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Can Soteras dice adiós a paso de caracol

La ley Borrell de arrendamientos urbanos se zampa otro histórico comercio de la ciudad, este, de 105 años de edad

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Carles Cols

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La expectación por el futuro de Can Soteras, Diagonal con Sant Joan, una esquina desde la que se puede contar buena parte de la historia del siglo XX barcelonés, va por barrios. Los fieles de la ‘cuina barcelonina’ están entre asombrados e inquietos tras ver que parte del mobiliario y el menaje de este establecimiento con 105 años de vida está a la venta estos días en ‘wallapop’. Parece un adiós. En cambio, los caracoles, para los que este local es un altar sacrificial como las pirámides mayas lo eran para sus civilizaciones vecinas, están temblorosos, es natural, por si reabre. Gastrónomos contra gasterópodos. Menudo duelo.

Si cierra Can Soteras se que da sin barca el Arca de Noé, aplauden los caracoles y pone fin a su historia la BBC de Barcelona

De momento, parece, la balanza se inclina a favor de los intereses de los segundos, que confían en que Can Soteras sirviera antes de la pandemia a los últimos de sus congéneres, ya fuera ‘a la llauna’ o a la pimienta. Pobrecitos. Hablamos con Santi Soteras, nieto del fundador del restaurante, y resulta que al final lo menos interesante de la conversación es si en septiembre reabrirá sus puertas este establecimiento, aunque sea solo con medio local, o al menos lo es al lado de todo lo demás que explica: los orígenes del ‘invento’, la singular colectivización del negocio durante la guerra civil, la fiambrera que de allí se llevo para el exilio el último gobierno de la Generalitat, la biblioteca al aire libre de Sant Joan que siempre tenían a mano los comensales con solo cruzar la calle y alimentar así, tras la panza, el espíritu, y, puestos a barrer para casa, hasta el grano de arena que este diario puso en su día en el menú de la casa.

Can Soteras era (es aún) para muchos la BBC de Barcelona, bodas, banquetes y comuniones, y en parte es cierto, pues basta tener más de medio siglo de edad para que la probabilidad de haber estado en el restaurante en alguna ocasión por una de esas tres razones sea como lanzar una moneda al aire, cincuenta por ciento.

Francachelas muy animales

Es, para unos, la BBC, y para otros, el mismísimo monte Ararat, pues allí, si se acepta como auténtica la leyenda bíblica, quedó varada la colosal nave que salvó del diluvio universal la biodiversidad de la Tierra. Can Soteras es el lugar de reunión de la asociación cultural Arca de Noé, entidad esencialmente lúdica inventada en 1927 por Santiago Rusiñol y Joaquim Ciervo para que quienes tienen por apellido el nombre de un animal puedan periódicamente hacer el ídem.

Y también es, desde hace casi 40 años, el punto de encuentro de los ‘gasterófagos’, que tal vez será como se llaman los devoradores de caracoles, y todo eso por un casual. Fue un periodista de este diario, Joan Poch Soler, cronista social, una especialidad casi extinta al menos como él la practicaba, quien una día que, de forma excepcional, en los fogones se cocinaban caracoles, escribió que aquello era la semana que Barcelona dedicaba a esta especialidad. Poch Soler tenía una pegada periodística envidiable. Fue publicar su crónica y comenzó a sonar el teléfono en el restaurante. Los clientes querían más. Aquello fue, parece, como cuando el crítico Anton Ego prueba la variante de ratatouille en el restaurante Gusteau’s, una epifanía culinaria.

El edificio es de 1931, pero el restaurante estaba ahí desde 1915, cuando paraban a reponer fuerzas los 'traginers'

Entre los del Arca de Noé, los del caracol, los de la BBC y los que cada martes, como si fuera Navidad, iban a por su plato de ‘escudella i carn d’olla’ queda bien subrayado que Can Soteras ha sido durante décadas un icono barcelonés y lugar en el que los comensales podían tener en la mesa de al lado algún que otro famoso, local o internacional. Y todo eso está a punto de irse al traste por lo de siempre desde hace un lustro, por la ley de arrendamiento urbanos del 2014, que incomprensiblemente, en un país muy dado a ponerle apellidos a las leyes más controvertidas (ley Boyer, ley Corcuera, ley Wert, ley Aragonès…), esta, a pesar de su cataclísmico impacto, ha mantenido en el anonimato a su autor, Josep Borrell.

