ÉRASE UNA VEZ EN EL BARRIO... (25)

Esperança y las gallinas

Los animales y el huerto del Institut Escola Antaviana, en Roquetes, han sobrevivido al largo confinamiento gracias al trabajo voluntario de una vecina que ha bajado todos los días a cuidarlos

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Helena López

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Su madre fue una de las fundadoras, hace ahora 50 años, de la pionera Asociación de Vecinos de 9 Barrios; y ella, algunos años después, participó en la creación del centro social de Vallbona, barrio en el que creció y vivió hasta que se mudó a Roquetes en 1980, donde reside desde entonces, en uno de los bloques frente al Institut Escola Antaviana, escenario de esta historia.

Son las diez de la mañana de un soleado lunes de desescalada, el último del estado de alarma, y Esperança y su marido ya hace rato que trabajan en el huerto, a escasos metros de su casa. La mujer conoce a la perfección a cada una de las gallinas del corral a las que no ha dejado de mimar ni un solo día durante el largo confinamiento. Ni a las gallinas, ni a los patos, ni a las decenas de plantas, hortalizas y árboles del huerto del colegio, que cuida como si fuera suyo. Un poco lo es.

Pese a que Esperança no tiene hijos ni nietos que estudien en el centro, su vinculación con el colegio es estrecha por una relación de vecindad. "Tengo las llaves y ya cuidaba de los animales los fines de semana, así que cuando tuvieron que cerrar de un día para otro por la pandemia le dije a Francesc que no se preocupara, que yo me encargaba de todo hasta que pudieran volver", explica la mujer mientras espera a que las gallinas se terminen el maíz. No se aleja hasta que acaban de comer para asegurarse que lo hacen, manteniendo a las palomas a raya. "Si me voy, les quitan la comida", señala.

El orgullo de Roquetes

El Francesc al que se refiere Esperança es el entusiasta director del instituto-escuela,  quien no le puede estar más agradecido. "Si no hubiera sido por ella no solo se habría echado a perder la cosecha, sembrada por los niños con cariño durante el curso, si no que esto sería una selva y mira cómo está", apunta el docente mostrando un huerto esplendoroso y cuidadísimo. 

Este espacio verde, de tierra, flores y hierba, es una de las joyas de la corona del Antaviana; igual que esa solidaridad y red vecinal que ha hecho posible que el proyecto en el que llevan tantos años trabajando no solo no muera, sino esté más bonito que nunca, lo es del empinado barrio Roquetes. Mientras Esperança y Francesc hablan, Isabel sonríe y coge un ramillete de plantas aromáticas. La sonrisa la dibujan sus ojos, no su boca, cubierta por la mascarilla. 

Isabel es vecina del barrio, histórica profesora del centro y otra muestra de esa tejido social que es el orgullo de Roquetes. Pese a que lleva ocho años jubilada, sigue muy vinculada a los alumnos, al centro y al huerto. 

Con los chicos de tercero lleva un proyecto con las olivas. Les enseña a macerarlas con plantas aromáticas (muchas de ellas del propio huerto) y después, claro, se las comen. Hace también de asesora de mermeladas y "lo que haga falta". "Me llaman cuando necesitan algo. Isabel, acompáñanos que vamos a subir con los chicos de excursión al castillo de Torre Baró, y yo vengo encantada, y aprovechamos el camino para explicarles a los chicos las plantas aromáticas que nos vamos encontrando", explica la entregada maestra, gran conocedora de la tierra, del campo y de la sierra de Collserola (hace 18 años que tiene huerto en Can Masdeu). 

Francesc explica que el terreno que hoy ocupa el huerto, en uno de los extremos del centro, pegado a las carpas de circo del Ateneu, era un barranco árido, desaprovechado, hasta que un grupo de padres y maestros, hace 15 años, decidieron recuperarlo y empezaron a transformarlo los fines de semana. "Hubo un padre, sobre todo, que nos ayudó muchísimo. Trabajó mucho. Y con los niños fuimos plantando árboles, poco a poco, ahora empezamos a recoger los frutos de todo aquello con estas sombras magníficas", relata. 

"Con los niños fuimos plantando árboles, poco a poco, y ahora recogemos los frutos de todos estos años de trabajo con estas sombras"

Francesc Freixanet

— Director del Institut Escola Antaviana

Estos días, los alumnos que van pasando por el colegio a cerrar el curso con sus mascarillas y previo control de temperatura antes de cruzar la puerta, a parte de recoger sus libros y batas, bajan también todos por el huerto y se llevan cada uno un huevo -de gallina o de pato- y una patata. "El gallinero lo diseñaron también los niños en otro proyecto. Hasta la balsa ha servido para aprender física y matemáticas, calculando a partir de las medidas cuántos litros de agua tiene", prosigue Francesc.  

"Vente conmigo al huerto"

Además de para que el colegio, poder pasar el estado de alarma en el huerto también ha sido beneficioso para Esperança y para su marido, quien al principio no bajaba pese a sus conocimientos del campo porque estaba delicado de salud, hasta que la mujer un día le convenció con un "vente conmigo al huerto". Juntos, durante estas semanas, han arrancado las malas hierbas, han puesto las cañas para que los guisantes suban, han recogido la cosecha y han entregado verduras a otros vecinos que sabían que no pasaban por un buen momento en un clásico ADN Roquetes. Han hecho incluso experimentos. ¿Para qué sirve un huerto escolar, si no es para experimentar? "Mi marido ha plantado aquí garbanzos, a ver qué pasa. El dicho popular dice que a los garbanzos solo hay que echarles agua cuando los siembras y cuando los pones en remojo", zanja Esperança.