Jaque a los marchantes

El coronavirus ahoga a los mercadillos, claves para familias como las de La Mina

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Guillem Sànchez

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Los mercadillos ya andaban cerca del abismo y el coronavirus puede haberles dado el empujón que faltaba. Unas 15.000 familias sobreviven en Catalunya de la venta ambulante, del carrusel de paradas itinerantes que semanalmente se despliegan en centenares de municipios del territorio. El cese de su actividad ordenado el pasado 14 de marzo las ha sumido en la angustia económica, cuando no en la pobreza. Forman parte de uno de los colectivos más agraviados por la pandemia y también más silenciados. A pesar de que su final sería una pésima noticia para barrios tan vulnerables como el de La Mina, en Sant Adrià de Besòs, donde prácticamente la mitad de sus vecinos subsiste con este trabajo.

Xavier Oriola, presidente de la Associació Empresarial de Marxants de Catalunya (AEMCA), explica que los mercadillos nunca se recuperaron de la crisis del 2008 y que el desembarco de gigantes como Amazon y la venta oline apretaron todavía más las tuercas. En Catalunya hay 572 mercados semanales, unas 30.000 paradas en total. Más de la mitad se disponen en la corona metropolitana barcelonesa. "Tal vez no hemos sabido reformularnos o hallar el mejor modo de seguir ofreciendo un producto atractivo para los clientes. Lo cierto es que las ventas anteriores al 2008 eran un 70% superiores a las actuales". De ser mercadillos de ropa, fruta o electrodomésticos como antaño han pasado a vender sobre todo lencería del hogar, vestimenta o productos de perfumería y maquillaje. De contar con proveedores nacionales a adquirir una parte importante del género en almacenes chinos de Badalona, otra derrota infligida por la globalización. De ocupar espacios centrales, bajo el campanario de la iglesia de la localidad, a ser desterrados del centro y ubicados lejos del meollo. Aunque la cultura de mercado no está muerta, ni mucho menos.

El último estudio de la Diputació de Barcelona estimó que "seis de cada diez usuarios" de los mercadillos tenían "el hábito" de comprar en este lugar. "Hacemos una función social, vendemos al aire libre y reanimamos durante unas horas los bares y establecimientos comerciales de la zona", defiende Oriola. El coronavirus, sin embargo, parece decidido a extinguirlos.

La angustia de La Mina

Lluís Bernal vive en La Mina (Sant Adrià de Besòs) y pertenece a la tercera generación de su familia empleada en el oficio de marchante. Vende lencería del hogar junto a su hijo de 23 años y quiere que el primogénito sea el último que se dedique al mercadillo. "Somos los grandes olvidados". Bernal jamás había vivido una situación tan crítica.

Para comprender por qué el horizonte es tan hostil, el caso de Bernal resulta aclarador. Para trabajar de marchante debe pagar 300 euros mensuales del régimen de autónomos y una tasa municipal para montar parada una vez a la semana. Si visita cinco pueblos son cinco tasas que, anualmente, suponen un gasto de 8.000 euros. A estos montantes debe sumarse –entre otros costes– los de mantenimiento del vehículo y, en especial, el desembolso que debe hacer para comprar el género con el que se gana la vida. ¿Qué ha pasado con el coronavirus?

Tras la primera quincena de marzo, hace cincuenta días, llegó la prohibición de seguir vendiendo. Es decir, los ingresos pasaron a ser cero. Pero muchos de los marchantes, a pesar de haber notificado el cese de la actividad, han pagado los autónomos completos de marzo e incluso, en algún caso, también de abril. Por el contrario, casi ninguno ha recibido las ayudas gubernamentales prometidas, todavía. Ahora viene lo complicado.

Los ayuntamientos han comunicado que aplazan los pagos de las tasas hasta que se reabra la actividad. Lo cual no significa que no deban abonarlas sino que se acumulan y las pagarán más adelante. "¿Cómo?", se pregunta Bernal. "Cuando llegue la reapertura la actividad no será como antes, la gente tiene miedo a la afluencia de un mercadillo", añade Oriola. Las ventas, cuando lleguen, serán inferiores. Y, además, el género que no han podido vender durante el confinamiento "era de invierno". Para volver, tendrán que actualizar pagos de tasas y renovar el género para la temporada de calor, un esfuerzo que tal vez solo sea posible gracias a créditos que, de recibirlos, podrían acabar siendo "una soga más al cuello" para regresar a un negocio que no pinta nada bien.

José Manuel Heredia, vecino de La Mina, ha trabajado de marchante toda la vida. También pertenece a la tercera generación de su familia, de etnia gitana. Vende ropa interior. Hace 70 años sus abuelos ofrecían cazadoras, abrigos, camisas, tejanos… pero la burocracia ha ido afilando las licencias hasta obligarlos a escoger un género en particular. Su situación es la misma que la de Bernal o del resto mercaderes. "Mi familia sobrevive gracias a las cuatro horas que trabaja una de mis hijas de cajera en un supermercado. Pero en La Mina hay muchas familias que han tenido que recurrir a la Cruz Roja", asegura. "De este barrio se explica siempre la parte de los sucesos negros pero se oculta que todavía es un vecindario de verdad, con familias que se ayudan, y estos días hay personas que sobreviven con lo que reciben del resto", añade Bernal.

Si los mercadillos caen, La Mina se llevará la peor parte. "Aquí ya hay muchos que han tirado la toalla y no van a regresar cuando pase la pandemia", asegura Heredia. Oriola, consciente del estado crítico del colectivo, pide a los ayuntamientos que este 2020 perdonen las tasas municipales como una medida de oxígeno que impida que el coronavirus extinga a un gremio clave para la paz social de rincones tan frágiles como este de Sant Adrià de Besòs.