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132 años de tribulaciones chinas en Barcelona

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Carles Cols

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Las tribulaciones de los chinos en Barcelona cumplen, como poco, 132 años. Nadie lo diría. Lo habitual es pensar que son unos recién llegados, que son todos ellos barceloneses postolímpicos. Algunos de los más quisquillosos y duchos con la historia local retroceden ese reloj hasta 1958, cuando Peter Yang, médico de formación, cura de vocación y restaurador de profesión, abrió el primer local de comidas chinas de Barcelona, en el número 5 de la calle Ciutat. Un cuarto de siglo más tarde ya eran unos 50, casi todos con cartas y decoraciones inspiradas en aquel primer establecimiento, El Gran Dragón, que por cierto fue inaugurado personalmente por el alcalde José María de Porcioles, no se sabe si por catar el primer rollito de primavera de la ciudad o para hacerle una ‘remunta’ al local.

La verdad es que incluso lo de Peter Yang fue, según se mire, ayer mismo, desde luego tal y como Silvia Company cuenta, en una de las estupendas rutas turísticas que organiza Cultruta bajo el paraguas de la Casa Àsia, la historia de los chinos en Barcelona. Sinohablante, que se dice pronto, Company es guía de unas excursiones de bolsillo por las calles del centro, concebidas más para público local que para visitantes extranjeros y que, además de descubrir curiosidades sorprendentes, son estupendas para constatar que los 132 años de historia de la comunidad china en la ciudad lo son también de prejuicios y malentendidos. De tribulaciones, como dijo Julio Verne.

Company convoca habitualmente a la parroquia en la esquina de la calle del Arc del Teatre con la Rambla, puerta de acceso al Raval sur, antes conocido, sobre todo en la crónica negra, como el distrito quinto y, simultáneamente, también como el chino, pero eso fue mucho después de cuando y donde realmente hay que situar los primeros pasos de este relato, en 1888 en la Ciutadella, cuando Barcelona organiza su primera Exposición Universal.

Con motivo de aquella cita internacional, desde Barcelona se invitó a las autoridades chinas a tener su propio pabellón. La respuesta fue un inapelable no. Reinaba ‘de facto’ entonces en Pekín nada menos que Ci Xi, exconcubina, emperatriz viuda y mujer de armas tomar. Bastante tenía ella con la inminente guerra de los Boxers que estaba a punto de estallar. La invitación, sin embargo, no cayó del todo en saco roto. Un empresario de Hong Kong, Yong Heng, asumió los gastos de representar a su cultura en aquella exposición y plantó un pabellón que no pasó inadvertido en aquel mar de arquitectura neogótica, neomudéjar, neoclásica y ‘neodetodo’ que era la gran cita de 1888. ‘L’Esquetlla de la Torratxa’, ‘Pepito Grillo’ de la prensa satírica local, hasta le dedicó una viñeta, pues en el dragón que presidía la entrada quiso ver la revista un anuncio de la Patum de Berga. Es una señal, se mire como se mire, de que Yong Heng acertó con su puesta en escena. No pasó inadvertida.

La calle de Ferran despuntó a finales del siglo XIX por su selecta oferta de productos orientales, entre ellas, Keong Chong On, con tiendas a ambos lados del Atlántico y del Pacífico

El caso es que tanto público pasó por aquel pabellón que aquel empresario, con negocios a ambos lados del Atlántico y del Pacífico, abrió después una tienda en la calle de Ferran, en el número 25, que antes de la pandemia (por si tienen curiosidad) era un insustancial Starbucks y que ahora no es nada, lo cual no es mala cosa. Siempre hay opciones peores. El vecino Café Schilling, que en el número 23 se había hecho un hueco en el corazón de los barceloneses como en su día lo logró el Kwong Chong On que inauguró Yong Heng, es ahora una franquicia que sirve ‘fast food’ de tacos mexicanos.

