BARCELONEANDO
La música de Aurelio Major
El poeta presenta una nueva obra en la que abunda en términos olvidados, oscuros y crípticos
Ramón de España
Periodista
Ramón de España
Lo confieso de entrada: soy un negado para la poesía. Como autor y como lector. Mi obra (seudo) poética se reduce a una opereta pop -inspirada en las del gran Ray Davies, líder de los Kinks- que escribí a los veinte años para el grupo Melodrama, que posteriormente sería a Jaume Sisa lo que The Band a Bob Dylan (o eso sostengo sin que esta sociedad hostil tenga el detalle de darme la razón). Como lector soy un desastre: leo poesía al mismo ritmo que la prosa y llego al final sin haberme enterado de nada. Eso me condena a poetas narrativos como Gil de Biedma, Philip Larkin, el Gabriel Ferraté de Les dones i els dies o Raymond Carver, cuyos poemas, que ahora edita Anagrama, se parecen muchísimo a sus relatos breves.
Compatibilizo la triste realidad de ser un sujeto prosaico con la admiración que me inspiran los poetas. Y la envidia, pues es como si hubiesen accedido a un elevado estado del alma que a mí me está negado (como la pintura abstracta, por otra parte). Siento hacia los poetas una envidia muy similar a la que experimento, como agnóstico profesional, hacia los creyentes de cualquier religión: si fuese católico practicante y lector afamado de poesía sería mucho más feliz, estoy convencido de ello. Desde fuera, el mundo de la poesía parece un ejercicio de la literatura carente de la miseria moral que abunda entre los novelistas. Hace años, hablando con mi amigo poeta Aurelio Major - un mexicano nacido en Canadá en 1963, e instalado hace años en Barcelona, donde escribe, traduce, da clases y coordina, a medias con su mujer, la norteamericana Valerie Miles, la edición en español de la revista literaria Granta-, le comenté que la gente suele olvidarse de dos elementos inherentes al novelista que no resultan muy dignos: el odio a sus colegas y el ansia de ganar dinero. La respuesta de Aurelio, que es un hombre con un sentido del humor bastante retorcido, me llegó al alma: "Uy, la poesía es peor. Como ahí no existe la posibilidad de enriquecerse, solo hay odio".
Los 'diehards' del verso
Con esta sentencia en la cabeza me acerqué el martes pasado a la librería La Central de la calle Mallorca, donde Aurelio presentaba su segundo volumen de poesía, Pródromo. Enseguida me di cuenta de que me encontraba en un ambiente ligeramente distinto al de las demás presentaciones literarias, pues, a excepción de unos pocos conocidos -Juan Bufill, Antoni Marí, los hermanos Amat (la escritora Nuria y el artista Frederic)-, el resto de la audiencia se me antojó formada por seres poéticos que solo salen de casa para encontrarse con sus iguales. Presentaba el acto Victoria Cirlot, que es un pozo de conocimientos, cuanto más vetustos y excéntricos, mejor, y una de las hijas del poeta barcelonés peor tratado por la cultura oficial de esta ciudad y del paisito que la rodea, Juan Eduardo Cirlot (1916 – 1973). Lo primero que nos dijo Victoria fue que íbamos a necesitar varios diccionarios para leer el nuevo poemario de Aurelio, que lo pone difícil desde el título, Pródromo (primeras señales de una inminente enfermedad), y abunda en términos olvidados, mexicanos, oscuros y crípticos (su primer libro de poemas, La trifulca, publicado en 2013, tenía un título transparente, en comparación). De ahí deduje que los poemas de mi amigo eran para los diehards del verso, y no me equivocaba, como tampoco se equivocó Cirlot al hablar de "la música de Aurelio Major", a la que había que entregarse para disfrutar de cada uno de sus poemas.
Lo comprobé cuando el autor recitó una pieza larga titulada Ilapso (una suerte de epifanía). Tras un par de minutos de incomprensión absoluta, cambié el chip y empecé a disfrutar de la música de Aurelio Major, que como rapsoda no tiene precio (lo siento por Celdoni Fonoll). Primando el continente sobre el contenido, optando por esa musicalidad de la que hablaba la presentadora, conseguí disfrutar de una cascada de palabras cuidadosamente elegidas que, una vez más, me hicieron llegar a la conclusión de que la poesía es un apacible hogar que nunca me abrirá sus puertas del todo.
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