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Deshojando la Rosa de Fuego

El Museu d'HIstòria de Barcelona atesora un ejemplar de un libro extinto, la historia de los atentados anarquistas contada "con insultos al clero y tuteo a la autoridad"

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Carles Cols

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Este libro es tan anarquista (y esto que sigue es rigurosamente cierto) que hace unos cinco años, al pedírselo a un dependiente de La Rosa de Foc, librería libertaria de la calle de Joaquim Costa, arrugó la nariz y dijo algo así como que esta era una publicación peliaguda, incluso inadecuada para un establecimiento como aquel. A lo mejor pensó que quien se lo pedía era de la secreta o, peor aún, un nieto de los hermanos Badia con aviesas intenciones, pero aquel no por respuesta fue una invitación formal a ir en busca, fuera como fuera, de ‘La Barcelona de la dinamita, el plomo y el petróleo 1884-1909’. Ese es el libro. También el subtítulo merece la pena ser subrayado, ‘Apuntes para un recuento final de cadáveres’. Es un libro extinto. Ni siquiera (afortunadamente para los nostálgicos libertarios) está disponible en Amazon, arcadia del libre mercado, donde los libros descatalogados se revenden a precios de menú para dos en el Koy Shunka. En el Museu d’Història de Barcelona (Muhba) tienen un ejemplar disecado de tan rara especie. Al frente de la biblioteca del museo está Jaime Irigoyen, que, mil gracias desde aquí, obsequia de paso con una visita guiada a esta alacena de 13.000 libros que ya quisiera uno tener en casa si cupiera.

En una apnea única en las hemerotecas, Kuter y Viaplana censaron la historia completa de las bombas Orsini y, de paso, metieron la cuchara ideológica

El libro es tan anarco que no tiene copyright (en su lugar figura solo una soflama publicada en 1888 en ‘L’ideé ouvrière’ , “¡pillad, incendiad, destruid, aniquilad, purificad…”), pero sí una advertencia en la contraportada: “Este libro contiene errores, insultos al clero y tuteo a la autoridad”. Promete.

Con estos mimbres, lo normal sería pensar que se trata de un cesto desfondado, una simple gamberrada editorial, pero lo cierto es que los ilocalizables autores, Marc Viaplana, hasta la página 103, y Raj Kuter, desde la página 104, hicieron algo literalmente inédito, se sumergieron en la prensa publicada en Barcelona durante el último tercio del siglo XIX y los nueve primeros años del XX en busca de todos los atentados anarquistas ocurridos en la ciudad y todas su derivadas, que no fueron pocas, como, por ejemplo, las 1.200 pesetas de la época que el Ayuntamiento de Barcelona dedicó a modificar un carromato municipal del servicio de higiene para blindarlo. Con él se llevaban al Camp de la Bota las bombas que por impericia de sus fabricantes, como Francesco Momo, proveedor oficial de Santiago Salvador y Paulino Pallàs, no habían estallado. Los viajes de aquel vehículo apetece imaginarlos como los de Yves Montand en ‘El salario del miedo’, encargado de transportar nitroglicerina en una furgoneta a través de un pedregal. En el Camp de la Bota, luego, había que tener bemoles, además, para accionar las bombas sin que la metralla desfigurara al artificiero. En esta osadía despuntó un tal Pascual Herrera.

Irigoyen compró el libro en La Central porque allí se vendía durante unas jornadas que en el 2009 se dedicaron al centenario de aquella semana de 1909 que para unos fue trágica y para otros, gloriosa, salvo, como dicen Viaplana y Kuter, para Ferrer i Guardia, que fue las dos cosas a la vez. Lo descubrió en una mesa improvisada en la librería para publicaciones relacionadas con aquel centenario y no dudó, muy listo él, en que sería la compañía perfecta de un par de libros diametralmente contrarios que ya atesoraba en la biblioteca del Muhba, como ‘Los templos devastados de Barcelona’, publicado en el muy franquista año 1940, y ‘El martirio de los templos’, de Josep Maria Martí Bonet, otro beato repaso sobre la maldad del anarquismo barcelonés. De noche, si es que los libros cobran vida y hay gresca en las estanterías, debe mediar, se supone, la obra canónica y más ponderada sobre esta materia, ‘La Semana Trágica’, como siempre en estos casos, escrita por alguien de fuera, en esta ocasión la profesora de la Universidad de Washington Joan Connelly Ullman.

