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Bienvenidos a Barcelona, el Detroit del turismo

De paseo por una hecatombe o sobre cómo la Babilonia del Mediterráneo ha logrado en un pispás ser lo que los urbanistas estadounidenses llamaron en los 60 una ciudad donut

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Carles Cols

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William McMaster Murdoch, que por el nombre nada les sugerirá, fue el primer miembro de la tripulación del ‘Titanic’ que vio el iceberg. Fue solo medio minuto antes de la colisión. A Barcelona no le han faltado estos últimos años sus propios Murdoch, siempre pocos, nunca suficientes, que avisaban de que con la velocidad de crucero que estaba tomando el negocio vinculado al turismo, poco menos que un monocultivo con estructuras de economía extractivista, una colisión podía ser catastrófica. Nadie, claro, previó un iceberg del tamaño de la pandemia. A lo sumo se auguraba que un resurgimiento de cercanos destinos en barbecho (Egipto, Túnez, Jordania) o un envilecimiento de la oferta propia por la sobrexplotación podrían provocar una desaceleración de traumáticas consecuencias. Nadie previó, en definitiva, que en el 2020 Barcelona podría ser la Detroit del Mediterráneo.

Lo que ahora mismo leen, vaya esto por delante, es una crónica concebida para quienes mañana o en breve tengan previsto regresar a Barcelona tras las vacaciones, porque el impacto visual y emocional de aquello que se encontrarán a poco que paseen en busca de la ciudad conservada en la memoria es realmente sísmico, como una visita a Detroit por parte de alguien que hubiera dedicado los últimos 50 años a dar a la vuelta al mundo y regresara a casa. Les sitúo.

Detroit fue la ciudad más poblada de Estados Unidos a mitad del siglo XX. Era la letra ce mayúscula del capitalismo. De la semilla que Henry Ford plantó ahí con su primer modelo del Ford T creció una industria de la automoción de la que nadie podía prever ni vislumbrar en el horizonte un final. Su covid particular fue Japón, que un día decidió merendarse ese mercado mundial del vehículo de turismo y a fe que lo consiguió. La ciudad, que en los años 60 era demográficamente como una Barcelona, perdió más de un millón de habitantes. Barrios enteros (literalmente) se desertizaron. Ha terminado por ser el plató perfecto para que tipos como Jim Jarmush rueden una exquisitez como ‘Solo los amantes sobreviven’, una romántica y decadente historia de vampiros, sin necesidad de gastar un duro en decorados. Barcelona no es realmente aún un Detroit, pero hay detalles que no pueden ser pasados por alto.

Hoteles tapiados en Barcelona

El pasado lunes, a mediodía, en la calle de Lledó, callejuela del Gòtic que estos últimos años se había trabajado una cierta fama de rincón coquetón, no había ni un solo establecimiento abierto y ni un alma de punta a punta. Con el turismo a toda vela, renació hace apenas ocho años como una suerte de ‘slow street’, singularizada por un hotel, el Mercer, en el que la sala de lectura está en el antiguo paso de ronda amurallado que utilizó la soldadesca romana y en el que la más chic de las habitaciones es una auténtica torre de vigía medieval.

El Mercer es solo uno más de los 300 hoteles de la ciudad que permanecen cerrados, algunos de ellos incluso tapiados con ladrillo, como el Peninsular de la calle de Sant Pau, con un patio interior único, herencia de un antiguo convento, tan hermoso que habrá que confiar en que ningún empleado dejara ahí olvidada una semilla de hiedra el pasado marzo, cuando se tapió, no sea que cuando reabra esté hecho un Jumanji.

Pero si de buscar imágenes detroiescas se trata, dejemos en paz a la calle de Lledó: hay que hablar de Jordi Papell. Tal vez les suene su caso. Inquilino de renta antigua en un piso de la Via Laietana, se negó en su día a dejar su hogar cuando una empresa hotelera se hizo con el resto de pisos de la finca. Un documental, ‘City for sale’, retrata estupendamente su caso. Antes de la pandemia, su vida cotidiana consistía en cruzar el ‘hall’ del hotel, compartir ascensor con turistas y, por fin entrar en casa, en un rellano en el que el resto de puertas son de habitación de hotel. Aquello parecía una cima insuperable del disparate turístico. Pues no.

Papell está ahora a puno de regresar de Galicia. Merecidas son sus vacaciones tras ese sinvivir que supuso, en su momento, que construyeran el hotel sin que él dejara su hogar. Antes de volver a Barcelona, sin embargo, tendrá que llamar para que desprecinten la puerta. Si vivir dentro de un hotel en plena ola turística de la ciudad ya era insólito, hacerlo dentro de un hotel vacío es simbólico, como mínimo, de la debacle actual.

