CENSO DE 1.195 PERSONAS SIN HOGAR

La Fundació Arrels hace oír las voces de la calle

Recuento de personas sin hogar en Barcelona, organizado por la Fundació Arrels

Recuento de personas sin hogar en Barcelona, organizado por la Fundació Arrels. / periodico

Elisenda Colell

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Algunos sonríen al ver que alguien los escucha, otros se llegan a enfadar y, en algún caso hay quien opta por pedir deseos a la virgen. Estas son algunas de las reacciones que captaron 549 voluntarios de la Fundació Arrels durante la noche de este miércoles entrevistando a personas que duermen en la calle. Al menos por una noche tomaron la palabra. "Podría ser yo", comentaba un voluntario. Aunque al final, la gran sorpresa es el número de respuestas obtenidas. "Pensaba que nadie quería explicarnos su historia, quizá es que nunca nadie les escucha", comenta un grupo de chicas al terminar.

Alrededor de la medianoche, los diferentes voluntarios empezaron a recorrer las distintas calles de Barcelona comandadas por la Fundació Arrels, que ayuda a personas sin hogar. Contaron 1.195 personas, un 20% más que el año pasado. Pero el objetivo era hablar con ellos, saber qué les preocupa, qué necesitan.

Carlos es uno de los voluntarios que decidieron pasar esta noche lejos de su cama y pijama. "Me he visto en esa línea fina, he estado apunto de acabar así, realmente podríamos ser tú, o yo", explica, al recordar sus peores años de la crisis. Este vecino de El Prat de Llobregat estuvo seis meses en el paro, y pudo ir pagando la hipoteca gracias a la ayuda de sus padres. Ahora colabora con la Fundació Arrels, y junto a Cristina, se ocupa de una zona del barrio Gòtic. "Las personas que tenemos más comodidades tenemos que ayudar a hacer el mundo un poco más justo", reflexiona ella.

Una cama por horas

No son ni la una y ya encuentran a una persona. Es un hombre, de origen indio, que intenta reposar  entre cartones en la zona infantil de la plaza George Orwell. Está despierto y, con una sonrisa, accede a hacer la encuesta. Se llama Navdeepsingh. Explica que lleva 15 años en España, y dos meses durmiendo en la calle de Barcelona. Su familia tenía un restaurante, pero ha quebrado. Ahora tiene trabajos esporádicos cuando le llaman: cocinero o dependiente de colmados. Si tiene dinero, duerme en una 'cama caliente’. Es decir, una cama que alquila por horas. Le cuesta 150 euros al mes. Eso sí, solo la puede usar cuando está libre. En su caso, desde las 5 de la madrugada hasta mediodía.

Tiene tarjeta sanitaria y no ha sufrido ninguna agresión ni robo. Al terminar la entrevista, da las gracias y desea las buenas noches. No lo serán, al menos para él. A los pocos minutos aparecen dos agentes de la Guardia Urbana y le expulsan del parque. Eugenia, otra voluntaria, no puede evitar defender al hombre. "¿Te gustaría que te lo hicieran a ti? Este hombre no tiene nada", le espeta al agente. El policía le explica las ordenanzas, le señala la lata de cerveza que hay en el suelo y le recuerda que se trata de un parque infantil. Da igual, porque él ya se ha ido. Silenciosamente, ha llevado su mochila y sus cartones, a otro lado de la plaza. Por allí pasa el servicio de limpieza rociando con agua. Y a los pocos minutos desaparece. Los voluntarios siguen discutiendo con los agentes, que les reconocen que a veces se tienen que poner una coraza cuando ven personas que están sufriendo.

Abuelos en la calle

Unas calles más arriba, en Avinyó, duerme una pareja rumana. El hombre, el único que habla español, explica que tienen entre 70 y 80 años. La entrevista la hacen Carla, Sandra y Núria, tres estudiantes de integración social que esta noche empalman el voluntariado con el trabajo. El hombre, con el pelo blanco y visibles arrugas en la frente, señala que antes trabajaba en un servicio de limpieza. Le despidieron y optó por vivir en la calle, aun teniendo una pensión. Traga cerveza, y recuerda sus dolencias: le duele el corazón, la espalda y tiene asma. Ha estado ingresado varias semanas en el hospital. Y luego, de vuelta a la calle.

El precio de la libertad

Las chicas siguen subiendo. En la plaza de Felip Neri dan con una persona que se indentifica como mujer pese a tener nombre de hombre en su pasaporte. Tiene 56 años y duerme escondida entre unas vallas y las paredes, que tienen esculpidas las marcas de la metralla de los bombardeos de la Guerra Civil. Era periodista deportivo en la República Checa, pero no le pagaban. Optó por viajar: Canadá, Austria, Italia, Suramérica... hasta que el dinero se terminó. "Hablo 12 idiomas", explica.

A veces vive en una casa ocupada en Blanes. Pero la gran mayoría de noches las pasa en la calle de Barcelona, donde lleva ya casi seis años. "Claro que prefería un piso, pero me gusta la libertad de vivir en la calle, no dependo de nadie", asegura. Pero la libertad siempre tiene un precio. En su caso, un catarro agarrado en el pecho que le obliga a toser durante toda la entrevista.

En la calle de la Boqueria se entrevé un hombre atravesado frente un portal. Se vislumbran su calva, los vaqueros y las zapatillas. El resto lo cubre un saco de dormir. Le acompaña una botella de vino, ya vacía. Las chicas le intentan despertar. No hay manera. A su lado, unos turistas que salen de un local se miran la escena con cierto pasmo. "¿Están hablando con un indigente?", le pregunta uno a otro, con el pitillo y la cerveza en la mano.

"¿De qué me sirve la suerte?"

Al subir unas callejuelas, ven el suelo ensangrentado. Hay también una jeringuilla usada, y dosis de lo que podría ser heroína. En pocos minutos aparece un chico sin camiseta, que se toca el brazo. "Es él", dice una de las chicas. Son las cuatro de la madrugada. Se postra frente a la estatuilla de una virgen, una especie de altar, en la calle Santa Eulalia. "Mujer, dile a tu hijo que me perdone", le implora a gritos. Le habla de su madre, y de las mujeres. Las voluntarias cruzan la calle. Él les pregunta si quieren pedirle algo a la virgen, que él ya lo ha hecho. "Que tengas suerte", le responden. "¿Y de qué me sirve a mí la suerte?". La pregunta queda suspendida en el aire. Nadie sabe muy bien qué responder. A veces solo basta con escuchar a las voces de la calle.