25 de diciembre de 1704

El meteorito que anunció la dinastía borbónica

La UPC confirma que dos condritas celestiales que atesoraba el Gabinete de las Curiosidades de Barcelona cayeron en Terrassa en mitad de la Guerra de Sucesión

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Carles Cols

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Que a las cinco de la tarde de la Navidad de 1704, media hora antes de que se pusiera el sol, un meteorito cayó en Terrassa se sabía con certeza porque el pavoroso espectáculo de fuego y truenos que desencadenó aquel fenómeno natural fue profusamente documentado en su época. Que en el Gabinete de Curiosidades de la Naturaleza de la familia Salvador, dentro de un frasco mal etiquetado, había dos minúsculos fragmentos de condrita espacial se sabe solo desde hace media docena de años, pues los fondos de esta colección, lugar de obligada visita entre 1616 y 1854, son tan oceánicos que de vez en cuando aún dan sonadas sorpresas. Un completísimo estudio de la Universitat Politècnica de Catalunya, pilotado por el investigador Jordi Llorca, ha certificado que, efectivamente, esos 84 gramos de meteorito, fragmentados en dos rocas, son los responsables de aquel monumental susto de 1704 que, en mitad de la trifulca mundial que enfrentaba a las potencias europeas por la sucesión al trono de España, fue tomado como una intercesión del mismísimo Dios en una disputa terrenal. Claro, cada bando lo interpretó según más le convenía. La contienda, por aquí, se decantó como se sabe en favor de Felipe V. La monarquía borbónica, se podría decir desde el punto de vista de los simbólico, comenzó con una pedrada. Menudo presagio.

El cielo se iluminó una noche de Navidad. En 1704 eso causó pavor

La razón de que aquellos fragmentos de meteorito se estamparan junto a una masía de Terrassa no tiene, obviamente, nada de divino. Su origen es una de esas fortuitas carambolas que cada cierto tiempo se producen en ese cinturón de rocas que orbitan entre Marte y Júpiter. Cuando chocan como bolas de billar, salen despedidas a nuevas órbitas y, lo que ya es una casualidad impredecible, terminan en Terrassa, en una época fervorosamente religiosa, un día de Navidad y en mitad de una guerra sucesoria.

Las descripciones sobre lo sucedido no dejan margen para la duda. Aquello causó conmoción. En las Rúbriques de Bruniquer (algo así como el cuaderno de bitácora de Barcelona entre 1249 y 1714) aparece, cómo no, una referencia: “Por la tarde, el cielo estaba sereno y sin nubes. De repente hubo un destello muy brillante, según testimonios confiables, del mar. Algunas personas lo dijeron, tenía forma de barra o de rayo de fuego y otros afirmaron que era como un globo con cola. Se abrió y formó tres nubes muy blancas que permanecieron en la región celestial por más de medio hora. Después de este incendio, suena como fuego de artillería y luego se escuchó mucho fuego de mosquete aproximadamente el tiempo que lleva decir tres Credos. Que Dios nos mire con misericordia y nos conceda su gracia. Amén”.

Las dos valiosas piedras fueron recogidas de inmediato. Eso lo considera incuestionable Marc Campeny, responsable de la colección de minerales del Museu de Ciències Naturals de Barcelona. Este tipo de materiales, dice, alteran su composición muy velozmente expuestos a un cóctel de atmósfera y luz solar. Parece evidente que entre el impacto del meteorito y su llegada al Gabinete de las Curiosidades que en una trastienda de la calle Ample estuvo abierto al público entre 1616 y 1854 pasó poco tiempo. No tiene por qué extrañar. La saga de los Salvador y su singular museo (el primero de la ciudad, en cierto modo) traspasaba entonces fronteras. Buena parte de las ganancias que los Salvador, boticarios de oficio, obtenían generación tras generación la dedicaban a aumentar su colección de plantas, animales disecados, minerales y, eso creían ellos, exotismos imposibles, como un cuerno de unicornio. Al menos así consta en el registro de entrada de 1723. Se supone que llegó en un barco procedente de Génova, pero, lógicamente, esa reliquia jamás ha sido hallada entre los miles de piezas de la colección.

