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El malagueño que resucita a los emperadores romanos

Un malagueño con buena mano en el hiperrealismo escultórico resucita a los césares, entre ellos al olvidado fundador de Barcelona

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Carles Cols

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Que nadie dude de que algún día la ciencia resucitará los mamuts, pero por lo pronto, sin que tenga menos mérito, el malagueño Salva Ruano casi que devuelve a la vida a los emperadores romanos. De momento, tres, CalígulaNerón y Augusto. Ensayó primero la técnica con Julio César, pero este ni era emperador (que más quisiera él, que literalmente cayó “como un ciervo alanceado” a las puertas de lograrlo) ni el resultado era el que Ruano deseaba. A sus CalígulaNerón y Augusto, ¡oh milagro del hiperrealismo escultórico!, no se les puede poner ni un pero. ‘Césares de Roma’, así ha bautizado su proyecto, una ocasión para estar cara a cara, por ejemplo, de Cayo Octavio Turino, conocido para la posteridad como Augusto, el emperador bajo cuyo reinado se fundó la Colonia Iulia Augusta Faventia Paterna Barcino, o sea, Barcelona, que, como se dirá después, fue la Marina d’Or de la antigüedad. ¿Demasiada información de golpe en pocas líneas? Vamos por partes.

Silicona y pelo, de cabra o humano, bastan para mirar cara a cara a personajes que vilipendió Suetonio

A la obra de Salva Ruano, el resurreccionista de la antigüedad, le ha dado visibilidad recientemente otro ‘civis romanus’, Néstor F. Marqués, un arqueólogo con grandes dotes como divulgador y que se mueve por las redes sociales como Mesalina entre las sábanas. Es gracias a él que estos emperadores están ahora en esta página, no inertes como piezas de mármol durante 20 siglos castigadas por el paso del tiempo, sino frescos y lozanos, como recién salidos del ‘apodyterium’, vamos, los vestuarios de las termas. Marqués descubrió a Ruano y le dio visibilidad entre la comunidad internauta del ‘péplum’.

“Pues sí, Augusto era flacucho y bajito”, dice Marqués al teléfono desde Segovia, tal vez la ciudad más romana de Castilla. Y Calígula, por cierto, era peludo, no de pecho lampiño como John Hurt en en ‘Yo, Claudio’, lo cual le dejaba en mal lugar, porque el pelo en el torso era motivo de mofa ya desde tiempos de las obras de teatro de Aristófanes, que ridiculizaba así a los iberos. Tampoco Nerón, prosigue este segoviano, era el majara que retrató para la posteridad Suetonio en ‘Vida de los 12 césares’, que, junto a los textos de Tácito, es el pilar en el que se han basado el cine, el teatro y la literatura, incluido Shakespeare, para perpetuar unas imágenes deformes de cómo eran en verdad aquellos personajes históricos. Añade Marqués lo que no es ningún secreto para todo buen latinista, que Suetonio mostraba la realidad como el ‘Lecturas’ cuando visita las casas de los famosos, en unos casos, o con propósito de libelo, cuando los personajes no eran de su agrado. ‘Vida de los 12 césares’, aunque su lectura sea una delicia muy recomendable, es la escopeta de feria del rigor histórico.

Ruano desanda el camino que hace 2.000 años realizaron los escultores. Se ellos deificaron a los emperadores, él les devuelve la humanidad

Es por eso, en parte, que la obra de Ruano merece especial atención. En esencia hace lo mismo que para la ira de nostálgicos hizo en su día el artista Eugenio Merino con la chola de Francisco Franco, recrearla con técnicas escultóricas de hiperrealismo, hasta el extremo de que solo le falta decir “españoles todos”, pero en el caso del malagueño, con otros tiranos menos controvertidos, los emperadores. Su último trabajo es Calígula, cuatro meses de trabajo con silicona y pelo real, a veces de cabra, a veces humano, que comenzaron con un molde extraido del mármol que de este emperador se conserva en el Museo de Arte de Worcester. Si los tallistas de la antigüedad se empleaban con el cincel con propósito de deificar a sus modelos, Ruano hace el camino contrario, retrocede paso a paso hasta concederles un aire de simple mortal, con las naturales imperfecciones de la piel si es necesario. No hay que perderse el video que en youtube ha colgado él mismo sobre el proceso de resurrección de Nerón, con una sesión de peluquería con secador y barbería a tijeras que ya hubiera querido Peter Ustinov en ‘Quo vadis?’.

