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El fotógrafo que desnudó la Transición

Carlos Bosch, el argentino que ayudó a resucitar el fotoperiodismo barcelonés, recibe un póstumo y magnífico homenaje en el Palau Robert

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Carles Cols

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Murió el pasado junio el fotoperiodista Carlos Bosch, una pena, porque se truncó así la posibilidad de que regresara a Barcelona, ciudad que lo acogió en 1976 entonces hecho casi un simple vagabundo con cámara, pero para visitar esta vez la magnífica exposición retrospectiva que algunos de sus discípulos han organizado en el Palau Robert. Ahí estará hasta el 15 de noviembre. Es una selección de 62 imágenes exquisitamente positivadas por Jordi Gratacòs, todas ellas fechadas entre 1976 y 1981 y salidas del ojo fotográfico editorializante de Bosch. Ahora que hay tanto opinólogo sobre lo que fue Transición, virulentos defensores y detractores que por edad hablan algunos de ellos de oídas, no podría ser más oportuna esta muestra, porque de aquel argentino capaz de lo imposible por obtener la foto que pretendía se puede afirmar, sin mentir, que retrató desnuda la Transición. Qué menos, pues fueron aquellos, además de violentos, libertarios y miseros, entre otras muchas cosas, los años del destape.

La biografía de Bosch se rescató merecidamente el pasado junio cuando a los 75 años de edad exhaló su último aliento, pero eran días de pavor por el covid y tal vez los obituarios pasaron inadvertidos. Muy telegráficamente, decir que de un día para otro salió de Buenos Aires en 1976 porque su padre, un hombre parece que muy derechón, le dijo a través de un amigo suyo militar que su vida corría peligro, por izquierdista. Con su cámara se había infiltrado en la Triple A, temible mafia asesina parapolicial, y esas cosas no se perdonaban durante la etapa final del peronismo.

Podría haberse colgado entonces, al llegar a una España que estrenaba democracia, la medalla de exiliado, pero él, pasados los años, explicó por qué no lo hizo. “¿Exiliado?, pero si fue una patada para arriba. Me fue de puta madre”.

La resurrección del fotoperiodismo

La resurrección del fotoperiodismoCierto, le fue bien a él como saltimbanqui en distintos medios de comunicación, entre ellos, EL PERIÓDICO, que ayudó a modelar en sus orígenes, pero sobre todo le fue bien a los de acá, porque la fotografía en la prensa había degenerado durante el franquismo en un arte muy menor, solo para llenar huecos en el papel con retratos de autoridades posando y otras escenas sin sustancia. Llegó Bosch, con una carpeta de sus trabajos en suramérica, y a gente como Antonio Franco, jovencísimo director de este diario entonces, se le abrió el cielo.

“Le pedí que formara un equipo de fotógrafos y que, aunque en público yo no lo pudiera decir, le expliqué que para mí tan importate sería la sección de fotografía como la de diseño o internacional”, recuerda Franco. A los plumillas (así se llama aún a veces los periodistas, y cosas peores a los fotógrafos), un reconocimiento en público de algo así les hubiera escandalizado. Eran muy señoritos. Los fotógrafos, antes de Bosch, eran un poco como el Peter Parker del ‘Daily Bugle’, tipos mal considerados y peor pagados por el J.J. Jameson de turno.

Bosch hacía cosas muy locas por obtener una foto, algunas inconfesables (su retrato del drama del aceite de colza, como de un Eugene Smith con mala leche, estuvo en los límites de todo código deontológico, y otras veces, más allá), algunas desternillantes (como pasar tres horas escondido bajo una mesa porque ahí iba a sentarse Julio Cortázar), pero en lo que era único, tal vez por la rabia con que huyó de Argentina, era en ponerle cara a los fascistas. Igual que Murillo retraba el éxtasis de las vírgenes, el captaba como nadie el odio en las  caras de la extrema derecha. Precisamente sobre ese don, Franco, que le disfrutó como director, pero también le sufrió como empleado revoltoso, invita a una reflexión muy actual. El fotoperiodismo, por las razones que sean, muchas, sin duda, anda renqueante, tanto que no hay aún, a día de hoy, una serie de fotos que retrate la verdadera cara de Vox, dice Franco. Las imágenes más recuerrentes son las que les encantan a sus dirigentes. Mal asunto.

Sería porque venía con ganas de revancha de la Argentina dictatorial que dejó atrás, pero retrataba el odio en las caras de la extrema derecha como nadie

Bosch era un pillo con cámara, capaz de hacerse pasar por falangista, capaz de sobornar enfermeras para retratar a un moribundo Dalí, dispuesto a congeniar con ‘El Vaquilla’ para sacar una de las mejores fotos de aquel otro símbolo de la Transición, pero también fue un maestro para una generación muy joven que quería aprender.

