BARCELONEANDO

Santa Mònica, ¿qué hacer?

No hay en Barcelona otro centro artístico más dejado de la mano de Dios (o de la Generalitat) que el del número 7 de la Rambla

Centre d'Arts Santa Mònica

Centre d'Arts Santa Mònica / periodico

Ramón de España

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A veces me pregunto si no sería mejor devolverles a los agustinos descalzos el monasterio que fundaron en 1636 y olvidarse del Arts Santa Mònica, pese a la notable intervención de los arquitectos David y Albert Viaplana previa a su inauguración en 1988. No hay en Barcelona otro centro artístico más dejado de la mano de Dios (o de la Generalitat) que ese edificio situado en el número siete de la Rambla (enfrente, para más inri, de la sede del Departament de Cultura de nuestro querido Gobierno autónomo). Desde el cese de Jaume Reus en el 2017, no hay director y no se aprecia criterio alguno en las exposiciones que allí se alojan. Algunas son interesantes, no lo negaré -en estos momentos coinciden en el edificio el estudio de arquitectura de Olot RCR, el cineasta Isaki Lacuesta y el fotógrafo Joan Fontcuberta-, pero se echa a faltar una determinada línea, como siempre ha habido en el Palau de la Virreina, especialmente en los tiempos de Iván de la Nuez y en la actualidad con Valentín Roma.

Hubo una época, por lo menos, en la que las cosas estaban muy claras: los artistas del régimen, al Palau Robert; los alternativos o simplemente interesantes, a Santa Mònica, donde reinó entre el año de su fundación y el 2002 un señor de Lleida llamado Josep Miquel García. El tal García -que acabó víctima de unas supuestas corruptelas personales nunca aclaradas del todo- era un tipo muy simpático al que yo ya conocía cuando firmaba José Miguel García, se expresaba siempre en castellano e iba vestido de poeta bohemio, con canotier y todo. Durante mi breve permanencia como redactor jefe de la difunta revista 'Vibraciones', lo envié a entrevistar a mi admirado Àngel Jové, quien luego se me quejó por teléfono de la, según él, ignorancia supina del pobre García, al que tildó cruelmente de bobo. Yo creo que nunca lo fue, y prueba de ello es que cuando me lo crucé años después, ya al frente de Santa Mònica, el hombre solo hablaba en catalán, firmaba Josep Miquel y el atuendo de bohemio había sido sustituido por un traje bien cortado (ni rastro del canotier, por supuesto). Bajo su dirección hubo algunas exposiciones memorables, como 'Un elefante en el limbo' (1993), de Carlos Pazos, que costó un ojo de la cara, pero cada céntimo estuvo muy bien invertido.

El último con criterio

El último tipo con criterio que pasó por Santa Mònica fue Vicenç Altaió, pero no duró mucho: el hombre intentó proveer de una lógica expositiva al centro, pero no le dieron tiempo para llevar a cabo sus planes (ahora lo tenemos al frente de la Fundació Joan Brossa, donde dedicó una muestra excelente hace unos meses al psiquiatra Joan Obiols). Ahora dicen que en otoño se nombrará nuevo director y se anuncian exposiciones que, francamente, ni hacen mucha ilusión ni parecen responder a una cierta lógica artística: la compañía de danza Mal Pelo, La Fura dels Baus o El Bulli (los cocineros, como los artistas del régimen, deberían ir directamente al Palau Robert, genuino Can Pixa i relliscade la actividad expositiva barcelonesa: véase, actualmente, la muestra dedicada a Carme Ruscalleda para comprobar la veracidad de mi aserto).

Reconozco que las raras veces en que me decido a bajar la Rambla a pie hasta el final, siempre acabo entrando en Santa Mònica: es gratis y a veces pillas algo no que está mal. Pero es un equipamiento cultural que, en general, no se entiende. El último intento de dedicarlo a algo concreto lo llevó a cabo Vicent Sanchis, quien propuso a la autoridad incompetente reciclarlo como centro de estudios de la historieta. No coló, y si no lo logró el amigo Vicent, que es un hombre del régimen, no lo conseguirá nadie. Sobre las semanas en que estuvo a punto de dirigirlo la inefable moderniqui Bibiana Ballbè, más vale guardar un piadoso silencio.

Y ahí está, ahí está, viendo pasar el tiempo (como la puerta de Alcalá), ese bonito edificio con el que los mandamases de la cultura catalana parecen no saber qué hacer. Lo dicho: tal vez lo mejor sea devolvérselo a los agustinos descalzos. O incluso a los agustinos calzados. Un poco de espiritualidad en el cogollo del puterío y el navajazo barceloneses podría ser muy bienvenido.