ABIERTO EN VACACIONES

Passeig de Gràcia: el corredor de la muerte

Un aparcamiento subterráneo explica la enorme longitud (260 metros) del transbordo que une la L-2, La L-3 y la L-4

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Bernat Gasulla

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El único impedimento para saltarse el transbordo de las líneas 3 y 2/4 del metro de Barcelona es que, por mucha T-Usual o T-casual que el pasajero lleve encima, salir a la calle y volver a entrar le cuesta un billete extra. Es una condena. Es inevitable. El viajero urbano que tenga que ir de la línea verde a la lila o la amarilla, o viceversa, se ha de comer esos 260 metros dignos del 'travelling' del niño en triciclo de 'El resplandor'.

El (¿largo?, no, lo siguiente) pasillo que une las cuatro  estaciones de Passeig de Gràcia (incluida la de Rodalies), un genuino 'corredor de la muerte' del usuario del metro,  es demasiado diabólico como para ser resultado de la maldad humana o de una inteligencia superior volcada en la tortura del ciudadano. Como no podía ser de otra manera, tiene más de chapuza y de descoordinación que de maldad suprema. 

En 1967, unos dos años antes de que se proyectara la estación de Passeig  de Gràcia de la L-4, se construyó un aparcamiento subterráneo de SABA, que se convirtió en una barrera infranqueable que impidió que el enlace entre la línea amarilla y la verde discurriera por el camino más corto. El corredor tuvo que proyectarse en paralelo al párking (con el que comparte las vigas del techo y una de sus paredes) y conectar los extremos más lejanos de ambas estaciones.

El resultado, 260 metros de pasillo opresor, inacabable, de techos bajos y, a partir de primavera hasta bien entrado el otoño, temperaturas insoportables. Una experiencia que el visitante de Barcelona que se mueva en metro no podrá olvidar, aunque la intente evitar. Pero si el viajero tiene suerte, desfilará por el pasillo convertido en una galería de pinturas, fotografías o valientes campañas de publicidad. Un alivio estético del infernal corredor.

Y para quien quiera enlazar con la Renfe para subirse a un tren de Rodalies o de algunos regionales, la estación ferroviaria es el remate final. El viajero, esta vez cargado a menudo de su correspondiente equipaje para ir al aeropuerto, la playa o la montaña, se encuentra con un larguísimo andén con algo que alguien osó denominar asientos. Un horno subterráneo con dos meras barras para reposar el trasero. Un digno final del corredor de la muerte de Passeig de Gràcia.

Más transbordos infernales

Hay más transbordos infernales, pero, francamente, no le llegan a la suela del zapato. El de Plaça de Sants (entre las líneas 1 y 5), muy largo también, al menos ofrece el consuelo del cambio de dirección y de altura. Ligeros rompepiernas que al menos engañan al viajero, que no cae en la hipnótica obsesión de su hermano de paseo de Gràcia. Sants Estació (L-3, L-5 y Renfe) es como intentar subir Montjuïc corriendo: crees que estás en la cima, pero, taimado, siempre te espera un repechón más. Agotador.

Exigir que los transbordos del transporte público subterráneo sean como los de Paral·lel (L-3 y L-2, casi como teletransportarse con la máquina de 'Star Trek'), Gorg (L-2, L-10 y Trambesòs) o Trinitat Nova (L-3, L-4 y L-11) sería pedir demasiado. Planificación, coordinación y respeto al usuario. La repanocha, vamos. 

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