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Open House: muerte y resurrección de Barcelona

La cita anual con la arquitectura de la ciudad da un salto cualitativo en su décima edición y se transforma en un evangelio del gremio del ladrillo

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Carles Cols

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En su décima edición, Open House se ha revelado (verbo más que adecuado, como se verá ahora) como el evangelio de Barcelona. Esta cita cultural de otoño ya no es solo una saturnal de la arquitectura en que cada año por estas fechas se abren al público edificios habitualmente inaccesibles, 208 este 2019, satisfaciendo así el vicio ‘voyeur’ que anida poco o mucho en todo el mundo, sino que va un paso más allá. Como un evangelio del tocho, Open House ha relatado en esta décima y exitosa edición la muerte y resurrección de Barcelona, que se dice pronto. Metámonos, pues, manos a la obra para sostener tan atrevida afirmación.

Al camposanto de tiendas extintas de Ciutat Vella le ha dedicado este año Open House más que una ruta, una procesión de funeral

Primero, claro, la muerte. La cuestión es que este año, al equipo organizador del Open House le llamó la atención el trabajo de final de grado de una estudiante de Eina, Mireia Banchs Gual, sobre la destrucción del tejido comercial de Ciutat Vella en esta década que pronto termina. ‘Borrando la ciudad’. Así tituló su trabajo. Podría haber usado otro verbo y no se habría equivocado, pero cabe suponer que el uso de palabras soeces en un trabajo de final de carrera no parece adecuado.

Sobre ese comercio que ha perecido aplastado por alquileres abusivos y por la mentalidad rentista de buena parte de los dueños de la ciudad se ha escrito y mucho. A la mayoría de esas tiendas se les han dedicado muy sinceros obituarios en la prensa. Lo que ha organizado este año Open House es una ruta por ese camposanto, perfectamente geolocalizado porque todos esos establecimientos fueron premiados a principios de los 90 con unas placas honoríficas encajadas en las aceras, con el convencimiento entonces de que serían eternas. Total, que minutos antes de las 11 de la mañana había ya junto a la fuente de Canaletas una concurrida cola para asistir al itinerante funeral. El lugar de la cita no era casual. Justo ahí está una de las mayores vergüenzas de la ciudad, el cadáver profanado de Musical Emporium, la excepcional tienda de partituras e instrumentos musicales que abrió al público en el año 1900 en el número 129 de la Rambla y que en el 2014 cerró por culpa de una inasumible subida del alquiler. De aquel negocio que ennoblecía la ciudad solo queda la carpintería exterior. Dentro, en un absurdo inconcebible, se levanta la garita de seguridad de una oficina de cambio de divisas para extranjeros. A veces uno se pregunta si era necesario que el Charlie Marlow de Joseph Conrad remontara el río Congo para descubrir el horror.

La procesión organizada por Open House tiene parada en lugares previsibles y, no por ello, menos sorprendentes, como El Indio, de la calle del Carme, negocio de telas a metros cerrado también con prisas en el 2014 porque se suponía que el local tenía decenas de pretendientes y, sin embargo, sigue con las persianas bajadas. La ruta concluye como ha comenzado, con un caso tanto o más infame que el Musical Emporium, en la confluencia de las calles de Portaferrisa y del Pi. Allí estaban la original y deliciosa chocolatería Fargas, fundada en 1827, y la antigua Filatelia Monge, inaugurada en 1878 con un trabajo de ebanistería interior que jamás dejaba indiferente. De la primera, realojada en otros bajos comerciales sin mucha gracia, solo queda en la mismísima esquina un cartel. De la segunda se cercenó la puerta de entrada y se trasladó unos metros más allá para, se supone, darle empaque a las galerías comerciales que iban a ocupar el conjunto de la finca. Ese era el plan. Cuenta Suetonio en su ‘Vida de los 12 césares’ que Calígula robó de la tumba de Alejandro Magno la coraza del conquistador macedonio y que se paseaba con ella para presumir. Estaba tan ridículo como cuando se vestía de Venus, que también lo hacía. Pues eso.