Aquel protomuseo cerró sus puertas en 1854, pero la colección no se disgregó. Se almacenó en una masía del Penedès, incluso con el mobiliario que la acompañaba, de modo que lo que en su día aquel Gabinete de Curiosidades pudo ser recreado en 1914 en el Instituto Botànico de Montjuïc. Su visita siempre es recomendable.

El caso es que en diciembre de 1704 o, a muy tardar, enero de 1705, alguien de Terrassa viajo a Barcelona con aquel tesoro e hizo su particular agosto.

Lo que el labortorio ha descartado ahora es que esos fragments fueran de otro meteorito ya conocido

La etiqueta que los Salvador le pusieron al frasco perdió parte de su tinta con el paso de los años, pero, por fortuna, la parte inicial y final del texto era mínimamente legible cuando en el 2014 se trabajaba en la clasificación de la colección. Eran piedras caídas del cielo en 1704. El año era lo mas claro. Lo que ahora se ha hecho en el laboratorio de mineralogía es descartar cualquier posible confusión y certificar que no son porciones de otros meteoritos hallados en Catalunya, como el que se estrelló en Nulles (Alt Camp) en 1851. Hecho esto, para los podios queda entonces la constatación de que es el tercer meteorito más anciano de los fechados en Europa y séptimo del mundo. Próximamente, cuando el covid-19 lo permita, serán visitables.

La investigación, con todo, no finaliza aquí. Los fondos que acumularon los Salvador durante tres siglos son, lo dicho antes, oceánicos. Son unas 14.000 las piezas disponibles, entre clasificadas y las pendientes de estudio más pormenorizado. Luego está, además, el archivo documental, y es allí donde aún hay esperanzas de encontrar el texto en el que se dejó constancia sobre el cómo, el quién y el cuándo de la llegada de los meteoritos a aquella fabulosa trastienda de la calle Ample, que, por cierto, no es posible buscar en el callejero porque fue el tramo que desapareció cuando se abrió como una trinchera la Via Laietana. Con ese documento se podría saber con exactitud quién recogió con sus propias manos aquellas piedras celestiales y si personalmente las llevo a Barcelona o de ello se encargó alguno de los corresponsales que los Salvador tenían por toda Catalunya para recoger curiosidades.

Los esturiones del Ebro

Lo hacían a menudo. De ello dan buena fe otras sorpresas que estos últimos años han aparecido en la siempre sorpresiva apertura de cajas. En una de ellas, por ejemplo, apareció un esturión disecado, muy llamativo porque la fundada sospecha era que no se trataba de una importación de un país lejano, sino que era fruto de la pesca en algún río cercano. Se creyó que incluso podía ser del Llobregat, cuenca insospechada de caviar, pero al final, realizados los correspondientes estudios de adn, se concluyó que procedía del Ebro, que tampoco está nada mal como curiosidad.

De hecho, esa es una de las grandes aportaciones del Gabinete de la Curiosidades. No hay en él, eso es obvio, un cuerno de unicornio, pero su colección de plantas y animales es tan extensa que ha permitido obtener una inesperada fotografía del paisaje catalán anterior entre los siglos XVII y XIX. Neus Ibáñez, responsable de la sección botánica del museo, tiene un ejemplo estupendo de ello. Los Salvador archivaron como muestras de la flora propia de la costa barcelonesa varios ejemplares de ‘Stachys marítima’, una planta propia de las dunas de la que hoy en día quedan solo reducidísimas colonias en la Costa Brava y algún otro minúsculo punto del litoral catalán. A través del Gabinete de las Curiosidades es posible saber hoy que ese era el paisaje original barcelonés.