ESTRATEGIA CONTROVERTIDA

Barcelona entra en fase 1 como la única ciudad confinada de España

Carlos Márquez Daniel

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Muchos fenómenos sociales de los últimos años en Barcelona pueden explicarse a través del confinamiento y sus efectos colaterales. Con la entrada de la ciudad en la fase 1, el primer paso hacia esa supuesta nueva normalidad, la vida transita un poco más de los hogares a las calles. Pero se da la circunstancia, y ahí el experimento, de que la calle de Sants, por ejemplo, donde los comercios aún tienen nombres de persona (Montse, Baltà, Soriano, Marcos…) presenta un aspecto mucho más humano que el otrora bullicioso paseo de Gràcia, donde da gusto sentarse frente a las casas Milà y Batlló sin terminar en cuentas de Instagram de medio planeta. Tampoco tiene nada que ver la desierta Barceloneta con el nervio de Major de Sarrià o la Rambla del Poblenou. Todo eso de la gentrificación, comercial y habitacional, pero ahora al revés. La Barcelona de los barceloneses

La capital catalana se despereza con timidez y amanece como la única gran ciudad española que se mantiene confinada. Aunque no son lo mismo 70 metros cuadrados (la superficie media de un piso) que los 100 kilómetros cuadrados que ocupa Barcelona, donde uno ya puede tomarse algo en una terraza o pasearse por las playas cuando el calor ya no aprieta. En la calle de Riera Blanca, el Pertús que separa la gran urbe de L’Hospitalet, nada ni nadie debería cruzar el paso de peatones sin justificación. Son las cosas de las regiones sanitarias que ahora han abierto un nuevo frente político, con los alcaldes metropolitanos reclamando a la ‘consellera’ de Salut, Alba Vergés, que haga el favor de unificar toda la zona bajo el pretexto de que todos estos municipios "conforman una realidad económica y social innegable en su día a día". El Govern les ha dicho que como mucho, el lunes, unificará Barcelona con sus zonas norte y sur. Seguro que más de uno echaba de menos la añeja bulla entre el cinturón metropolitano y la Generalitat.

Como íbamos diciendo, En Riera Blanca nada invita a pensar en fronteras, más allá de que las placas de la calle son distintas. En el lado barcelonés, el vigilante de un aparcamiento cuenta que tiene abonados de la otra acera y que usan el coche sin problema. "La gente va por aquí como si todo fuera la misma ciudad. Y un poco lo es, ¿no?". Habla como un alcalde metropolitano. A pocos metros, en el bar cervecería El Rellotge, varias parejas de hombres apuran cervezas con la mascarilla siempre a la altura del mentón, como los moteros que en los 80 llevaban el casco en la frente. La situación de las mesas es ahora un punto más caótica, imprevisible, menos encajonada; más acorde con estos tiempos de hacer lo que se pueda.

Según datos del ayuntamiento, solo el 40% de las 5.500 terrazas de Barcelona han abierto este lunes. Con un reparto desigual: el 23% en Sants y el 25% en Ciutat Vella por el 58% de Les Corts y el 75% de Horta-Guinardó. Como ya sucedió hace unas semanas con la apertura de comercios, los distritos con un porcentaje más bajo de mesas en la acera son los que tienen más terrazas que podrían estar operativas. 

En el Portal de Santa Madrona, en el bajo Raval, el bar Can Joan tiene dos mesas junto a los solares en los que estaban previstos un par de hoteles de la cadena Praktik. Aquello fue una pelea burocrática que no viene al caso y que ganó el gobierno de Ada Colau, pero dejó como resultado un triángulo de oro al que ahora nada ni nadie saca partido más allá de algunas personas sin hogar. En la improvisada terraza y bajo una sombrilla que luce la bandera LGTBI, una mujer más que feliz. 

El nuevo Raval

No muy lejos de ahí, en la plaza de Sant Agustí, un centenar de personas esperan a que las Misioneras de la Caridad, que tienen el comedor social cerrado, les den una bolsa con comida. No para de llegar gente, y con un perfil muy poco definido. Muchos más hombre que mujeres, por decir algo. La mayoría, por el saludo que dispensan a las monjas, son habituales de esta cola tan sintomática de lo que está sucediendo en el Raval, vigilada desde la distancia por cinco agentes de la Urbana sin mascarilla que solo intervienen cuando dos hombres de distinta procedencia discuten por un gesto que no ha gustado a uno de ellos.

La calle de Sant Pau está llena de gente, la mayoría trabajadores de las tiendas, pero también vecinos, hartos del hacinamienteo propio de las viviendas de Ciutat Vella. En la de Robador, algunas prostitutas con mascarilla sonríen con la mirada. ¿Turistas? Ni uno. El barrio chino de toda la vida. Tampoco en la Rambla hay forasteros, pero sí atiende Jordi Palou, del quiosco del mismo nombre, que abre por primera vez desde el 19 de marzo. Tiene cinco trabajadores, todos en un erte, y cree que ha llegado el momento de intentarlo. También su padre tuvo que pasar malos momentos en este mismo lugar, y los superó. 

Más abajo, en la playa de la Barceloneta, el chiringuito Bo Kaap ultima los detalles para volver a abrir este martes. Perderán siete mesas y se quedarán con una treintena. Les han permitido arañar terreno al paseo, lo que igual, con mucho trajín de gente, dificulta el paso a bicis y paseantes. Ya se verá. Una de las trabajadoras detalla que empezarán con una carta reducida y con la duda de si la gente ha entendido qué se puede hacer y qué no con la fase 1. El lío de la desescalada, ciertamente. 

Por cierto, en ese largo río tranquilo hacia la supuesta normalidad se ha agregado hoy el fin de la permisividad en las zonas azul y verde de aparcamiento. En resumen: a pagar otra vez. Y ojo también a las motos, porque el consistorio (por fin) hará cumplir la ordenanza del siglo pasado en todo lo que tiene que ver con la normativa de vehículos de dos ruedas en las aceras. Son las cosas del espacio público, que es de todos y no es de nadie.