BARCELONEANDO

Y volvió a ser domingo

El Mercat Dominical de Sant Antoni reabre con ilusión pero con menos de un tercio de su afluencia habitual

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Olga Merino

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Salí de casa silbando, como Caperucita Roja (o más bien su tía), con el cestillo vacío de confituras y miel pero ansiosa por llenar el hueco con algún hallazgo libresco en Sant Antoni. ¡Reabrían, sí! El primer domingo de relativa normalidad tras la plaga bíblica que se echó encima el 14 de marzo. Dieciséis semanas sin libros de lance, tres meses y pico privados del placer de rebuscar entre pilas de volúmenes, castigados sin el prescriptivo vermut dominical tras la batida. Tralalí, tralalá, con el canasto y la mascarilla quirúrgica (la FFP2 no hay quien la soporte con esta calorina). ¿Habrían sobrevivido los comerciantes al enésimo naufragio?

Pues, sí. Las han pasado canutas durante el confinamiento pero ahí estaban, al pie del cañón, guardianes de un hábito que formaparte del ADN cultural barcelonés al menos desde 1936, aunque los orígenes de la feria se remontan a finales del siglo XIX. Bien mirado, el Mercat Dominical del Llibre de Sant Antoni viene a ser en la ciudad una especie de colmillo de mamut sepultado en la última capa de permafrost, una rara perla negra, un atolón coralino frente a los embates del oleaje gentrificador, que encarece los alquileres y reviste el mundo de una pátina artificial y unificadora. Son los últimos apaches. Son como aquellos resistentes que memorizaban un libro de cabo a rabo para salvarlo del olvido o la quema.

Sovietización

Filas de personas aguardaban pacientes para acceder a cada marquesina, pero no nos engañemos: no se debía a la afluencia masiva de lectores, sino a los protocolos del covid, que ha impuesto costumbres soviéticas (la cola) y británicas (el distanciamiento social). Vigilantes pertrechados con ‘walkie-talkies’ echaban un chorrito de gel desinfectante, chis chis, a la entrada y la salida de cada tramo, perfectamente delimitado. Otra de las consecuencias de la pandemia: las manos, ásperas como las de un encofrador, no por el cemento, sino de tanto alcohol. ¿Cuánta gente acudió? A falta todavía de una valoración conjunta y reposada, Fuensanta García, la jefa Cochise de los vendedores, la presidenta de la asociación de ‘paradistas’, calcula a ojímetro que, si en un domingo flojo la concurrencia aproximada es de unos 3.000 visitantes, ayer no llegó a congregarseni un tercio. O sea, un millar a lo sumo. El aforo máximo de cada alero es de 50 personas.

El mogollón es consustancial al mercadillo. Los achuchones, el pisotón, la algarabía humana, “¡niñas, que me las quitan de las manos!”, y si bien el orden cartesiano desvirtúa su esencia, no es menos cierto que los libros se hojean/ojean mucho mejor sin las avalanchas que te arrastran en volandas. Permitan una sugerencia para próximos domingos: por favor, enrollen las lonas laterales de los pasillos. Que corra el aire.

La jornada de este domingo fue de los clientes de toda la vida. Los abueletes del barrio escogieron la primera hora de la mañana; cuarentones y cincuentones comenzaron a asomar a eso del mediodía, a la hora del vermut en los abrevaderos aledaños, pero niños y familias, con sus rituales de intercambio de cromos, se vieron bien pocos. ¿Estarían en la playa?

Aunque no se aglutinó una muchedumbre como para tirar cohetes, los vendedores estaban satisfechos de que la rueda vuelva a girar. Han sido muchos descalabros en los últimos tiempos. Si en 2008, justo cuando comenzó el ‘ladrillazo’, había 250 puestos, la cifra fue disminuyendo hasta los 105 en 2011, el año en que empezaron las reformas del mercado modernista y que obligaron a su traslado temporal a las carpas de la calle Urgell. Ahora ya solo quedan 74 mohicanos, a los que solo faltó el mazazo del virus. “El 80% de los comerciantes de Sant Antoni vive de lo que sacan los domingos, y no todos tienen la posibilidad de proseguir con las ventas por internet”, dice Fuensanta García. La reapertura ha supuesto un balón de oxígeno. Confían en que el Ayuntamiento mantenga la suspensión del canon y las tasas de los meses inoperativos.

De memoria

Ilaria Sansotti, dueña del puesto número 40, La Dolce Vita, en el tramo de Borrell, es una de las ‘paradistas’ que ha tenido que acogerse a las ayudas del Gobierno para poder subsistir en estos tres meses y pico de confinamiento, mano sobre mano, sin ganar un euro. Ilaria preparó ayer una buena colección de libros de viajes para compensar por los meses de encierro. ¿Qué título sería capaz de aprenderse de memoria? Pues precisamente ‘Farenheit 451’, la distopía de Ray Bradbury donde está prohibido leer. Aquellos loquitos subversivos y memoriosos confiaban en que, tras la explosión atómica, emergiera una nueva sociedad basada en la confianza y el conocimiento. ¿Nos hará mejores la pandemia de coronavirus? Ay, ay. 

Justo en la ‘parada’ de enfrente, el librero Pablo Fernández Sopuertajuraba entre risas que memorizaría a Proust, la ‘recherche’ enterita, contra el fuego. Joan Mateu, el alma de La Paradeta Romántica, apostaba por algo más cañero: ‘Exhibición impúdica’, una sátira de Tom Sharpe. A ritmo lento, pero con alegría por el reencuentro, las señoras acudían a buscar sus novelitas —con títulos tan sugerentes como ‘Esclava del deseo’, de Johana Lindsey— y los caballeros a por sus historias del oeste, que ya son muchos meses de abstinencia incluso para los tipos duros al oeste de Río Bravo... ‘E la nave va’. Por fin.