RETRATOS DE LA CIUDAD BAJO LA PANDEMIA

El espejismo del parque Güell

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jmdiaz54447282 barcelona 11 08 2020 barcelona retrato del parc g ell200812103514 / JORDI COTRINA

Helena López

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Son ya casi las 10 de la mañana de un 11 de agosto y la majestuosa plaza de la Natura -seguramente la plaza de tierra más amplia de la ciudad- es un erial. El estridente graznido de las cotorras es en el verano de la pandemia la banda sonora de uno de los parques más visitados del continente, en el que escenas que hace solo unos meses se considerarían imposibles son hoy el pan de cada día. "'Mira, mare, hi fa un niu'", dice una niña entretenida con la cabeza hacia arriba, mirando una de las palmeras del paseo de la entrada por la avenida del Santuari de Sant Josep de la Muntanya, en el que una trabajadora mira el reloj de forma reiterada. El catalán es extrañamente este martes por la mañana uno de los idiomas más escuchados en el<strong> vergel de Gaudí</strong> y a la trabajadora, normal, no le pasan las horas. Es joven, es agosto y el sol aprieta. "Con lo que era esto, que no podíamos para ni un minuto, y ahora, mira... Es que no entra nadie. No pasan las horas", explica la joven del polo azul, el color del uniforme del personal del parque, el que predomina en el espacio, otrora tomado por los turistas.

La flexibilidad de las hasta hace unos meses restrictivas condiciones de acceso a la zona monumental (se puede entrar sin pagar entrada y sin reservar hora simplemente mostrando el carnet de la biblioteca) ha ayudado a incrementar el número de autóctonos que visitan el lugar, que ha vuelto al imaginario de las familias catalanas como un lugar recomendable al que ir (idea prácticamente de bombero en la Barcelona precovid). "Y, si vemos que pasa alguien haciendo deporte, que está claro que no se va a quedar, tampoco le paramos, la nueva orden es poner las cosas fáciles", prosigue la chica de la entrada. Pese a ese poner las cosas fáciles, el parque está irreconocible, con una soledad que asusta.  

"Endavant, siusplau"

Bajando hacia el pórtico de la lavandera -las icónicas columnas de piedra inclinadas- un chico y una chica con aspecto de milenials barceloneses bromean sobre el exquisito trato recibido hace apenas unos minutos en la entrada del recinto. El chaval rememora la escena en una mezcla de sorna y pavoneo -"'Perdona, m'han dit que amb el carnet de la biblioteca podem passar?'" "'Sí, sí, endavant, siusplau'"-,  en una suerte de 'remake' de los lentos paseos por el parque Güell del Pijoaparte y Teresa en tiempos de Tinder (en un escenario seguramente tan vacío como en aquellos años 60).  

"Jugar con mi hijo de dos años en la escalinata del dragón me emocionó; recordé cuando era niño y usábamos el parque como una extensión del patio"

Aidà Almirall

— Vecino del lugar

A las 9.30 horas, primera hora del horario abierto al público en general -para los vecinos las puertas abren a las seis de la mañana-, por los característicos caminos de tierra flanqueados por palmeras que cruzan el parque no se escuchan más que las insistentes cotorras, que rompen un silencio que impresiona. Que los pocos paseantes por el lugar vayan protegidos con mascarillas quirúrgicas a estas alturas ya es una habitual imagen distópica. Ambiente fantasmagórico en el que es fácil imaginar que de un momento a otro la barba del propio Gaudí asomará tras una de las imponentes columnas blancas de la solemne sala Hipòstila, bajo la gran plaza. Sala custodiada por otros dos jóvenes con polos azules que confirman que no, no es que hoy sea un día flojo, es que este verano cada día es así. "Se anima un poco a partir de las siete de la tarde, cuando la gente sale de trabajar". El parque Güell, un lugar en el que coger aire al salir del trabajo, maravillas que solo pueden imaginarse en la ciudad amenazada por un virus letal (alguna cosa buena tenía que tener).

Según cifras municipales, mientras entre el 1 y el 11 de agosto del 2019 visitaron el parque 114.505 personas, en las mismas fechas de este año han sido 28.333.

La miel en los labios

Los vecinos del lugar ratifican lo apuntado por los chavales de azul. "Nos han puesto la miel en los labios y ahora estamos todos muy contentos, pero conscientes de que se trata de un espejismo, de algo pasajero. La frase más repetida es 'aprovechemos, aprovechemos'", cuenta Aidà Almirall, quien, pese a tener derecho por padrón, jamás se hizo el carnet de vecindad para entrar al parque antes de la pandemia. Siempre había colas y el ambiente en el parque en la Barcelona en la cresta de la ola turística no le invitaba precisamente a entrar. Sí lo hizo cuando, en la última fase de la desescalada, reabrieron el espacio.

"Jugar con mi hijo de dos años en la escalinata del dragón me emocionó. Recordé cuando era niño y usábamos el parque como una extensión del patio del colegio, y rodábamos por aquí en bicicleta...", recuerda Almirall. "Hacía años que aquí no se respiraba ese ambiente de vecindad, de cruzarse con un vecino por las escalinatas y saludarle", prosigue este vecino, a quien no pocas veces la Guardia Urbana ha llamado la atención por cruzar parte del parque en bicicleta, el camino natural para ir a llevar a su hijo mayor a la guardería.      

Los empleados de Barna Porters, también con polos azules con una gran BP a la espalda, vigilantes de seguridad del parque, también le han llamado la atención estos días por jugar con su hijo de dos años -dos-  a pasar la pelota entre las columnas. "Todos estamos por proteger el patrimonio, pero habría que revisar la lógica de control del parque, ya que se dan situaciones un poco surrealistas", reflexiona este hombre, quien no entiende que haya tantísimo personal dedicado a la zona monumental, mientras todavía hay zonas forestales del parque "absolutamente olvidadas". 

Doce del mediodía del mismo 11 de agosto. El sol es ya abrasador. Un grupo de jóvenes turistas franceses toman fotos del 'skyline' de la ciudad desde uno de los bancos de 'trencadís', sin ser del todo conscientes del lujo que están viviendo, mientras tres niñas llevan más de diez minutos sentadas frente al Dragón (frente, nunca encima, los chicos de azul jamás lo permitirían). Son hermanas. Una de ellas luce una gorra coronada por un gorrocóptero. Charlan aprovechando la pequeña sombra sin prisas, sin miradas amenazantes de turistas haciendo cola para tomarse una foto. Quien sí hace fotos es el padre de las pequeñas, retratando una escena que evoca a los años en los que la ciudad era un lugar más vivible.