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Cuando acabe la pandemia, quedamos en la prehistoria

El Museu d'Arqueologia de Catalunya renace como uno de los más recomendables de la ciudad y un virus va y pone las visitas en un cuello de botella de la extinción

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Carles Cols

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Tareas para cuando acabe esta guerra. Si esto fuera Praga, ir por supuesto a la taberna U Kalicha. Ese era el plan del soldado Svejk en la novela de Jaroslav Hasek. A las seis de la tarde, concretamente. Como esto es Barcelona, la propuesta será regresar al Museu d’Arqueologia de Catalunya (MAC), porque el pasado febrero se presentó en público su profunda refundación, que se estrenó con una muestra monográfica sobre el arte prehistórico levantino, y lo allí se exhibe merece una nueva visita más pausada. Ahí van tres motivos, sin que el orden determine su importancia, para, como un Svejk, regresar tan pronto como sea posible al MAC.

Asesinato en Sant Quirze del Vallès

Lo dicho, el orden no determina la importancia, pero antes de ir las partes más sustanciosas de la exposición, merece la pena detenerse en una vitrina que exhibe, casi como una poesía visual, una solitaria vértebra humana que aún conserva clavada una punta de flecha. Fue un ataque frontal. La profesora Laura Devenat, casi como un agente del CSI neolítico, estudió este caso después de que estos restos salieran a la luz a finales de los años 80 en Sant Quirze del Vallès, en el yacimiento de la Bòbila Madurell.

Una tomografía demostró que la punta apenas penetró tres milímetros en el hueso. Muy poco. La razón es que el agresor estaba por debajo de la víctima. La flecha viajó de abajo hacia arriba, le atravesó la panza y se incrustó en la duodécima vértebra dorsal. Mal asunto. Pero puede que esa no fuera la causa de la muerte. El cráneo, porque el esqueleto estaba bastante completo, estaba brutalmente aplastado. El neolítico fue, por aquí, por allá y por acullá, una época de violencia. Los libros de texto escolares retratan a menudo esa etapa como una arcadia en la que la Humanidad descubrió la agricultura y el pastoreo, pero fue también belicosa. Como todas.

La equis del tesoro estaba en casa

Los más tintinólogos saben sobradamente que dos álbumes necesitó Hergé para que Tintín y Haddock encontraran el fabuloso tesoro del pirata Rackham el Rojo. No estaba ni en el fondo del mar ni en una isla desierta. Estaba en casa, en Bélgica, en Moulinsart. Algo así le pasó a Jusép Boya, recién estrenado director del MAC, cuando conoció que en los almacenes del museo, en rollos y, cuando eran de grandes dimensiones, de pie tras las estanterías, se guardaban medio olvidados las acuarelas y los estucos que desde principios del siglo XX se hicieron del arte prehistórico levantino. Cuando en 1902 se aceptó por fin que Altamira no era un engaño, comenzó una peregrinación de estudiosos de la materia a la larga decena de enclaves prehistóricos que pivotaban alrededor de la actual provincia de Castellón, un ‘área metropolitana’ del paleolítica muy rica en asentamientos humanos y, sobre todo, en reproducciones artísticas de todo cuanto allí sucedía.

Algunas de aquellas emocionantes pinturas originales (escenas de caza, batallas entre arqueros y ceremonias de exaltación del falo, entre otras) se han perdido, a veces por simple vandalismo, pero quedan las copias, que el MAC exhibe ahora como si hubiera encontrado su propio tesoro de Rackham el Rojo. Parece una exposición de obra inédita de la etapa africana de Miquel Barceló o un conjunto de bocetos de un Joan Miró adolescente, pero es, no muy lejos de la realidad, el MoMA prehistórico levantino.

Entre las piezas que allí se muestran están reproducciones que se exhibieron durante la Exposición Internacional de 1929, como la fenomenal danza fálica de las cuevas de Cogul, que ofrece una mirada atrás en el tiempo, en concreto a qué dedicaban el tiempo en la actual comarca de Garrigues unos 7.500 años antes de Cristo. Poca broma. Una decena de mujeres se arremolinan alrededor de un superdotado, no precisamente intelectual, una suerte de John Holmes de las cavernas. Esta obra ha sido profusamente estudiada desde el punto de vista pictórico, porque no fue realizada en un único momento, sino que el número de personajes creció paulatinamente, pero incluso, tal vez, merezca un apunte desde la perspectiva genética, porque según un estudio de adn realizado en 2015 en la Universidad de Arizona, en aquella época prehistórica por cada 17 mujeres que parían había un único padre reproductor.

En las pinturas de Cogul ya reparó en su día nada menos que Henri Breuil, el llamado padre de la prehistoria, descubridor, entre otros grandes hallazgos, de lo que se considera la primera representación humana de dios, en la gruta francesa e Trois Frères. Que el MAC pueda presentar en público algunas de las acuarelas levantinas de Breuil es, sin discusión, un lujo.

Nunca desafíes a un arqueólogo

El nombre de René Belloq no les dirá nada de entrada, pero le conocen. Es el gran rival de Indiana Jones en la primera entrega de las aventuras del arqueólogo más famoso de la gran pantalla. La realidad a veces supera a la ficción, sin necesidad de llegar a las manos, como es el célebre caso de los paleontólogos Cope y Marsh, protagonistas de la llamada Guerra de los Huesos. Así sucedió, con fino sentido del humor, cuando en 1917 se descubrió que el barranco de la Valltorta, en Castellón, fue hace unos 7.000 un conjunto de como mínimo 21 asentamientos humanos, cada uno de ellos con su pequeña Altamira. La repera. El problema es que allí se presentaron, casi simultáneamente, los historiadores del Institut d’Estudis Catalans (IEC) y una delegación procedente de Madrid, capitaneada por un pope de la arqueología, Hugo Obermaier, compañero de aventuras del mismísimo Breuil. Antes de desatar un conflicto ‘processista avant la lettre’, ambos grupos acordaron amistosamente partirse el campo de exploración. Lo que sucedió lo relató tiempo después, casi con humor inglés, uno de los expedicionarios catalanes, Agustí Duran Senpere, en un libro de memorias.

Encargaron a trabajadores locales que buscaran por la zona resto de sílex u otros materiales que pudieran ser restos de aquella anciana vida prehistórica. Se pusieron en ello, pero en esa tarea aparecieron en días sucesivos hasta cinco misteriosos botones rojos. Los del IEC ataron cabos. Obermaier, un hombre grueso, hacía incursiones nocturnas a la parte adjudicada a los catalanes. Hay que imaginarle resoplando y, claro, con los botones a punto de saltar. La invasión, no obstante, se zanjó con deportividad. El último día se celebró un almuerzo conjunto. Obermaier acudió con una camisa con un único botón y cinco imperdibles en el resto de los ojales. Le dejaron partir el pastel. Puede que se relamiera. La base del dulce era un mapa del lugar. Conforme el cuchillo cortaba el pastel, iban apareciendo los botones rojos , que señalaban el lugar en que fueron encontrados. La sangre no llegó al río. Solo la glucosa al torrente sanguíneo.

Algún día esta pandemia llegará su fin. Los de Praga, que se tomen una cerveza en U Kalicha. Los de Barcelona, si lo desean, que pasen por el MAC, que aún queda mucho más por descubrir.