Solo algo supera vivir dentro de un hotel en plena vorágine turística: vivir dentro de un hotel cerrado. El 'caso Papell'

Todo buen paseo por Barcelona que se pretenda descorazonador (por si gustan) debería incluir, como mínimo, el Born, el Gòtic, una buena porción del Eixample, pero no, por ejemplo, el Raval, ecosistema único e imprevisible. La Boqueria está irreconocible, cierto, pero el resto del Raval sigue con su vieja normalidad, su variopinto comercio, su inextinguible mercado de droga y sexo y su tránsito de cinéfilos a la Filmoteca, abierta pese a todo, lo cual merece un aplauso, porque colocarla ahí fue todo un Fitzcarraldo.

En otros barrios de la ciudad, aunque algo adormecida por el periodo vacacional, la vida sigue. A Francesc Muñoz, geógrafo de cabecera de esta sección, ‘barceloneando’, lo que esto le sugiere, así, a bote pronto, es que Barcelona ha batido la plusmarca mundial de ‘ciudad dónut’, un concepto urbanístico alumbrado en Estados Unidos en los años 60 para lo que en un primer momento sucedió en Houston.

En aquella década, las autoridades de la ciudad texana construyeron la llamada Loop 610, una ronda de circunvalación de la ciudad que tuvo un inesperado efecto urbanístico. El ingrato centro urbano se despobló de clases pudientes que buscaron las ventajas de ese anillo viario que ofrecía mejores comunicaciones y hogares más espaciosos. Las ciudades dónut son eso, círculos tiernos para vivir alrededor de un gran agujero falto de interés. Barcelona ha recorrido ese camino en un pispás.

El Nueva York de Iggy Pop

Se han puesto de moda estas últimas semanas las crónicas periodísticas que aseguran que el corazón de Manhattan está irreconocible, que el teletrabajo desde los Hamptons es el principio del fin de Nueva York tal y como lo conocemos. Bueno, está por ver. También a principios de los años 70 parecía que aquella Babilonia norteamericana no tenía solución. Iggy Pop, menudo personaje, cuenta en una serie documental sobre el punk, visionable por cierto en Movistar, cómo era entonces aquella ciudad: “Si te sentabas 15 minutos en un banco, te ofrecían droga o sexo…, o ambas cosas”. Nueva York, sin embargo, se salvó entonces del 'efecto dónut' y probablemente, a saber cómo, lo hará de nuevo. La cuestión es trasladar esa ecuación a Barcelona, a una ciudad en la que en su centro por excelencia, el Gòtic, hay más camas turísticas que residenciales, lo cual se dice pronto pero quita el hipo. ¿Cómo se revierte esa anomalía?

Maria Rubert, urbanista, no cree posible (perdón por la expresión) la 'donutización' de Barcelona, pero sí que reconoce como muy sugerente esa comparativa con Detroit y, de hecho, con cualquier ciudad patológicamente especializada, como las ciudades fronterizas antes y después de la supresión de fronteras en la Unión Europea, o desgajadas de su historia, como Trieste, que en su día fue el más noble puerto del Imperio Austrohúngaro y que hace pocos años, según una encuesta, una gran parte de los italianos no sabía que era una ciudad de su país.

Uno de cada cuatro barceloneses ha nacido en el extranjero y buena parte de ellos vino a la ciudad por un negocio ahora incierto

Rubert no cree que Barcelona, como Detroit, vaya a perder población, pero aunque sea dicho solo con ‘esprit de chicane’, he aquí un dato incontestable. Barcelona se mueve desde los años 60 en una estrecha horquilla demográfica, alrededor de los 1,5 millones de habitantes, una gráfica engañosa, pues parece sugerir una aparente placidez censal. No es así, Barcelona ha sido escenario de un colosal movimiento migratorio en los últimos 20 años, de entrada y salida, que casualmente ha ofrecido finalmente un balance cero. La población es numéricamente la misma, pero no es la misma. Según el último padrón, uno de cada cuatro barceloneses ha nacido en el extranjero. Hay de todo en ese porcentaje de todo, pero el peso de la migración motivada por la oferta laboral turística de la ciudad manda sin lugar a dudas sobre los demás.

Lo dicho, ese apunte era solo por enredar. Lo que Rubert realmente teme es que el verdadero centro, para ella el Eixample, pierda musculatura en sus plantas bajas, las comerciales. La mayor parte de ese distrito parece estos días el de hace 30 o 40 años, cuando agosto era vacacional y era difícil hasta comprar el pan. La diferencia es que ahora el cerrado no es en muchos casos por vacaciones, sino porque no salen las cuentas. A esta ciudad la ha definido estos últimos años, muy a menudo para mal, el precio de sus alquileres. Ahora pude ser peor.

Pues nada. Primero, bienvenidos a casa todos aquellos que estén a punto de regresar. Hagan caso a Dante y abandonen toda esperanza al entrar. Por si acaso. Y, segundo, una curiosidad final. Si realizan ese paseo por el centro para conocer de primera mano la desolación, repararán, seguro, en algo bien extraño. Las tiendas de souvenirs están prácticamente todas abiertas. Son la orquesta del ‘Titanic’.