LOS EFECTOS DE LA PANDEMIA
La Barcelona que no volveremos a ver
Carlos Márquez Daniel
Periodista
Periodista especializado en Barcelona. En 'El Periódico' desde principios de siglo. Los últimos 15 años, dedicados a la información local: movilidad, urbanismo, infraestructuras, política municipal, barrios, área metropolitana y medio ambiente. Colaborador habitual en los programas de televisión 'Planta Baixa' (TV3) y 'Bàsics' (Betevé).
Carlos Márquez Daniel
Antes de todo esto, era fácil sentirse un extraño en el Gòtic. Aquí empezó todo con aquellos colonizadores romanos que se establecieron en el monte Táber, no muy lejos de lo que hoy es la plaza de Sant Jaume. Y monte por decir algo, porque no alcanza los 20 metros sobre el nivel del mar. La semilla de Barcelona se había convertido en un lugar irreconocible, deborado por un turismo que cambió el comercio, hechizó la restauración y expulsó a los vecinos. Hasta el punto de que hay más más camas para forasteros que para residentes. Llegó el coronavirus y borró con su aliento todo lo ajeno al barrio. Por eso ahora es fácil ver escenas imposibles a principios de marzo desde los tiempos preolímpicos. Niños correteando por el parterre de los olivos de la catedral, una madre jugando al 'frisbee' con su hija en la plaza, pachangas futboleras con jerseys como portería, dos veteranas vecinas charlando en el portal de su casa en Banys Nous, carreras de patinetes en Avinyó. El Gòtic, con sus problemas y sus desafíos, vive un espejismo; un sueño del que muchos no quieren despertar. O del que esperan poder retener algún diminuto retal.
En Sant Felip Neri, una niña juega alrededor de la fuente. El simple hecho de escuchar el agua, tapada tímidamente por un joven con su guitarra acústica, llama la atención e invita a quedarse un rato. En esos minutos, un par de vecinos con sus perros se encuentran y charlan sobre la caída de las flores de las tres inmensas tipuanas que dan sombra y color al lugar. El suelo es un manto amarillo mientras el sol, a eso de las 12 del mediodía del jueves, se cuela por la calle que conduce a Sant Sever e ilumina la escuela que usa este espacio como patio. En tiempos normales, una pecera infantil con una valla tras la que los visitantes esperan su turno de jugar con la ciudad. Varios gobiernos atrás, el consistorio estuvo a punto de vetar el uso colegial tras una reclamación del lobi hotelero. La marea olímpica no podía dejar prisioneros. Lo mismo sucede ahora con las bicis, prohibidas en callejuelas de uso exclusivo para visitantes.
Patinetes como locos
Mariona Roca, portavoz de la asociación Resistim al Gòtic, celebra sobre todo que la gente haya podido "recuperar el espacio público". "Vuelves a ver los edificios, hablas con los vecinos en los portales". La calle, por lo que cuenta, ha dejado de ser un lugar de paso y vuelve a ser un sitio en el que simplemente estar. Le ha encantado ver cómo los niños ahora ocupan lugares en los que antes era imposible jugar. Un partido de fútbol frente a la catedral, por ejemplo. O los patinetes bajando como locos por Cervantes. Los pocos bares abiertos, aquellos en los que ya antes solía sentarse gente del lugar, han colocado una mesa fuera, dos a lo sumo. Vecinos sin prisa se sientan sin tener que estar apartando las piernas todo el rato, sin temer por que su rostro aparezca en una cuenta de Instagram francesa o japonesa.
Para que les diera un poco el aire, las familias que quedan en el Gòtic solían abandonar el perímetro del barrio (plaza de Catalunya, Rambla, Via Laietana y Moll de la Fusta). "La Ciutadella era una buena opción, lo que seguro que no hacíamos era quedarnos por aquí". Entre otras cosas, porque si al crío le daba por despistarse, sería muy fácil perderlo entre pantalones cortos, calcetines blancos y riñoneras. El jueves por la tarde, los vecinos se reunieron en la plaza Reial en un acto entre festivo y reivindicativo. Festivo porque están encantados de salir de casa, ocupar la calle y no escuchar ese constante 'tracatrá' de las maletas. Reivindicativo porque quieren que la vuelta a la rutina anterior al covid-19 no sea una gentrificación-20, o sea, más de lo mismo después de un 'reset' forzado. Si se traslada al mundo del cine, estaríamos hablando del momento dramático en el que alguien dice: "Ya no hay nada que hacer...". Así está la trama en el Gòtic, entre la oportunidad que brinda la ausencia de turismo, el miedo a que esto sea como antes o peor, y el debate de si ya es tarde para revertir ciertos tics. Porque, de hecho, eso que está tan de moda de la voluntad de un pueblo, aquí puede tener el empuje vecinal, pero en el fondo depende más de la cosa pública y del sector privado.
"Mayor frustración"
Martí Cusó, miembro de Resistim al Gòtic, barrio en el que nació, es consciente de que el fervor de la desescalada puede derivar "en una mayor frustración" si pronto todo vuelve a la senda anterior al confinamiento. "Creo que todo el mundo es consciente de que esto se acabará, pero aunque cuesta ser optimista, hay oportunidades que no podemos dejar escapar". "Lo que me sabe mal -señala- es que nadie esté hablando de un cambio de modelo, sino de modificar sutilmente el que ya teníamos. Es decir, nos hablan de turismo cultural o de calidad, pero turismo al fin y al cabo. Pero nadie se acuerda de que aquí vive gente, aunque cada vez seamos menos". Se nota con el comercio, muy orientado a los de fuera. El poco que ha abierto es el que surtía y surte de víveres a los residentes. Y son poquísimos.
Según cuenta Teresa Caja, presidenta de los 'botiguers' y vecinos de Avinyó, la mitad de las tiendas de esta calle ya no volverán a abrir. Se acuerda de la crisis de los años 80, alimentada, en parte, por el 'boom' del consumo de heroína que sacudió Ciutat Vella; la del 2010, y la actual, "mucho más imprevisible". Esta veterana vecina no está en contra del turismo, pero sí de que la llegada de extranjeros haya expulsado a multitud de personas del barrio a las que conocía. "Necesitamos encontrar el equilibrio". Llegó un punto, cuenta Martí, en el que las plazas se convirtieron en "lugares hostiles".
Por eso reclama "políticas de repoblación" del Gòtic que permitan un decrecimiento. Receta un debate que ya está sobre la mesa, el de regular el precio del alquiler, pero añadiendo el de los locales que pagan entre 5.000 y 17.000 euros en Avinyó, por ejemplo, según relata Teresa. Martí admite que le cuesta ser optimista a pesar del "clima de recuperación vecinal de la calle". "Todos sabemos que esto terminará, pero igual sirve para que la gente se acuerde de que en el centro hay barrios, no solo monumentos".
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