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Un Geppetto solo para adultos

La sala prohibida era el desván de Equis, discípulo sin saberlo del 'arte povera', que creó durante 30 años un museo sexual de los autómatas que ahora se rescata en el Espai Brossa

Muñecos solo para adultos en una exposición en el Espai Brossa

Muñecos solo para adultos en una exposición en el Espai Brossa.  / periodico

Carles Cols

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‘Tamaño natural’, de Luis García Berlanga, podría cartografiarse como el Everest de esta filia, pero la exposición que el Espai Brossa de Barcelona abrirá al público el próximo jueves 5 de diciembre es también, sin lugar a dudas, todo un ochomil. Un Annapurna sexual, pongamos por caso. Contar lo que ahí se exhibirá no es tan simple como parece. Lo más aconsejable es realizar un ‘flashback’ de 30 años en el tiempo, porque lo importante no es solo el destino final, ‘La sala prohibida’, que es como ha sido bautizada la muestra, sino también los avatares del viaje. Todo comienza un día de los años 80 en que el señor Equis se jubila e informa a sus parientes, señora Equis incluida, de que el desván de la casa será a partir de entonces su reino particular de puertas infranqueables para todo miembro de la familia.

Sobre lo que entre las paredes y el techo de aquel desván ocurrió desde entonces solo se puede hablar ahora desde la especulación, sustentada, eso sí, por lo que allí fue hallado cuando aquel hombre falleció y hubo que encarar el duelo de pasar página con sus pertenencias. Durante tres décadas, el señor Equis compró, no se sabe si en un único lote o en periódicas visitas a un ‘Todo a 100’ del barrio o alguna tienda similar, un par o tres de cientos de muñecas baratas de marcas blancas. También algunos de sus compañeros masculinos de viaje, indispensables, como se verá, para su plan.

En su taller, porque el desván tenía también esa función, aquel autodidacta discípulo de Germano Celant, el padre del concepto del ‘arte povera’, vamos, el uso de materiales humildes con propósitos artísticos, modelaba aquellas figuras con un fin decidido de antemano. Por decirlo sin rodeos, les concedía orificios corporales que en la fábrica les habían sido negados, una rudimentaria vagina y un igualmente simplón ano. Hacía más. Recortaba las puntas de sus melenas (en eso en fábrica sí que eran generosos) y les proporcionaba así un vello púbico adulto. A ellos, un ariete entre las piernas digno de John Holmes. El señor Equis, por ponerle ya un nombre, era un Geppetto sicalíptico que ni siquiera necesitaba la visita de un hada para que las figuras cobraran vida. Se la proporcionó él, quién sabe si inspirado en el Museu d'Autòmates del Tibidabo.

¿Era para Equis más excitante el reto técnico o la temática?

Antes de proseguir con el relato temporal emerge, claro, una primera y lógica incógnita. ¿Cuál era el propósito? ¿El resultado final? ¿El visionado de esas coreografías de placer tan duraderas como el mecanismo a manivela que las ponía en marcha? O, por el contrario, ¿el goce eran las horas de trabajo artesano, el encontrar la pieza del puzle y encajarla en su sitio? Por ejemplo: una de las composiciones de Geppetto es una joven desnuda manteada por cuatro compañeras vestidas. Hay ahí una planificación, un bricolaje y un resultado final, y cuesta decidir cuál de esas tres fases le resultó más placentera.

Como ya imaginará el lector, aquel desván prohibido dejó un día de serlo. El señor Equis falleció. De la sorpresa de la familia se tiene aquí una descripción por boca de terceros. Al museo de los autómatas se llegaba no sin antes pasar entre tres maniquís de tamaño natural, intimidatorios. A uno de ellos bastaba tirarle de una palanca para que tuviera una monumental erección, parece que de dimensiones del Priapo de Hostafrancs. Las otras dos figuras, también móviles, se entregaban a la coyunda. Era tras unas cortinas, no obstante, donde estaba el más inesperado hallazgo, las olimpiadas del sexo.