La calle de Ferran era en 1888 una calle comercial de postín. Company, que se las sabe todas, invita a observar que la iluminación en esa calle pende de la fachadas. No hay farolas, parece que premeditadamente se decidió así para que el tránsito de compradores fuera más fluido. Urbanismo táctico decimonónico. Y ahí estaba Kwong Chong On y una decena más de establecimientos que antes y después de aquella fecha abrieron sus puertas en la zona con productos orientales, pero aquel era tal vez el primero genuinamente chino. 132 años han pasado desde entonces.

Para la siguiente etapa hay que viajar hasta 1901 y, la zona, en concreto las playas al sur de la desembocadura del Besòs. Ese año, Isidre Nonell presentó en público su cuadro ‘La playa de Pekín’. En él, las olas rompen contra una barraca construida sobre la arena. Es un óleo estupendo. Nonell no inventó nada para bautizar su obra. Era el nombre del lugar. Por ahí iba él, parece, a buscar modelos femeninas para sus obras. En esta ocasión, se fijó en el lugar. Los más sosos sostienen que el nombre de la playa era una broma, un modo de indicar algo que está muy lejos del centro. Ha habido más playas de Pekín en la costa catalana.

Decía Cánovas que es español el que no puede ser otra cosa, pero parece que un grupo de chinos decidió desmentirle cuando decidieron que, antes que cubanos, era mejor ser barraquistas en Barcelona

Pero los menos sosos tienen una explicación etimológica mucho más chispeante sobre la denominación de aquel lugar. Cuentan –dice Company- que había chinos en Cuba y que cuando España perdió el dominio sobre la isla caribeña, algunos de ellos decidieron trasladarse a la península para seguir siendo españoles y, de paso, quién sabe si para desmentir a Cánovas, que decía que "es español el que no puede ser otra cosa". Podían haber sido cubanos y, por lo que parece, prefirieron algunos de ellos el barraquismo a pie de playa en Barcelona antes que la incertidumbre bajo las palmeras caribeñas.

Estas migraciones de aquí para allá de chinos que huían del hambre en su país ya eran muy comunes entonces. Durante la primera guerra mundial, por ejemplo, muchos de ellos terminaron en las fábricas de la retaguardia francesa, mano de obra imprescindible cuando la juventud del país se desangraba en las trincheras. Terminada la contienda, aquellas fábricas eran un caldero de ideas libertarias y socialistas, así que cuando comenzó la guerra civil española como mínimo un centenar de aquellos chinos cruzaron los Pirineos y terminaron enrolados en las brigadas internacionales. Un libro, ‘Los brigadistas chinos en la guerra civil’, publicado por Catarata en 2013, sacó a la luz aquella hasta hace bien poco desconocida historia, pero en Barcelona, antes del golpe de Estado de 1936, ya había una muy visible comunidad china, lo suficiente como para algunas de las mejores plumas periodísticas de la ciudad repararan en ellos.

Estaba, por una parte, el magnífico y siempre citado Francisco Madrid, presunto padre del bautismo del distrito quinto como barrio chino. Jamás atribuyó a la comunidad asiática el milhojas de mala vida que ahí se servía a diario, pero que se cruzaba con ellos cuando se metía en la callejuelas del Raval en busca de noticias da fe una deliciosa frase entresacada de una de sus crónicas. Vio salir por la calle del Arc del Teatre un chino, dijo, "con la cara de luna de todos los orientales y los ojos abiertos como un concejal…". Qué irrepetible periodista fue Madrid.

Los chinos sorprendían por su presencia en una ciudad no acostumbrada a ellos. En junio de 1930, por ejemplo, fue noticia que el primer torero chino del que hay referencia, Vicenç Hong, saliera corneado de la plaza. Pero eso era una rareza. Lo común eran los chinos que, de forma ambulante, vendían en la Rambla artesanía, joyas talladas a mano y creaciones de papiroflexia y que, igual que ahora, eran víctimas de infundadas habladurías y prejuicios. Eso lo retrató como nadie otro periodista mayúsculo, Gabriel Trillas Blázquez.

