Con mucho gusto
Los viernes, día de festín
Los grandes cocidos ofrecen un punto de exceso que invita al banquete lento y compartido. En la 'escudella', la col tocada por el frío marca carácter.
Los sabios como Jean-François Revel escriben que cuando en la antigüedad se alcanzaba el colmo de la plenitud gastronómica, se hablaba de podrido. De aquí lo de la olla podrida castellana, o el estar podrido de dinero. Ambas expresiones designan un no poder más con lo que se posee y disfruta, que a nivel de mesa ibérica tiene correspondencia en el cocido madrileño, el gallego y la catalana escudella.
Del madrileño hay mucho escrito. Del gallego se está escribiendo, sobre todo a partir de los que se cocinan en la población de Lalín, en la que triunfa el espectáculo pantagruélico planteado en La Molinera. Al margen de enfrentarse a una careta de cerdo entera, descubriremos que una verdura, los grelos, son el eje vector donde descansa toda la potencia del plato.
En la escudella con su 'carn d'olla' el toque verde indispensable lo da la col. No un vegetal cualquiera, sino esta antigua hortaliza, tocada por la escarcha. Entonces se produce el milagro de una concentración de azúcares en sus hojas que le da una finura especial.
Coles oteadas
Para conseguir la inmensa cantidad de ingredientes necesarios en la elaboración de una escudella magistral, es indispensable contar con ojeadores que vayan por las tierras de Vic oteando coles entre la niebla. Es la faena que realiza Pau Santamaría, proveedor de Haddock–La Taverne Canaille de Franc Monrabà.
Luego hay que cumplir con los demás mandamientos. El primero, disponer de más de cuatro horas dedicadas a la cocción. Otro, tener a mano un distribuidor de carnes que sea un gurú de las mismas, caso de Jaume Jordana. Por último, y por respeto a la tradición, servir la suma infinita de manjares, alubias de Granollers, garbanzos, butifarras, gallina, pilota, en unas fuentes que han servido para esta función durante más de cien años.
Se consigue así un ambiente mágico: los comensales comulgan cada viernes con un ritual que les hace olvidar por un instante el acecho traidor del aguacate con aguachirle, al parecer, futuro de la gastronomía barcelonesa. Menos mal que queda Franc para devolvernos la frontera, como cantan en El Corrido de Pancho Villa.
Pazo de Señorans 2018, un buen albariño a 15 €
Los vinos que elabora esta bodega de Meis, en Pontevedra, son de una calidad que parece inalterable. Una virtud que probablemente se deba al emplazamiento de las viñas, próximas al mar, a alturas muy bajas dentro de terrenos arenosos, graníticos, que en la zona se conocen como xabre. En el caso de esta añada, potenciada por unos meses de agosto y septiembre secos y soleados, podríamos decir poco gallegos, el vino muestra las virtudes de un albariño 100%, sin aristas ácidas, pero con un paso en boca que llena, invitando a una nueva copa. La maceración pelicular, en su prensa, y la permanencia de un mínimo de cinco meses con sus lías le confieren el carácter y vitalidad que se aprecia desde el primer sorbo.
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