Fue en una semanal cena de anticuarios donde el destino de tan extraña colección se decidió, y fue para bien

Viene a partir de aquí la segunda parte de la historia, distinta pero igual de jugosa. La familia no consideró aquello una mancha que era necesario eliminar. Ofreció el conjunto de aquella obra (lo dicho, un resurgimiento del ‘arte povera) a un anticuario de Barcelona. Lo vio, lo sopesó e hizo una contraoferta. No se pusieron de acuerdo. Aquel día pudo caer en el olvido todo aquel material, pero en el restaurante El Portalón de Barcelona tuvo lugar un afortunado giro en el guion. Cada lunes se dan cita aquel local de buenas comidas algunos de los más profesionales anticuarios de la ciudad, tipos con los que Barcelona está en deuda, responsables a menudo de rescatar de la hoguera piezas que la inacción de las instituciones públicas, con la excusa de la falta de presupuesto, dejarían perder. No sería este el caso de la herencia de nuestro Geppetto, es obvio, pero la cuestión es que en mitad de aquella tradicional francachela de los lunes en El Portalón se habló del misterioso desván. Con los postres en la mesa ya había acuerdo. Adquirirían el lote completo a escote, pero no con ánimo de revenderlo después, sino como coleccionistas.

El caso Berlanga

Habrá quien piense precipitadamente que aquello fue un arrebato entre gamberro y esnob por parte de cuatro amigos que se lo podían permitir, pero eso tal vez será porque en estas latitudes se tiene lo lúbrico por una afición sin valor. En enero del 2018, por poner un ejemplo, el tesoro que Berlanga guardaba en una habitación también secreta y desconocida por su familia, a la que se accedía por una escalera secreta de su dormitorio, salió a subasta por 27.000 euros y nadie pujó por él. Se ofertaban 12.000 volúmenes, de los cuales unos 3.000 eran de literatura o temática erótica, con originales y valiosas primeras ediciones compradas en todo el mundo a lo largo de su vida. Al norte de los Pirineos esto sería inconcebible. En París es célebre, pese a su halo de misterio, la colección Mony Vibescu, el ‘louvre del sexo’, en cuya existencia solo se repara cuando, en una exposición, como la que el CCCB de Barcelona dedicó a la arquitectura de los espacios dedicados al deseo, se lee en la letra pequeña quién ha prestado las piezas para su exhibición.

La cuestión es que, en una feliz decisión, los nuevos propietarios de la colección del señor Equis quisieron darla a conocer y qué mejor espacio para ello que un centro cultural que lleva el nombre de Joan Brossa. Sus letras equilibristas no andan tan lejos, como poesía visual, de las acrobacias que realizan algunas de esas figuras de nuestro Geppetto.

A la espera de que se levante el telón, algo se sabe de lo que se podrá ver del 4 de diciembre al 12 de enero, temporada de ‘pesebres’, pero estos solo para adultos. En algunos casos será a través de mirillas de ‘voyeur’ en la pared. Entre lo más notable destaca, tal cual fue encontrado, un teatrillo con cinco violinistas desnudas en el foso de la orquesta, una coreografía de muñecas que danzan con todo el plástico al aire y, como clímax final, una pareja que aparece copulando tras un abanico que se cierra por arte de magia, mientras un perrito se pone sobre dos patas mientras agita las otras dos.

A veces, y con razón, se echa en falta en esta ciudad aquel carácter transgresor y pendenciero de antaño, que ponía el foco sobre algo en las periferias de la cultura y después todo eran aplausos. A lo mejor el señor Equis es nuestro John Kennedy Toole, que en vida no logró que las aventuras de Ignatius J. Reilly fueran publicadas y el reconocimiento solo le llegó cuando se lo llevó la Parca.

Al hombre que secuestró a un alcalde le habría encantado

La exposición ‘La sala prohibida’ es una de las tres instalaciones que a partir del próximo miércoles se abrirán al público bajo un inequívoco título común, PostBrossa, es decir, citas culturas que, se supone, le habrían encantado al irrepetible poeta, escenógrafo y comprometido creador fallecido en Barcelona en 1998. La inauguración coincide, ahora que se cumplen 100 años de su nacimiento, con la feliz decisión del Ayuntamiento de Barcelona de reeditar un librito publicado en el 2006 en el que se proponían siete itinerarios en busca de las huellas que en las fachadas, calles y plazas barcelonesas dejó Brossa. En una ciudad no especialmente bien dotada de arte en la calle (al menos del que paga e instala la autoridad municipal), hay que reconocer que, sin embargo, los guiños brossianos son abundantes y están muy presentes, aunque no siempre donde deberían estar. Este último es el caso, al menos de una de las esculturas más olvidadas de Brossa, ‘Record d’un malson’, a la que esta sección, tuvo el gran placer de dedicar un homenaje titulado, sin apenas mentir, ‘El hombre que secuestró al alcalde de Barcelona’. En ella se recuerda al Brossa más travieso, siempre dispuesto a desafiar a la autoridad y a la corrección política. Nunca se sabe, pero apetece pensar que a Brossa le habría encantado ‘La sala prohibida’..