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El padre de la 'volta' catalana

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zentauroepp48078364 lledo190524131039 / Joan Mateu Parra

Olga Merino

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Habrá pasado el lector mil veces por delante de la Escola Industrial, en la calle de Urgell, por lo que fue la antigua fábrica de hilaturas Can Batlló, una de las mayores que albergó la Barcelona del siglo XIX, asentada, la factoría, sobre cuatro manzanas del Eixample. Solo funcionó a pleno rendimiento durante 19 años, por la inflamabilidad laboral de la Rosa de Fuego, y, antes de convertirse en escuela, fue habilitada como hospital para soldados repatriados de la guerra de Cuba. Pero lo que interesa aquí del edificio, en su magnificencia y solidez, es el hecho de que sea uno de los contadísimos proyectados en la ciudad por Rafael Guastavino (Valencia, 1842 – Baltimore, 1908). ¿La razón? Porque se trata de un genial maestro de obras, el crack que ‘inventó’ la llamada 'volta' catalana, un personaje bajito y estrafalario que parece salido de un folletín decimonónico.

Quien se conoce la historia al dedillo es el arquitecto David Lladó, especializado en edificios antiguos y responsable de la rehabilitación, entre otras, de inmuebles emblemáticos como la antigua fábrica Casarramona, sede de CaixaForum, o los hoteles Neri y Oriente. Durante un paseo matinal por los alrededores de la Escola Industrial, cuenta que el gran mérito de Guastavino fue emigrar a Estados Unidos en 1881 y patentar allí la bóveda tabicada ignífuga. Un tipo con olfato y muy desesperado. La cuestión es que el emprendedor valenciano llegó, en el momento idóneo, a un país sumido en la psicosis colectiva del fuego por los pavorosos incendios de Chicago (1871) y Boston (1872).

Explica Lladó que a este sistema, que ya empleaban los constructores griegos y romanos, se la acabó conociendo en el gremio como bóveda (volta) catalana, tal vez porque en Catalunya había muchas tejerías, debido el tirón constructivo de la revolución industrial, así como buena arcilla para cocer ladrillos y mejores maestros de obras. Esta especie de cúpula resultaba perfecta para naves industriales por las grandes luces —distancias entre apoyos— que permite y porque su construcción no precisa de cimbras ni vigas de madera, tan amigas del fuego. La piedra no arde.

Durante siglos, la bóveda tabicada o de ladrillo plano se había hecho a ojo de buen cubero, como tantas otras cosas por estos pagos, hasta que Rafael Guastavino sistematizó su cálculo y la mejoró añadiéndole cemento de Pórtland y barras interiores de acero después de sus estudios de 'mestre d’obres' en Barcelona. A tal efecto, dejó su Valencia natal y se instaló aquí en casa de su tío, Ramón Guastavino, sastre de profesión y muy bien relacionado con la burguesía emergente, pero al protagonista de estas líneas no se le ocurrió otra cosa que dejar embarazada a la hija adoptiva de Don Ramón. Se casó con ella, y ahí empezó el lío. Su irregular vida familiar le llevó cuesta abajo en la rodada.

Tras la muerte del tío, la esposa/prima se largó a Argentina con la herencia y tres de los hijos que había tenido con Guastavino. Al buscavidas, sin blanca y con la reputación a la altura del betún, no le quedó otra que poner también tierra de por medio, y fue así cómo zarpó en un vapor hacia las Américas con el cuarto de sus vástagos, el pequeño, además de su amante, Paulina Roig, y las dos hijas de esta. Antes, eso sí, urdió una estafa con pagarés para tener algún centavo durante la travesía. Su vida, en efecto, parece una novela de Dickens por entregas.

Sin inglés y sin contactos

Lo pasmoso del asunto es cómo se las ingenió al otro lado del Atlántico sin saber ni papa de inglés y sin contacto alguno para llegar adonde llegó. Le costó lo suyo convencer a los promotores de que adoptaran un sistema constructivo que llevaba siglos empleándose en la cuenca mediterránea pero del que sin embargo desconfiaban, hasta que logró patentarlo como el Guastavino System o Catalanvault. Se hizo rico por el pavor a los incendios. El inteligente buscavidas dejó un millar de edificios espléndidos en Estados Unidos, sobre todo en Nueva York, como la estación Grand Central Terminal o partes del puente de Queensboro.

En Catalunya, cuenta Lladó, la estela fue menor, de unos 300, como el teatro de La Massa, en Vilassar de Dalt. En Barcelona, decíamos, la Escola Industrial o un rincón muy agradable en el Raval: el restaurante En Ville (Doctor Dou, 14), cuyo techo luce un magnífico ejemplo de volta catalana. Bajo la bóveda de la ciudad las historias son infinitas.