Barcelona y su personalidad múltiple

La historia de España y, en particular la de Barcelona, parece que es para las cátedras extranjeras de historia una trama tan enloquecida e imprevisible como las cuitas entre los StarkTargaryenLannisterGreyjoy y el resto de familias de Juego de Tronos. Tras las más de 100 explosiones que relata el libro, que segaron no pocas vidas, y que echaron al traste una temporada del Liceu y pusieron fin a los urinarios vespasianos de la Rambla (los anarquistas les declararon la guerra, qué se le va a hacer), es decir, tras una etapa de incuestionable terror, Barcelona no renunció a ser el único lugar del mundo donde el libertarismo fue un movimiento de masas. ¿Ganas de rocanrol? Sin fundido en negro ni nada, a la que llegaron las primeras elecciones de la segunda república, la ciudad le dio la victoria a la Esquerra de Francesc Macià. Después, salvo por el paréntesis de la huelga de tranvías, fue sobrecogedoramente mansa con el franquismo. Con la llegada de la democracia, se pavoneó como metrópolis de izquierdas, pero facilitó que durante 23 años gobernara la derecha pujolista. Ahora resulta que tiene media alma ‘indepe’. Esta patológica múltiple personalidad, claro, hace las delicias de los historiadores anglosajones. Son ellos quienes deberían leer, si dan con un ejemplar, ‘La Barcelona de la dinamita…’, no solo por lo exhaustivo de la investigación que ahí se recoge, que ya merece la pena, sino por la iconoclasta intención que le ponen los autores a los textos. “En Barcelona, la miseria no se crea ni se destruye, solo transforma”, dicen, y a las pruebas se remiten, porque “los abuelos gastaban tres de cuatro duros en pan y uno en no dormir en la calle, y ahora es la revés, pero el final de mes es el mismo”. A ver quién les discute eso.

Tan apurada se vio la policía local que, como si del Barça se tratara, fichó un delantero en Scotland Yard, Charles John Arrow

Viaplana y Kuter, a quienes es una lástima no conocer, retratan con luz nueva la Barcelona de los años de las Orsini, una ciudad en la que tras un atentado, como del día de Corpus Christi, la policía era capaz de detener en pocas horas más de 500 sospechosos habituales, ¡500!, torturar a decenas de ellos, la mayoría inocentes, y extrañarse años más tarde de que ardieran las iglesias. Parece, además, que la policía local no era muy avispada, por no decir directamente que era tonta, porque tuvieron que explotar 50 bombas antes de que se detuviera con tino a alguien, eso sí, sin una gran investigación detrás, pues quien cayó fue Pallàs, que lanzó dos artefactos entre gritos de ¡viva la anarquía! y se dejó prender. Tan apurada iban las autoridades que hasta ficharon, como si de un delantero inglés del Barça de tratara, a un agente en Scotland Yard, Charles John Arrow. Algo mejor lo hizo. Detuvo nada menos que a Joan Rull, un pillo que pretendía cobrar como confidente policial a cambio de no poner más petardos. Fue el primer ajusticiado con garrote vil del más célebre verdugo de España después de Pepe Isbert y Nino Manfredi, o sea, Nicomedes Méndez

Qué suerte que Irigoyen salvara un ejemplar de este libro como si de un dodo se tratara. Los textos están tres pueblos más allá de la incorrección política, pero si se les quita el barniz anticlerical queda al descubierto un relato muy aleccionador. La última parte del libro, por ejemplo, es una suerte de apéndice titulado ’26 razones para suspirar por una cerilla en 1909’. ¡Qué animales! La quema de conventos e iglesias fue una brutalidad. No digamos ya bailar en pleno paseo de Sant Joan con los cadáveres de alguna monja exhumada. Pero los autores, con un par, publican fotos de cada una de las sedes religiosas que ardieron durante la Setmana Tràgica y, como único texto, debajo de ellas, reproducen frases de prohombres del pensamiento conservador de la época, como Cánovas. “Tengo la convicción profunda de que las desigualdades proceden de Dios, que son propias de nuestra naturaleza y creo supuesta esta diferencia en la inteligencia y hasta en la moralidad, que las minorías inteligentes gobernarán siempre el mundo”.  A Cánovas le mató, cómo no, un anarquista, Michele Angiolillo. Le descerrajó tres disparos. Pero eso fue en el balneario guipuzcoano de Santa Agueda. No sale, claro, en el libro.