BARCELONEANDO

La deuda de Barcelona con Antoni Fabrés

El pintor, el español más conocido en Roma, legó su obra a la ciudad, lo que le supuso ser enviado al sumidero de la historia del arte

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Natàlia Farré

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Lo mismo vale no entender la locura modernista que considerar un calcetín prenda poco noble para el arte. Sin olvidar lo que significa confundir lo que Vitruvio tenía por forma ideal del teatro clásico con un donut (en el mejor de los casos) o manifestarse por pensar que acabar la Sagrada Família es, como poco, una "marranada". Ejemplos que sirven para ilustrar una muy ‘nostrada’ tradición de Barcelona: cuestionar cualquier intervención artística en el espacio público.

Así, si la obra de Antoni Gaudí para los Milá fue caricaturizada en 1912 como un párking para dirigibles, y en 1992 las críticas se cebaron tanto en la escultura gigante de un calcetín diseñada por Antoni Tàpies para el Palau Nacional que el proyecto acabó en el armario hasta que resucitó jibarizado en la fundación del artista casi tres décadas después. Mientras, las anillas de cerámica roja que Frederic Amat pensó para la fachada del Liceu (ya saben, los donuts) están en la nevera desde el 2016, y Josep Maria Subriachs pagó con el sesgo sobre la visión de su carrera la ejecución de la fachada de la Passió del templo expiatorio.

Pero ni Gaudí ni Tàpies ni Amat ni Subirachs han caído en el olvido. Sí fue enviado al sumidero de la historia del arte Antoni Fabrés (1854–1938). El que fue considerado el mejor artista español en Roma (después de Marià Fortuny, por supuesto), cuando la ciudad italiana era capital del arte, murió rodeado de indiferencia artística y no sobrevivió al destierro cultural que le sobrevino. El motivo, en este caso, no fue una intervención en el espacio público de Barcelona sino un regalo a los fondos de arte públicos de la ciudad.

"Nunca una donación, un acto de sensibilidad y de patriotismo, han llevado a tal ostracismo". Palabra de Aitor Quiney, comisario de la exposición que el MNAC dedica este verano a Fabrés para contribuir a la recuperación de quien fue considerado el mejor acuarelista del mundo, profesor de artistas de la talla de Diego Rivera y capaz de forjar un estilo totalmente personal (aunque en lo comercial se dedicó al gusto ‘pompier’ burgués porque daba más dividendos). 

Travesía del desierto

La travesía del desierto de Fabrés duró casi un siglo, desde 1926, cuando decidió donar a Barcelona su legado particular, hasta el 2014, cuando el Museu Nacional recuperó algunos de sus óleos para su renovada colección de arte moderno y todo el mundo empezó a preguntarse quién era ese tal Fabrés.

Su incorporación en el canon obligó a restaurar las obras, pues su singladura tras el fallecimiento de su autor fue tan desdichada como la de la memoria del artista. Los cuadros resistían en las reservas del museo, adonde llegaron tras sufrir todo tipo de percances (agua, luz, palomas y otras lindezas) en los almacenes del desaparecido Palau de Belles Arts. Al sótano del edificio levantado por Agust Font para la Exposición Universal de 1888 fueron a parar en 1930, cuando se descolgaron del salón de la Reina Regente ("uno de los salones más vastos y elegantes que nuestra ciudad", según la prensa de la época) para exponer a Ramon Casas. Y eso, tener una sala entera en el Palau de Belles Arts, fue lo que firmó la condena de muerte de Fabrés.

Polémica con enjundia

Fabrés nunca pidió tenerla, pero Joaquim Folch i Torres y la Junta de Museus se la dieron. Lo hicieron tras la donación (224 piezas). Y tras trasladar él mismo desde Roma las obras desmontadas y enrolladas para abaratar el seguro del porte. Hubo quien no entendió que tuviera un espacio tan noble: "¿Si a este pintor le entregamos con los ojos cerrados la gran sala de la Reina Regente, qué haremos por Joan Llimona, por el gran Martí i Alsina, por tantos otros maestros indiscutibles de nuestro arte?", se preguntaba Joan Sacs (alias Feliu Elías) al poco tiempo de inaugurar la exposición.

La polémica tuvo su enjundia, y acabó con las obras desterradas al sótano, y con Fabrés y Folch i Torres enfrentados. Tanto que el pintor dejó de cobrar una pensión vitalicia concedida por el ayuntamiento. Además, su memoria fue desprestigiada y borrada.  Y en estas circunstancias murió en Roma en 1938,  triste y arruinado. También trastocado.

Décadas después Barcelona, da a Fabrés un poco de la gloria que siempre anheló.