Barceloneando
No es ciudad para carnavales
Ramón de España
Periodista
Ramón De España
Hace muchos años, durante unas fiestas de carnaval como las de estos días, una amiga mía quedó a tomar algo con unos amigos suyos y me incluyó en el cónclave, aunque me previno de que sus compadres aparecerían disfrazados. Debería haber declinado la invitación, pero V. me gustaba mucho y me sumé al encuentro. Más me valdría no haberlo hecho: es posible que V. aún me dirigiese la palabra, cosa que dejó de hacer poco después de tan infausta reunión. Sus amigos, en efecto, aparecieron disfrazados por el bar en que habíamos quedado; y, no contentos con eso, se dedicaron a ilustrarme sobre las maravillas del carnaval y sus poderes catárticos y transgresores (nunca he entendido cómo puede ser transgresor algo auspiciado por el ayuntamiento: aún me acuerdo de Joan Clos subido a una carroza de Carlinhos Brown, al que el alcalde adoraba por motivos que solo a él le incumben, ejerciendo de Rey Momo o de anestesista del Rey Momo, ya no lo sé).
Era evidente que aquellos ilusos se consideraban los protagonistas de una fiesta liberadora, pero yo solo veía a una pandilla de mamarrachos con pretensiones. Como en aquella época yo aún bebía (y me sentía incapaz de aguantarlos sobrio), me temo que me pimplé un poco más de la cuenta y acabé diciendo cosas acerca del carnaval que más me valdría haberme ahorrado. Cosas como:
1. Nunca me ha gustado participar de las efusiones del populacho.
2. Lo único bueno que hizo Franco durante su lamentable existencia fue prohibirlo (el carnaval, claro).
Como en una 'sitcom'
¿Verdad que no les sorprende si les digo que la reunión no fue precisamente un éxito? Una vez más, me había comportado como si la vida fuese una sitcom y yo uno de sus personajes más chispeantes, aunque en este caso concreto no le hiciera gracia a nadie. Nunca volví a ver a los mamarrachos. Ni a mi amiga, prácticamente. Sé que debería haber sido más tolerante, pero es que siempre he pensado que Dios no nos ha llamado a los barceloneses por el camino de la juerga y la francachela. Creo que nos falta entusiasmo popular, imaginación y dinero. Por eso el carnaval barcelonés se parece tanto a la fiesta mayor de Gracia, donde la escasa imaginación para vestir calles suele chocar además con una notable falta de presupuesto. Deberíamos dejar que otras ciudades con más entusiasmo, ideas y monises se encargaran del asunto. Sin salir de España, ahí tenemos Cádiz y las capitales canarias. Y a menos de una hora en tren, Sitges, donde el colectivo gay lleva toda la vida dándolo todo. ¡Hasta cortar la Meridiana con excusas patrióticas se nos da mejor!
Por lo que he visto este año, las cosas siguen como solían. Salvemos a los niños, angelitos, que se lo pasan pipa y se conforman con unos disfraces churrosos, de la misma manera que se apañan cada Navidad con las pistolas de plástico que les traen los Reyes Magos en vez de la Glock 19 que habían pedido con la intención de exterminar a su familia. Hace unos días vi a una cría disfrazada de Rosalía, súper uñas incluidas, que tenía su gracia, aunque igual la denuncia alguna asociación de ofendiditos por homenajear a una culpable de apropiación cultural como la flamencona de Sant Esteve Sesrovires, que tiene el descaro de cantar lo que canta sin ser ni andaluza ni gitana.
Los adultos con los que me crucé daban la pena habitual, sobre todo los indepes disfrazados de madero y de picoleto. Hacían bien, en cualquier caso, burlándose de colectivos inofensivos como la Policía Nacional y la Guardia Civil, pues otros son menos tolerantes. El gremio de enfermería, por ejemplo, pretende que se prohíban los disfraces de enfermera sexy. Disfrazarse de negro está fuera de cuestión si no quieres que te acusen de racista que practica el blackface. De indio, ni se te ocurra, pues te caerá el sambenito de colonialista. A la falta de imaginación y de presupuesto se suman, pues, los ofendiditos de todo tipo, mientras el ayuntamiento te empuja a una transgresión imposible.
Una lástima, ya que este año ha hecho buen tiempo y podrías haber salido a la calle en pelotas. Aunque, a ser posible, con un lazo amarillo en el ciruelo para evitar que te detuviesen por escándalo público.
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