Ruano, por dar algunas pinceladas sobre el artista, descubrió Roma de crío, a través de Astérix, pero así como otros fijaban su atención en los protagonistas, en ese panegírico del patriotismo francés, él tenía debilidad por el otro mundo que de fondo se retrataba en aquellas historietas, el romano, así que de la lectura de Uderzo y Goscinny muy pronto pasó a ‘La Guerra de las Galias’ de Julio César, y otros clásicos. Al hiperrealismo, por otra parte, llegó de forma autodidacta, lo cual se dice muy rápido, pero es un proceso muy lento, de prueba y error. Ahora, lo dicho, tiene en casa a tres emperadores. Si prosigue, y no es necesario echar mano de un augur para hacer este pronóstico, a medio plazo no habría que descartar una gira estelar de estas cabezas por las ciudades ‘romanas’ de España. Barcelona debería estar entre ellas. Por Augusto. Pero basta conocer un poco el alma ingrata de esta ciudad para ser pesimistas sobre ello.

De la terna que ha revivido RuanoAugusto podría parecer equivocadamente, de entrada, el menos fascinante. Bajo su reinado no ardió Roma. Vaya. Tampoco exhibía en público la excéntrica crueldad de Calígula. “Hiérele de forma que sepa que se está muriendo”, le sugería este a los verdugos antes de que se metieran en faena. Pero como dejó escrito el novelista Robert Harris, otro enamorado de la antigüedad, Augusto fue, por su relevancia, influencia y longevidad política, un personaje de muchísima más talla histórica que NapoleónStalin o Hitler. Tiene su versículo en la Biblia, en el evangelio de Lucas, como promotor de los empadronamientos que tan de cabeza llevaron a José y María. Suyo es el mérito de que la Eneida, poca broma, sobreviviera a Virgilio, porque este, como un Kafka, deseaba llevarse a la tumba su obra. Augusto fue, coincide Marqués, un Maquiavelo 14 siglos antes que MaquiaveloMarco Antonio y Cleopatra podrían hablar horas sobre ello. Pero, además de por ese currículum, por lo que emociona mirar a la cara a este “bajito flacucho” es porque por orden suya se sentaron las bases de la actual Barcelona, lo cual merece un punto y aparte, porque es desde esta antigua colonia de ‘jubilatas’ de las legiones romanas desde donde se escribe esta crónica.

Barcelona trata al que fuera su fundador con el mismo respeto que a Ildefons Cerdà. No hay que añadir mucho más

Así es. Este, barceloneses, es el responsable de que esta ciudad sea hoy en día más que un punto en el mapa y, como ya ha quedado demostrado con Ildefons Cerdà, al que se le ha dedicado una plaza fea en una ciudad experta en que sus grandes plazas sean feas, que ya es decir, Barcelona le rinde homenaje con ingratitud e incluso maltrato. Es cierto que lo que fundó el primer emperador romano de la historia fue una colonia, o sea, nada del otro jueves, un lugar de retiro para la soldadesca que guerreó en la frontera norte de Hispania, casi un imserso de centuriones, pero Barcelona tuvo desde poco después de su nacimiento como urbe un templo dedicado a Augusto, del que milagrosamente se conservan solo cuatro columnas. Tanto desapego ha tenido esta ciudad con su fundador que a finales del XIX a punto estuvo Ramon Montaner, pariente de Lluís Domènech i Montaner, de llevárselas para decorar una casa de quiero y no puedo que se había hecho construir en Canet de Mar. Se quedaron.

Ruano, el artista, asegura que no dudó en incluir a Augusto en su lista de resucitados. Ningún buen romanófilo lo dejaría fuera. Basta releer a Edward Gibbon para subrayar que como él no hubo otro igual. “Es casi innecesario enumerar los indignos sucesores de Augusto. Sus incomparables vicios y el teatro en que se desarrollaba les han salvado del olvido. El tenebroso e implacable Tiberio, el furioso Calígula, el débil Claudio, el cruel y disoluto Nerón, el repugnante Vitelio y el tímido e inhumano Domiciano son condenados a infamia perpetua”. Bueno, sin ánimo de enmendar a Gibbon, no está de más desear que Ruano prosiga con su proyecto y, una vez completo, decir, como Augusto en el lecho de muerte, ‘acta est fabula, plaudite’.