vivió El Cairo. Allí se tatuó un ojo de Horus. Cuando vio que la fotógrafa también tenía el mismo sello en la piel, se abrió de par en par.

Miguel Ángel es cruelmente sincero. Dice que todo lo bueno que es para cuidar de los demás se trastoca en desastre si se trata de cuidarse de sí mismo. Va en silla de ruedas porque en el tercer intento de suicidio se tiró a las vías del tren.

Drogen es búlgaro. Tenía casa, trabajo y perro y, ¡ay!, debilidad por el juego. Perdió grandes sumas de dinero en los casinos. Ahora vive de lo que encuentra en la calle y aún se puede vender.

Peter es húngaro. Borrazas no hace un retrato exhaustivo de sus modelos. A veces, basta con un detalle que les defina. Antes de llegar a Barcelona, su patria nómada era Alemania. Vino a pie. Para qué añadir nada más.

Nicky, gallego, hay que prestarle atención. Es otro políglota. Ha vivido y trabajado en España, Alemania, Francia y Argentina, pero ahora vive en la calle. ¿Por qué? Porque no quiere trabajar ocho horas al día por 800 euros al mes. Vamos, todo un filósofo, como Diógenes de Sinope.

Hannah, eslovena, y Pablo, polaco, son pareja sin techo en Barcelona, pero, según dicen, no por mucho tiempo más. Tienen previsto viajar a Francia. El padre de él les ofrece un techo.

Eso, el techo, merece un apunte final sobre la obra de Ximena Borrazas. Recorre las calles del Gòtic con una cámara digital. Le gustaría más, claro, el romanticismo del carrete analógico y la artesana labor de revelado con las tres cubetas de líquidos, pero esa es una afición en extinción no solo por las comodidades, calidad e inmediatez que proporciona una cámara digital, sino, también porque una habitación es hoy en Barcelona sinónimo de piso. Hasta 600 euros mensuales se pagan ocho metros cuadrados de techo. Quién lo iba a decir, que la burbuja inmobiliaria iba a matar a la fotografía analógica..., pero esa es materia para otra ocasión.

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