Pepe Baeza, uno de ellos, atesora lecciones y anécdotas. Ahí va un ejemplo de cada categoría. La lección es que reunía a los que trabajaban para él y hacía crítica del material publicado, con el propósito de saber si no podía haber sido mejor. “Te hacía contar qué habías hecho para obtener esa foto y, de repente, en tu relato encontraba una grieta, un instante en que el trabajo podría haber sido mejor. Era muy exigente”. Eran también otros tiempos. A una foto se le podían dedicar horas. El fotoperiodismo es incompatible si los fotógrafos son como repartidores de Glovo.

"Primera lección: no corras"

"Primera lección: no corras"La anécdota es la paliza que se llevó un día delante del bar Zúrich a manos de los ‘grises’. Curtido en Argentina, cuando aquello aún era una democracia, decía a sus compañeros de oficio españoles que cuando la policía carga, el fotógrafo no tiene que huir a la carrera porque entonces parece un manifestante más. Había que plantarse como un tancredo y hacer correr el carrete. De la histórica manifestación que el colectivo gay llevó a cabo en 1977 hizo unas fotos estupendas, pero el truco, recuerda Baeza, no le valió cuando la policía sacó la porra y le dejaron cicatrices de por vida.

La muerte, lo dicho al principio, le ha sobrevenido a Bosch cuando Manel Sanz estaba a punto de culminar dos años de minucioso trabajo como comisario de la exposición, acogida con ganas por el Palau Robert, pero surgida del empeño de la UPIFC, el Sindicat de la Imatge. Una lástima.

Canet Rock, Afganistán, Terenci Moix, ETA...

Canet Rock, Afganistán, Terenci Moix, ETA...Lo que el Palau Robert acoge es, por una parte, una mirada cercana a los años de la Transición, casi furtiva, como a través de la cerradura. La vida de los fotoperiodistas puede ser, hay que reconocerlo con sana envidia de ‘plumilla’, más rica en colores que la de quien simplemente escribe, que se mueve en un espectro temático más estrecho. Bosch estaba un día en Canet Rock, otro en Afganistán, otro más retratando la extrema pobreza de la Barcelona aún muy preolímpica, luego tenía cita cultural con Terenci Moix y, la siguiente jornada, ahí estaba él en Cerdanyola, en la exhumación del cadáver del etarra Juan Paredes ‘Txiki’.

Y lo que, por encima de todo lo demás se perderá Bosch, es la teatral ‘mise-en-scène’ que Sans y el equipo del Palau Robert han preparado para reclamar la atención del público. Parece una conjunción astral, pero dos héroes descabalgados de su pedestal, Juan Carlos I y Jordi Pujol, forman parte del trabajo de aquel genial argentino. Al primero le fotografió en una imagen jamás publicada que le muestra como tal cual le disecciona Rebeca Quintáns en su demoledora biografía ‘Juan Carlos I: la biografía sin silencios’, es decir, un pésimo estudiante, al que todos tenían por tonto y, de repente, en la cima del poder. Está previsto que esa imagen cuelgue de la fachada del Palau Robert, o sea, bochornosamente de cara a la plaza que hasta el 2017 llevaba el nombre del monarca.

Maradona marcaba goles con la mano y Bosch, con la cámara, como el que le metió por la escuadra a Jordi Pujol en 1981

La otra, la de Pujol, lucirá gigante en el jardín interior del palacete. Tiene su qué. Le costó a Bosch el empleo. Con los años, al ‘expresident’ se le ha visto dormido en otras ocasiones, en posturas muchos peores y, tal vez pronto, incluso en el banquillo de los acusados con su esposa y siete hijos. Pero en 1981 la sitiuación era muy distinta. Era su primer año al frente de la Generalitat, una institución mirada con ojeriza desde la cúpula militar. Él, para limar asperezas, acudió como autoridad a un desfile militar, pero Bosch, que le conocía bien, sabía que unas pastillas le causaban somnolencia a media mañana, hora prevista del acto. Maradona marcaba goles con la mano y Bosch, con la cámara. El berrinche de Pujol fue colosal cuando por la mañana desayunó con esa foto en portada.

En Barcelona, aquel fotoperiodista dejó huella y escuela. Su vida de trotamundos le llevó después a Luxemburgo y, un día, regresó a Argentina. Contaba en una entrevista que hace dos años publicó la revista ‘Gatopardo’ (léanla, una maravilla) que de nuevo en casa se sintió como Ulises, que tras el periplo no le conocen en Ítaca. La broma duró lo que tardaron los jóvenes fotógrafos argentinos en querer ser sus discípulos. Al principio, cuenta Guido Piotrkowski, uno de ellos, organizaba encuentros en su casa y ponía la gorra, para que cada cual pusiera unas monedas. Sí, como si fuera un artista de la calle. Bueno, en realidad, eso era.