BARCELONEANDO

El Edward Hopper de Barcelona

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Carlos Márquez Daniel

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La noche era su hábitat en una Barcelona gamberra e inconformista, en la década de los 70 y los 80. Aquel momento de su vida coincidió con su etapa de pintura realista de tipo urbano, y ese maridaje dio como resultado unos excepcionales cuadros que hoy son testimonio de una ciudad casi extintaJosé María González Spinola. No les sonará, pero es nuestro Edward Hopper.

Esta historia nace en Twitter. Eva, sobrina del pintor, compartió algunas obras de su tío en la red social. La reacción fue unánime: menuda maravilla. Tuvo a bien facilitar el contacto del artista y este es el resultado de una larga charla telefónica entre Barcelona y Sevilla, donde reside, feliz y retirado; contento de poder recordar los que quizás fueron los años más profundos de su vida. "En aquella época era la mejor ciudad de Europa. La sentía muy mía. La luz, el ambiente canalla pero a la vez muy estético. La libertad de la Rambla, las noches sentados en una silla al aire libre. Y las discotecas, la etapa de la calle Tuset". Vivió primero en un mediopiso de la Barceloneta, "un barrio lleno de pescadores, de gente muy auténtica, obrera". Luego se marchó a la plaza de Sant Pere, encima del Born; siempre por debajo de plaza de Catalunya, una frontera que ahora se da cuenta que apenas cruzó en casi dos décadas.

Solía pasear por el Born, Santa Caterina, la Ribera. Cruzaba la Rambla para adentrarse en el barrio chino. Pero también andaba hacia el otro lado, allende las murallas no visibles pero sí psicológicas que dibujaba la zona industrial de lo que después sería la Vila Olímpica. "Iba mucho hacia la parte de la costa del Besòs. Me gustaba porque de pronto se te aparecían pequeños poblados andaluces. El barraquismo, los espumarajos amarillos que bajaban por el río, gente rara en general. Esa cosa industrial del Esanche que no se llegó a levantar". 

Soltura; libertad

Nacido en 1944 en Puebla de la Calzada (Badajoz), se marchó a Madrid para estudiar Bellas Artes, vocación que terminó en la escuela San Jorge de Barcelona, en la Llotja. "Venía de una capital inhóspita, sin ambiente, y me planté en una Barcelona en ebullición, abierta, cosmopolita". Llegó impregnado del realismo que le había contagiado su profesor, Antonio López, uno de los mayores exponentes de la fotografía pincelada. "Practicarlo en Madrid era un poco deprimente, pero todo cambió al llegar a Catalunya. Sobre todo por la luz, incluso de noche. Sobre todo de noche". El sentimiento de soltura, además, tenía un aroma doble por su condición de homosexual. "Ser gay en Barcelona te daba alas; el ambiente de libertad era increíble, eso no lo había vivido antes". 

Quedó prendado de elementos tan triviales como un ascensor. Le encantaban los del Eixample, que retrató con fruición aprovechando esa luz tenue de los vestíbulos de la extensa hacienda de Ildefons Cerdà. También gasolineras, la discoteca Jazz Colón, en la parte baja de la Rambla; o cabinas de teléfono, la sala Zeleste y "los barrios que se diluían en la nada industrial". O el bar Gimlet, donde pasaría noches en vela con sus nuevas amistades, Mariscal, Nazario, Barceló... "Era una época de salir cada noche, de experimentar con algunas drogas, cosa que en mi caso pasó rápido porque tuve alguna mala experiencia. El ácido, todo de colorines, te quedabas muy cansado y lo dejé enseguida". Otros menos afortunados optaron por la heroína, en una década, la de los 80, en la que lo más 'underground' y moderno convivía con los yonquis, que eran el último eslabón social y sanitario de la ciudad pero tuvieron la fortuna de que el ayuntamiento les buscó lugares seguros para pincharse, les proporcionó jeringuillas de un solo uso y se trajo de Amsterdam la hoy tan familiar metadona

Entre esas décadas pasó dos años en Suramérica, viajando por Colombia, Bolivia, Perú y Ecuador. Volvió a Catalunya y notó que las cosas eran distintas. "Quizás eran manías mías, que me estaba haciendo mayor, pero tengo la sensación de que cuando empezó a gobernar Pujol, la ciudad fue perdiendo poco a poco su esencia". Lo notaba todo más rancio, pero fue tirando. Durante el día daba clases, primero en un cole privado de Olesa de Montserrat y luego en un instituto en el centro de la gran ciudad. "Vivir aquí era muy barato. Solo dabla clases dos o tres días a la semana, pero me daba para vivir. Lo complementaba con algunos cuadros que iba vendiendo en exposiciones colectivas. El resto del día lo pasaba por la calle pintando disfrutando de la vida bohemia". 

Con el paso de los años, a finales de los 80, la sensación de forastero fue creciendo. Lo achaca al clima político, porque nunca antes como entonces le habían recriminado su lugar de origen. Aunque quizás también tuvo algo que ver una cierta crisis pictórica. Cada vez usaba pinceles más pequeños, destinados a reproducir el más mínimo detalle que requería el realismo. "Me cansé, empezó a parecerme repetitivo". También sus amigos formaban familias, algunos garitos cerraban. Todo, en una Barcelona que desde la nominación olímpica de 1986 se esforzó en barrer todo lo que pudiera parecer basura a ojos de la política, aunque fuera algo tan barcelonés como los chiringuitos de la playa, las barracas o las industrias del Poblenou. Finalmente, justo antes de los Juegos del 92, se marchó a Madrid. 

La gris Madrid

En la capital coincidió con la etapa de Álvarez del Manzano en la alcaldía. Y claro, empezó a echar de menos Barcelona. "Estaba todo carísimo, incluso un lápiz. La mitad de lo que ganaba dando clases ya se me marchaba para pagar el alquiler. Aquella debía ser mi ciudad natural, por eso que dicen que es un pueblo grande y que nadie es realmente de Madrid. Pero no, me encontré un ambiente hostil. Fue todo muy difícil. Todo muy disperso, lejano. Barcelona, en cambio, es como una enorme liana en la que todo está conectado". En esa ciudad colosal, sin embargo, encontró algo que lo magnetizó hasta la jubilación: el Museo del Prado. Iba todas las semanas. "Era gratis para los profesores hasta que Carmen Calvo no los quitó", se queja. Se convirtió en un apasionado del siglo XVII y empezó a viajar a Italia, sobre todo a Nápoles, una de sus ciudades fetiche. 

Pasados los años, decidió buscar una ciudad de tamaño medio en la que pudiera permitirse comprar un piso. Sevilla. Ahora no lo cambia por nada. Puede que la luz tenga mucho que ver. No ha dejado de visitar a sus amigos en Barcelona, donde apenas reconoce la ciudad inconformista. No solo por el turismo, también por los propios barceloneses, un poco más pijos que antes, dice. Pero a pesar de la modernidad y de que hayan pasado 40 años, todavía distingue "reductos reconocibles de la bohemia". "Sin duda, el Raval. Un día paseando me encontré con travestis, ambiente canalla, mujeronas. Barcelona todavía existe y tienen que cuidarla". 

José María acata la inevitable comparación con Edward Hopper, a pesar de que no está entre sus favoritos. Él es más de Velázquez, Ribera, Manet, Auerbach, Freud o Bacon. Todo son etapas. La suya de realismo fotográfico la pasó en Barcelona. En su taller de Sevilla tiene colgados varios de esos cuadros. Durante la charla telefónica los observa y guarda varios silencios. Y en ese momento, el realismo se convierte en recuerdo.