Pues eso, que la ley Borrell puede que esté a punto de cobrarse una nueva víctima en Barcelona. Explica Santi Soteras, con bastante pena, que tiene en casa un libro sobre los restaurantes de Barcelona y que si hubiera arrancado la página correspondiente cada vez que cerraba uno, le quedarían las tapas y poco más.

Una ciudad al mejor postor

Aquella ley limitaba las transmisiones de los contratos de alquiler. El original de Can Soteras lo firmó el abuelo Jaume en 1931 y luego lo heredó su hijo. Punto final legalmente. Así se ha escrito, en gran parte, la tragedia comercial de estos últimos años en Barcelona. La ley Borrell ha propiciado que la personalidad de la ciudad, si es que en parte la definen sus tiendas, se haya subastado al mejor postor, que cuando no es Inditex es una multinacional de la comida rápida y de los sueldos baratos.

Es una lástima, porque Can Soteras, en realidad, es bastante anterior a ese 1931. Es un restaurante más que centenario. Ese, 1931, fue el año en que se construyó el edificio actual de esa esquina, pero el negocio estaba ahí desde mucho antes. Nació en 1915, porque al lado había una fuente de agua fresca, que Jaume Soteras, con gran inteligencia, intuyó que era un estupendo lugar para servir comidas. Abría a las seis de la mañana. Por ahí pasaban los transportes de producto fresco procedente de los huertos del Besòs con destino al mercado del Born y los ‘traginers’ (intraducible fielmente en castellano) paraban a reponer fuerzas. En ocasiones, parte de la comida se pagaba en especias. La cocina estaba siempre bien surtida de producto fresco.

Aquella esquina del Eixample era entonces un erial. No estaba, por supuesto, el búho que desde la esquina contraria ve pasar la vida. El edificio es posterior, de los años 40, y el ave rapaz, de los 60. Tampoco estaba esa rareza que hizo furor en medio mundo durante el primer tercio del siglo XX, las bibliotecas al aire libre. La de Sant Joan, con sus urnas de madera y cristal para guardar los libros en plena calle, se puso en servicio en 1930. Era un plan perfecto: comida, café y, luego, lectura a la sombra de un plátano.

Durante la guerra civil, los empleados pasaron a ser los dueños y los dueños, los empleados. Puro neorrealismo barcelonés

Qué tiempos y qué historias, como para que ahora una ley de consecuencias nefastas ponga fin, así, en un pispás, a un negocio que consiguió incluso sobreponerse a la guerra civil, que en esa esquina fue poco menos que de cine neorrealista italiano. La dueña del edificio, abuela de una de las herederas a las que ahora le parece  poco el alquiler que cobra, salvó la vida escondida en un montacargas porque los Soteras la avisaron de que venían a por ella. El propio Jaume Soteras pasó por una checa, delatado por sindicalista al que había prestado dinero y que, para zanjar su deuda, le acusó de ser devotamemente cristiano. Le sacó de esa cárcel política, de la que no todos salían vivos, un cliente que semanas atrás se había quedado sin trabajo y que en Can Soteras siempre tuvo un plato mientras durara ese trance laboral.

Pero la más curiosa aventura de aquellos años de la guerra es que Can Soteras fue colectivizado, pero los dueños, a diferencia de lo que ocurrió en otros negocios, no huyeron. Simplemente, los trabajadores pasaron a ser los gestores del establecimiento y los Soteras eran los empleados. Aquello terminó como ya se sabe, con media Barcelona camino del exilio, y entre ella, los últimas autoridades republicanas, que antes de partir, al menos algunas de ellas, pasaron por Can Soteras y se llevaron unos guisos para el viaje. Tras eso, los Soteras volvieron a ser los dueños y los trabajadores, sin rencores ni miedos, volvieron a su antiguo empleo.

Santi Soteras le gustaría conservar al menos una porción del restaurante y reabrir en septiembre. Más por nostalgia que por hacer caja. Su padre, que está hecho un roble a los 102 años, vive aún en un piso encima del restaurante. Si lo hace, salvará una carta que, a su manera, es un yacimiento de la historia de Barcelona. Cada línea es un estrato. Los caracoles están por Poch Soler y el rabo de toro porque con la inmigración les llegó un cocinero sevillano. Y si no lo hace, ya saben, la culpa es de la ley Borrell.