Aunque terminó exiliado en Colombia y renunció a su profesión para dedicarse a la apicultura, Trias Blázquez era y es un referente de cómo brindar una crónica a pie de calle sin caer en el amarillismo. Fue en busca de los chinos del chino para darles voz. "Les han saturado de tal manera de literatura folletinesca que se hace imposible concebir un chino medio decente. Tras cada chino, uno ve fumaderos de opio, trampas disimuladas con alfombras, mujeres silenciosas agazapadas tras las cortinas, hombres devorados por los cocodrilos mientras Fu Manchú echa una partida de mah-jong…". Dispuesto a tumbar los tópicos como fichas de dominó, les entrevistó. Descubrió en ellos a unos auténticos trotamundos. Uno de ellos, Liou, había pasado por Saigón, Madrás, Nueva York, San Francisco, La Habana y París antes de recalar en Barcelona. Cuando llegó, imaginó que lo barceloneses lucirían "sombrero ancho y capa" e irían "montados a caballo". Los prejuicios son como los champiñones. Basta un poco de oscuridad intelectual para que crezcan.

--Liou, en confianza, ¿usted fuma opio?

--No, no quiero ni oír hablar de él.

--¿Ni come nidos de golondrina? ¿Ni aletas de tiburón?

--Ni aletas de tiburón, ni ojos de dragón pequinés. Yo como arroz.

A los más tintinólogos, ese diálogo entre el periodista y el vendedor ambulante les recordará ‘El Loto Azul’, por esa charla contra los tópicos que mantienen Tintín y Tchang, a quien el personaje del tupé salva de morir ahogado en una riada. No es extraño, ¡aquel álbum de Hergé y el artículo de Trillas Blázquez son del mismo año, 1935!

Barcelona se quedó sin la mirada honesta de Trillas Blázquez cuando las tropas franquistas tomaron la ciudad. Fue recibido en Francia tal y como los franceses recibieron a los republicanos españoles. De vez en cuando conviene releer el estremecedor relato que, ya desde Colombia, escribió sobre aquel averno de hambre, enfermedades, maltrato y muerte. ‘El quinto día llovió en Argelès’, lo tituló. "Aquí se muere sin retórica, aquí se muere de verdad", escribió.

A su manera, Trillas Blázquez, en su reportaje sobre la comunidad china del distrito quinto, hizo lo que después haría en Argelès, encender la luz del periodismo, combatir las ‘fake-news’, que siempre las ha habido. Entrevistó a la comunidad china justo cuando estaba calando la nueva denominación de la calle del Cid y sus vías colindantes como barrio chino. A cimentar ese tópico contribuyó, sin duda, otra de las paradas obligadas que realiza Company, el mítico Wu Li Chang, el nombre con el que renació en 1934 uno de los cabarets más canallas de la Barcelona del primer tercio del siglo XX. Antes de aquella fecha era conocido como Ca’l Sacristà, y con ese nombre, en la esquina de la calle del Cid con Perecamps, trataba de alcanzar la fama de la catedral del vicio que tenía justo enfrente, La Criolla.

La orientalización de Sacristà a Wu Li Chang duró solo cuatro años. Las bombas de la aviación italiana pusieron fin a los números de transformismo y demás alegrías que allí se llevaban a cabo sobre el escenario, pero en la memoria colectiva de la ciudad quedó que aquello era el barrio chino, incluso cuando ya no quedaban chinos y no los volvería a haber, en abundancia, hasta pasados los Juegos Olímpicos de 1992. El 4% de los vecinos de Fort Pienc, el supuesto nuevo barrio chino de Barcelona, son de aquel país del lejano oriente y, lo que son cosas, la mayoría de Qingtian, una tierra que de tan agreste e incultivable dicen que curte contra las adversidades. Pero esa es una historia para otra ocasión.