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La huella soviética en Barcelona

Un palacete del Tibidabo, antiguo consulado de la URSS, conserva intacto el búnker construido durante la guerra

El búnker de la antigua embajada soviética

El búnker de la antigua embajada soviética / periodico

Olga Merino

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Al cabo de 20 años —de todo hace 20 años o más—, este diario ha podido revisitar el búnker soviético de la ciudad, después de haberlo explorado a finales del 2002, el mismo año de la entrada en vigor del euro y el hundimiento del petrolero ‘Prestige’ con sus tremebundos “hilillos de plastilina”. Pues bien, aunque ha llovido bastante desde entonces, los propietarios del inmueble siguen conservando intacta, en perfecto estado de revista, la reliquia histórica. Justo es reconocerlo.

El refugio antiaéreo en cuestión se encuentra en el número 17 de la avenida del Tibidabo, en el sótano de una espléndida mansión señorial, diseñada por el arquitecto Luis Sagnier Villavechia en 1915 como residencia del doctor Salvador Andreu, el de las célebres pastillas para la tos y uno de los artífices de la urbanización de la montaña. Con el estallido de la guerra civil, la Generalitat republicana se incautó del chalet después de que los herederos de la dinastía farmacéutica hubiesen puesto los pies en polvorosa. El servicio permaneció en la casa.

Al frente de esta legación estuvo un héroe de la toma del Palacio de Inverno al que Stalin purgó por trotskista

Enseguida, la torre modernista se convirtió en el consulado de la Unión Soviética en Barcelona, una legación con rango de embajada, y cabe decir que los inquilinos del país de los sóviets mantuvieron con sumo cuidado los muebles, la biblioteca y los objetos de arte que los Andreu habían dejado atrás. Hasta el verano de 1933, dos años después de la proclamación de la República, España no estableció relaciones diplomáticas con el Moscú comunista.

Inexpugnable

El búnker se excavó debido al hostigamiento de los aviones italianos procedentes de Mallorca durante la contienda, y a diferencia del resto de refugios construidos en la ciudad, el de la avenida del Tibidabo se diseñó para que los diplomáticos y el personal del consulado pudieran seguir trabajando durante los bombardeos, hasta dos semanas incluso bajo tierra, como los topos. La instalación, de 50 metros cuadrados, con muros de hormigón armado de 40 centímetros de espesor, dispone de un generador autónomo de electricidad, varios despachos, dormitorios, letrina y botiquín. Una pesada puerta de hierro colado, solo manipulable desde el interior, custodia la entrada a la mazmorra, y otra de parecidas características permite salir al jardín que rodea la torre. Un fortín inexpugnable.

Sorprenden al forastero el frescor del subsuelo y la solidez del recinto, donde el tiempo parece haberse detenido en una cápsula de atmósfera inquietante. Aún se preservan tanto la placa policromada que colgaba en la fachada (“Consulado General de la Unión Soviética en Barcelona”, escrito en francés y en ruso) como una bandera enmarcada ya sin rastro del rojo revolución: los años transcurridos han desvaído el color hasta un beige aséptico; como en la vida misma, los ardores ideológicos se descafeínan.

Pero hete aquí que, observando la bandera, salta a la vista un detalle que había pasado desapercibido en la primera visita: la hoz y el martillo, ‘serp’ y ‘molot’ en idioma ruso, símbolos del campesinado y el proletariado industrial, están bordados al revés; es decir, si el filo de la guadaña debería apuntar hacia occidente en un estandarte ortodoxo, en el del Tibidabo señala hacia oriente. O sea, una pifia del tamaño del Kremlin. Pobres costureras, ¿se llevarían alguna colleja por el despiste?

La bandera original esconde una pifia monumental de las costureras: la hoz no apunta a occidente

Desde luego, quien no salió bien parado de la aventura soviética en la ciudad fue el cónsul Vladímir Antónov-Ovséyenko, héroe de la URSS por cuanto había dirigido la toma del Palacio de Invierno (hoy sede del museo Hermitage) en Petrogrado. Durante su estancia barcelonesa, el diplomático llegó a aprender catalán y, como atestiguan las fotos de la época, posó a la derecha de Companys en el momento de la proclamación de Estat Català, el 6 de octubre de 1934. Pero, ay, el camarada Stalin nunca le perdonó su filiación trotskista, así que, un buen día, lo mandó llamar a Moscú y lo hizo desaparecer (fusilado) en la gran purga de 1937. También los agentes que detuvieron a Andreu Nin en la Rambla por trotskista pernoctaron en el palacete del Tibidabo.

Paredes, en fin, que rezuman historia las de la mansión del doctor Andreu, cuya familia regresó acabada la guerra. El edificio fue adquirido en 1988 por la Sociedad Anónima de Tejidos (SATI), y desde 1996 es la sede de Mutua Universal. El refugio aéreo es accesible al público si se concierta previamente la visita.