BARCELONEANDO

El día que vi a Ribeyro

Desde Barcelona se intenta colocar al escritor limeño entre los grandes de la literatura en español

Ribeyro

Ribeyro / periodico

Ramón de España

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Una vez más, desde Barcelona, se intenta colocar a Julio Ramón Ribeyro (Lima, 1929-1994) en el lugar que le corresponde: entre los grandes de la literatura en español. Se encarga de ello Seix Barral, como antaño lo hizo Tusquets ("el pobre Ribeyro no vende nada", me comentó en su momento Beatriz de Moura, que lo adoraba), centrándose de momento en los cuentos, que constituyen el grueso de su producción ('La palabra del mundo'), y los textos memorialistas y opinativos sobre la vida en general y la suya en particular ('Prosas apátridas' y la reedición de 'La tentación del fracaso'). ¿Quedarán sus tres novelas para más adelante o esperarán a ver qué tal funcionan esos tres libros recién aparecidos?

Seix Barral rindió un discreto homenaje a Ribeyro la semana pasada, durante su fiesta anual de fin de curso, a la que asistieron como prologuistas de lujo para el escritor peruano Enrique Vila-Matas y Fernando León de Aranoa. Me pregunto si la maldición de Ribeyro se acabará algún día. Mientras vivía, todos sus amigos ricos y famosos, empezando por Mario Vargas Llosa, lo alababan y decían que era el mejor de todos ellos, pero el público no se lo tragaba. Tampoco es que eso le preocupara mucho a nuestro hombre, que se había acostumbrado a una vida nómada y precaria deambulando por Europa -aunque donde más estuvo fue en París-, fumando sin parar y yendo a lo suyo. En París tuvo dos empleos estables: en la agencia France Presse y como agregado cultural de la embajada peruana. Ya mayor, obtuvo un cargo en la Unesco. Y después se volvió a Lima, donde lo acabarían enterrando. Yo caí en sus garras gracias a Marcos Ordóñez, que me obligó prácticamente a leer 'Prosas apátridas' y nunca se lo agradeceré lo bastante. Me gustó tanto aquel libro de observaciones sobre la existencia que hasta utilicé una de ellas como entrada de mi primera novela ('Sol, amor y mar', título tomado de una canción de Los Diablos): "Vivimos en un mundo ambiguo, las palabras no quieren decir nada, las ideas son cheques sin provisión, los valores carecen de valor, las personas son impenetrables, los hechos amasijos de contradicciones, la verdad una quimera y la realidad un fenómeno tan difuso que es el difícil distinguirla del sueño, la fantasía o la alucinación. La duda, que es el signo de la inteligencia, es también la tara más ominosa de mi carácter. Ella me ha hecho ver y no ver, actuar y no actuar, ha impedido en mí la formación de convicciones duraderas, ha matado hasta la pasión y me ha dado finalmente del mundo la imagen de un remolino donde se ahogan los fantasmas de los días, sin dejar otra cosa que briznas de sucesos locos y gesticulaciones sin causa ni finalidad".

Esperando en vano

Ribeyro había escrito mi autorretrato y a la fuerza tenía que engancharme a sus obras. Hasta le envié un ejemplar de 'Sol, amor y mar' a una dirección parisina y me pasé unos meses esperando en vano una respuesta. O la dirección estaba equivocada o el hombre no tenía tiempo que perder con un jovenzuelo barcelonés que lo admiraba. A principios de los noventa me lo crucé por el paseo de Gracia, frente a una parada de la Feria del Libro de Ocasión, pero no me atreví a decirle nada: de espaldas a la caseta, mirando con estupor a derecha e izquierda, como si alguien le estuviese dando plantón, parecía lo que probablemente siempre fue: un hombre perdido.

Todos sus amigos ricos y famosos, entre ellos Vargas Llosa, decían que era el mejor de todos

Pero una novela de ese hombre perdido es la única que he leído tres veces en toda mi vida, Los geniecillos dominicales (1965). Algo en esa historia protagonizada por unos jóvenes pringados limeños que, como 'I Vittelloni' de Fellini, esperaban que sucediera algo en su vida me llegó al alma. Sobre todo, aquel personaje que se pasaba el día en pijama hasta que apareció una bella vecina nórdica que lo tuvo ilusionado un tiempo y lo obligó a vestirse decentemente. Cuando ella lo rechaza, el hombre vuelve al pijama, definido en el libro como "el uniforme de los fracasados".

Ojalá Seix Barral consiga lo que no logró Tusquets con Julio Ramón Ribeyro. Pero, francamente, no me hago muchas ilusiones.