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Sanz se apiada del Imax

La decisión del Port de Barcelona de demoler el extemporáneo cine del puerto choca con la sorpresiva propuesta municipal de indultarlo

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Carles Cols

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Barcelona se acostó el miércoles con lo que todas luces parecía una buena noticia urbanística, que le iban a sacar esa muela absolutamente desvitalizada que es el cine Imax del Port Vell. Con su aspecto esmaltado, tiene realmente el aspecto de un gigantesco molar. Se estrenó en 1995 y, con solo 19 años, cayó en desuso. Batió así, lo cual tiene su mérito, la plusmarca de muerte prematura del anillo viario de Glòries (23 años en pie) e incluso de otra de esas alegrías que se dio la ciudad con motivo de los JJOO, el Moll de la Fusta, que fue desahuciado cuando recién había cumplido 20 primaveras. El Imax, aunque al final no ganó esa competición, tenía un plus. Era el icono de cuán absurdo era que, tras darle la vuelta a la ciudad, o sea, ponerla mirando al mar, de inmediato se taparan las nuevas vistas con aquella insensatez. Lo dijo entonces Miquel Roca, alcaldable contra Pasqual Maragall, y lo pagó en las urnas, y ahora que el miércoles parecía que el tiempo iba a darle la razón, Janet Sanz, número dos del gobierno municipal, sobrevenida dentista, ha abierto la puerta a salvar esa muela.

El urbanismo puso la ciudad mirando al mar y la arquitectura se encargó de tapar esas mismas vistas

Lo que el consejo de administración del Port de Barcelona acordó el miércoles era, formalmente, rescindir antes de hora la concesión del Imax, que finalizaba en el 2024. Sin grandes ocultaciones, los responsables de la gestión del puerto, esa rareza política que gobierna una porción de la ciudad con criterio propio, daban a continuación por hecho que el edificio podría ser derribado tan pronto como se hubieran formalizado todos los trámites. Lo contrario hubiera parecido extraño. Barcelona ya tiene negativas experiencias previas sobre el destino de equipamientos concebidos para un uso muy concreto que, cuando pierden su razón de ser, quedan en un molesto limbo urbanístico. El caso de libro es, por supuesto, la Monumental, plaza de toros en una ciudad antitaurina y, por un pronto que le dio al área de patrimonio arquitectónico, un edificio protegido. El Imax, un proyecto de Enric Sòria, no tiene esa calificación. Puede demolerse. Pero Sanz, lo dicho, ha sorprendido al proponer un indulto.

Lo ha explicado de una forma algo alambicada este jueves cuando ha sido preguntada por la decisión del consejo de administración del Port de Barcelona. Ha hecho primero una aclaración previa. Si por razones de seguridad es más aconsejable sacar la muela, se ha mostrado, cómo no, de acuerdo. El edificio se ha deteriorado por falta de uso. El pasado enero incluso sufrió un incendio. A continuación, Sanz ha retomado una cuestión espinosa. Ha planteado que el futuro de esa pieza urbanística no debería ser una decisión unilateral del Port de Barcelona, que se suele tomar muy al pie de la letra su condición de autónomo. Que el Hotel Vela redibujara en su día el ‘skyline’ de la ciudad lo demuestra.

El Imax podría dejar paso de forma consensuada a una plaza pública, ha sugerido la teniente de alcalde, pero también ha considerado una interesante alternativa que el edificio siga en pie, con nuevos usos por decidir en función de las necesidades sociales de la zona.

El Imax es fruto de una época en que la única fe urbanístca que se profesaba era la socialista. No se admitían herejías

Lo que Roca dijo en 1995 ha resurgido como un géiser. Aquel fue un año electoral. Jordi Pujol jugó su mejor baza para ganar la alcaldía de Barcelona, eligió a Roca como alcaldable, pero la campaña fue un despropósito. El vídeo del candidato era un espanto. Mostraba lo peor de Barcelona. Basuras sin recoger y todo eso que una ciudadanía con la autoestima en su cota más alta desde (pongamos por caso) 1909 no estaba dispuesta a aceptar. En mitad de aquel 'Titanic' electoral, Roca dijo que el Imax le parecía un error. No dijo exactamente que hubiera que demolerlo, sino que su construcción, al menos allí, era una equivocación. Fue lo más sensato que dijo como candidato. A  lo mejor aquello le costó otro puñado de votos.

En aquella época se profesaba en la ciudad una única fe urbanística, la socialista. El resto eran herejías. A menudo era cierto que no había color, pero los padres de la Barcelona actual se decían poseedores de un plan, jamás anunciaron que Glòries, el Moll de la Fusta o el Imax serían piezas perecederas a corto plazo. Fue con el Moll de la Fusta cuando muy antes de lo previsto se constató esa tendencia de Barcelona a mudar más de piel que las serpientes. En 1998 ya era historia. No viva. Muerta. Y de qué manera. De aquella extraña pieza urbanística se recuerda a veces, como epílogo de cuál fue su final, esa disputa por la escultura de la Gamba de Javier Mariscal que coronaba uno de los chiringuitos de diseño. Hubo una disputa porque el empresario que regentaba el establecimiento, obligado a irse, se quiso llevar al crustáceo con él. Hubo pelea administrativa. Ganó el pleito la ciudad. Ahí sigue la pieza escultórica, pero el verdadero icono del ‘sic gloria transit mundi’ de la Barcelona olímpica se vivió un par de años después del cierre de aquellos chiringuitos. Menores magrebís enganchados a esnifar cola (entonces no se les llamaba aún menas) habían convertido aquellas construcciones, absolutamente insalubres, en su hogar.

En resumen, que la moneda que decidirá el futuro del Imax parece que está en el aire. O al menos eso pretende Janet Sanz, que gire en el aire. Con suspense. Si lo demolieran, todo hay que decirlo, las vistas tampoco serían la repera. Más que el agua del mar, se contemplaría el exclusivo club de la marina de lujo, donde algunas de las grandes fortunas del mundo exhiben sus yates.

Un hotel en el puerto construido en dos meses