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Robert Ramos, un fotógrafo celestial

Su cámara ha retratado momentos que antaño detenían guerras o las encarnecían, y en 2017 poco menos que vio bailar en los cielos de Idaho a dos astros del tamaño de Nijinsky y Pavlova

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Carles Cols

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De Robert Ramos se puede asegurar con certeza que no es un hombre lobo, maldición incompatible con su oficio, y que suyas son algunas de las más estelares (palabra más que adecuada en este caso) fotografías de noches de superluna en Barcelona. También retrata eclipses y cometas, y no solo en Barcelona. La suya es una afición que viene de lejos, de cuando su abuelo señalaba al cielo y le contaba qué era Saturno y qué era Marte, realmente un planeta rojo si la contaminación lumínica no nos hubiera hurtado el espectáculo del firmamento de noche. Por suerte, ahí está Ramos.

Esta aproximación a lo mejor de su obra, que bajo el título ‘Seduït pels astres’ se expone actualmente en el Club Muntanyenc de Sant Cugat, podría encararse con empeño científico, o sea, con una enésima explicación minuciosa de qué es una superluna o. peor, aún, reseñar de forma precisa que son en realidad las perseidas y sus primas hermanas, las cuadrántidas y las gemínidas, pero para la generación que se emocionó aquel día en que Tintín eclipsó el sol atado sobre una pira y que, ya de adultos, con críos en casa, reímos cuando Wallace y Gromit se quedaron sin 'cheddar' para las galletas de media tarde y, muy resueltos, se fueron a la Luna, que por algo es de queso, las fotos de Ramos son sugerentes de una manera muy distinta.

Es esta una emoción que se tiene o de la que se carece. En el 2017, Ramos quiso presenciar y fotografiar el mayor fenómeno astronómico de aquel año, que fue bautizado por la prensa de Estados Unidos como ‘El Gran Eclipse Americano’, un nombre que no le venía grande a la cosa, algo así como conocer a Nijinsky y Pavlova en el cénit de su carrera. Nunca antes en toda la historia el baile del Sol y la Luna habían tenido tanto público. Previsor, Ramos eligió el lugar menos propenso a estar encapotado. Resultó ser Idaho, un estado del que apenas nadie se sabe su capital y, lo que es más extraño aún, tiene una pequeña comunidad que habla euskera, los ‘euskal estatubatuarrak’. Total, que los Ramos, porque se llevó a toda la familia, se fueron para Idaho para ser testigos, cámara en mano, de aquel momento tal vez único en toda una vida.

Estaban los Ramos en el arcén de una carretera y, en el momento culminante, cuando la Luna cubre la totalidad del disco solar, pasaron un par de furgonetas de UPS, ajenas a todo aquello, como si fueran más importante el reparto de los paquetes que presenciar ese estremecedor acontecimiento astronómico. Los eclipses, aunque se sepa su secreto, que la Luna tiene el tamaño perfecto para cubrir el disco solar, lo cual ya es casualidad, son inquietantes. Incluso los parciales, con esa luz de bombilla de 125 watios con que alumbran el día mortecinamente.

Ramos, pues, le sorprendió  aquel desinterés del par de chóferes que continuaron en ruta durante el clímax de la oscuridad diurna. Qué lejos quedan aquellos tiempos en que un buen espectáculo celestial, como el eclipse del 585 antes de Cristo, según Heródoto, puso fin a la guerra entre lidios y medos o, más cerca, en el tiempo y geográficamente, en 1704, un meteorito se estampó cerca de Terrassa media hora antes de que se pusiera el sol y los dos bandos de la Guerra de Sucesión lo consideraron una maldición para su enemigo.

Ramos es un Guadiana en las páginas de este diario. Ahí está, siempre dispuesto, cuando el reto es capturar uno de estos espectáculos astronómicos, para los que se requiere mucho más que técnica. Aprendió el oficio cuando la fotografía era analógica y solo después del revelado se podía comprobar si la exposición había sido la correcta. Con el tiempo y las nuevas tecnologías, aprendió a seleccionar el punto exacto en el que situar la cámara. Dicho todo esto, solo queda una cosa más que añadir.

La capital de Idaho es Boise. 

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