Con todo, hay que matizar que este empeño de Barcelona por lesionarse no es nuevo. Los grandes arquitectos del modernismo local, (GaudíPuig i CadfalchJujol…) fueron autores no solo de los edificios por los que se les recuerda, sino también por una constelación de bajos comerciales que han caído en el olvido porque ya no están ahí. El Kentucky Fried Chicken de la esquina de Ferran con la Rambla era, antaño, una obra de Puig i Cadafalch. En el 57 de Ferran había una farmacia de Jujol de la que solo se conservan un par de fotos que subrayan hasta cuán lisérgico podía llegar a ser aquel genio de la arquitectura. Hoy se venden ahí suvenirs. En la plaza de Catalunya, en la esquina con la Rambla de Catalunya (tal vez los más veteranos lo recuerden) estaba La Lune, el más ‘parisienne’ de los cafés de Barcelona. Su lugar lo ocupa ahora una de tantas tiendas Desigual de la ciudad. A lo mejor el nombre es una metáfora de algo, pero cuesta pillarle el qué.

El lobi del tocho jamás arriesga, va a la sota, caballo y rey de la arquitectura, por eso despuntan las ideas atrevistas, como la de Pujades, 251

La cosa, antes de ir a la evangélica resurrección prometida en las primeras líneas, es que este ‘ecce homo’ de ciudad ya murió en anteriores ocasiones y otras tantas veces resucitó. De eso va siempre, en el fondo, Open House, de arquitecturas de aleluya, de edificios de todas las épocas que sobresalen no solo por sus formas, sino precisamente porque retratan sus respectivas épocas. Total, que una vez finalizado el funeral por las tiendas del centro, una estupenda idea era ir hasta el número 251 de la calle de Pujades, una finca particular de cinco pisos obra del suizo Thomas Lussi y la catalana Lola Domènech. Ha sido una de las joyas del Open House, algo así como una versión de bolsillo de otra de las grandes alegrías de este Open House, la Borda de Lacol, premio Ciutat de Barcelona del 2018, un conjunto de viviendas levantadas por la fórmula de cooperativa en el número 85 de la calle de la Constitució, en Sants, a un paso del término municipal de L’Hospitalet.

La historia de la obra de Pujades ha corrido de boca en boca. Cuatro parejas de amigos extranjeros pero que en algún momento de sus vidas echaron raíces en Barcelona acordaron comprar a escote un solar y levantar cinco viviendas (la quinta, la sobrante, la alquilaron) tal y como desearían vivir, con espacios comunes y otros privados, no como decidan los aburridos promotores inmobiliarios de la ciudad, que no salen de la sota, el caballo y el rey de la arquitectura, con apartamentos miméticos unos de otros, jamás concebidos para nuevas formas de vivir. El promotor privado jamás arriesga. Es más, tal y como apunta Domènech, es todo un síntoma que muchas personas, cuando compran un piso, lo primero que sopesen es qué paredes tirar.

El solar que esas cuatro parejas compraron no era gran cosa, de apenas seis metros de anchura de pared frente a la acera y, además, en mitad del barrio que echó a perder en los años 90 piezas notables de su arquitectura industrial para dar paso a promociones de viviendas esterotipadas, sin alma. A su manera, ese edificio para cuatro amigos (así lo bautizaron) apunta maneras para pasar a ser en un futuro inmediato parte del nuevo patrimonio arquitectónico del Poblenou, con toda esa piel exterior de postigos de madera que hacen que los paseantes levanten la vista.

Las dos visitas con más tirón han sido el Arc del Triomf y la Modelo. A saber qué dirían Jung y Freud de esta elección

Los postigos de madera, con lamas inclinables para regular la entrada de la luz, fueron muy comunes en Barcelona durante décadas, aunque con un defecto sobresaliente. Eran de pino, madera que toda ciudad marinera (eso de lo que presume a veces Barcelona y no debería) sabe que es poco amiga de estar a la intemperie. Toda la fachada anterior y la posterior también de esta finca es de iroko, la teca de África, estupenda para construir canoas allí donde crece. El resto del edificio es de materiales propios de aquel Poblenou que ya no existe, piezas cerámicas y hormigón.

Open House volverá el próximo año. La edición de este fin de semana (para los amantes de las clasificaciones) ha tenido sus edificios más concurridos. En lo alto de la lista está, curiosamente, una obra no muy alta, a la que el público se sube por lo inesperado que es que tenga una escalera interior. Es el Arc del Triomf. El segundo de la clasificación es la cárcel Modelo. A saber qué lecturas habrían sacado de ello Jung y Freud.