BARCELONEANDO

Los últimos mohicanos del churro

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Olga Merino

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Como piezas arqueológicas, como orquídeas únicas en un extraño jardín botánico, tan solo queda una treintena de puestos de churros en la ciudad, entre los cuales el más antiguo, si nadie presenta alegaciones, es el del puente de la Marina, abierto desde el 8 de enero de 1958, el mismo año en que Elvis Presley hizo la mili; o sea, que ha llovido bastante desde entonces. Hoy lo regenta Jordi Argilés.

De forma lenta pero inexorable, las churrerías han ido desapareciendo del paisaje urbano, como los quioscos y las cabinas telefónicas. Hablamos de las churrerías de caseta, las de tómbola, calle o caravana, esos artilugios móviles que ahora, en estos tiempos de espelta y batidos detox, se han dado en llamar con el anglicismo 'food trucks'. Si hace tres décadas, cuando la limpieza desatada con los Juegos Olímpicos, funcionaban cerca de 80 a pleno rendimiento, ahora permanece apenas un puñado. E irán a menos por el escaso relevo generacional, porque el oficio tiene horarios matadores a los que no todo el mundo se aclimata.

De desayuno fabril, la masa frita se ha convertido en resopón para fiesteros y noctámbulos

La familia Argilés sí fue de las que hizo el traspaso. Cuando el padre de Jordi, José Argilés, llegó de Rincón de Ademuz, el mismo pedazo de mundo que vio nacer a Paco Candel, e instaló su barracón de madera en el puente de la Marina, la jornada laboral comenzaba entre las cuatro y media y las cinco de la mañana. Los obreros que salían de la boca de metro y se desperdigaban por las fábricas del Poblenou compraban un cucurucho de churros para el camino. Prisas, manos calientes y lamparones de aceite en el papel de estraza, que, a diferencia del maldito plástico, no reblandece lo que contiene.

En los tiempos de José, presidente del gremio durante 40 años antes de su jubilación, la masa todavía se freía en cocinas que funcionaban con carbón de coque. Las básculas, con pesas, y las patatas se mondaban a mano y se embolsaban luego en paquetes de colores, rojo, verde, azul, amarillo, paquetes hechos con papel de brillantina; así se llamaba. ¡Ah, la alegría dominical de las patatas de churrería! Colas bajo el sol, humo de aceite hirviendo. Humilde aperitivo de barrio.

Después de la juega

Como de las factorías y talleres del Poblenou ya no queda ni rastro, sustituidos por hoteles y discotecas, la churrería ha tenido que adaptarse al cambio de costumbres. Si el cucurucho de churros fue desayuno obrero, antes de que irrumpiera la bollería industrial con sus grasas de palma, ahora se ha instituido en resopón reconfortante tras una noche de juerga. Nochevieja, las verbenas del verano, un viernes o sábado a la salida del Razzmatazz o del Mephisto. Un vaso de chocolate deshecho acompañado de churros, porras, pestiños, buñuelos o cualquier otra deliciosa fruta de sartén. "Churros de lazo, dulces como un abrazo", dice un cartel colgado en el interior de la caseta.

Los fines de semana, la churrería J. Argilés (Marina, 107) abre ininterrumpidamente y, con el fin de acomodarse a los gustos de la juventud fiestera, cuenta Jordi que han inventado un artefacto muy nutritivo para después del bailoteo: el salchichucho; o sea, el chucho de toda la vida pero relleno de frankfurt en lugar de crema pastelera. Igual que con los churros, el secreto está en la masa: agua caliente, harina de trigo de primera y una pizca de sal (la levadura es solo para las porras). Y luego, la justa fritura con aceite de oliva. Crujientes por fuera, tiernos por dentro, que parezca que el aceite apenas los haya acariciado.

¿Sobrevivirán las casetas? Está por ver, pero al menos los churreros ganaron, hace cosa de un año, una dura batalla que llevaban librando desde hace décadas: la de los traspasos. Desde que el Ayuntamiento decidió en 1990 que no daría nuevas concesiones, solo los hijos tenían derecho a heredar el puesto callejero. Ahora, desde hace bien poco, pueden venderlo a terceros.