BARCELONEANDO

No hay dinero para Brossa

El centenario del nacimiento del poeta y artista visual se celebrará con 'una sabata i una espardenya'

El poeta Joan Brossa, en su estudio barcelonés, en 1997.

El poeta Joan Brossa, en su estudio barcelonés, en 1997. / periodico

Ramón de España

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Ha empezado el año Brossa,año Brossa pero no sé si lo notaremos mucho, dado el escaso interés financiero demostrado por el Ayuntamiento de Barcelona y la Generalitat. El primero aporta unos eurillos y el segundo, directamente, nada, ya que, según la 'consellera' Borràs, no hay un céntimo en su departamento. La iniciativa privada va a tener que sufragar como pueda los cincuenta actos previstos al respecto y habrá que confiar en el ingenio y la habilidad de Vicenç Altaió, director de la Fundació Joan Brossa, y de Manuel Guerrero, comisario de la efeméride, profundos conocedores ambos del gran bohemio catalán del siglo XX. Lo del ayuntamiento no es difícil de entender -véase su obsesión por montar un CAP donde debería ampliar sus instalaciones el Macba-, pero sorprende que la Generalitat no intente convertir al difunto en independentista, como intentó con Salvador Espriu, ya que Brossa era asaz catalanista y hasta llegó a escribir una 'Oda a Lluís María Xirinacs' que no le tendremos en cuenta: también Neruda se cubrió de gloria con su poema en homenaje a Stalin.

El centenario del nacimiento del poeta y artista visual se celebrará con 'una sabata i una espardenya'

Joan Brossa i Cuervo (Barcelona, 1919-1998) fue un tipo muy divertido y un conversador ingenioso y ameno. Pude comprobarlo a principios de los 90, cuando Manuel Guerrero me llevó a Vic para ver una exposición que había comisariado y por el camino recogimos al poeta, que se quedó en el asiento de atrás emitiendo comentarios disolventes sobre nuestro destino, que le parecía un lugar infernal infestado de curas: “Como decía Unamuno, les llaman curas y son la enfermedad misma”.

Iba vestido con su 'look' habitual, a medio camino entre el 'jubilator' y el 'clochard', y lucía sus míticos zapatos de pana con cremallera en el empeine que no he visto lucir nunca a nadie más y que estaban a medio camino entre la pantufla doméstica y el calzado de salir a la calle. No dejó de hablar en todo el trayecto y nos hizo pasar un rato muy entretenido. Lo que más me gustó de él es que era un espíritu libre que disponía de todo su tiempo y ese día no tenía nada mejor que hacer que subirse al coche con dos tipos a los que doblaba la edad para visitar un lugar que detestaba.

Volví a verlo poco después, cuando el diario para el que entonces trabajaba me envió a entrevistarlo para una serie de conversaciones preolímpicas, aunque a Brossa la olimpiada del 92 no podía interesarle menos: a él le gustaba el cine y por eso se pasaba las tardes en la Filmoteca. Es la única entrevista que he hecho que empezaba por una pregunta del entrevistado: “¿Pero no habíamos quedado mañana?”. Brossa vivía en un piso del Putxet que parecía el de un afectado por el síndrome de Diógenes: no había muchos muebles, pero sí varias pilas de periódicos atrasados que esperaban pacientemente el momento de ser llevados al contenedor de papel (aunque también puede ser que el poeta los usara en invierno para calentarse, convenientemente colocados entre la camisa y el jersey).

En aquella época, nuestro hombre ya era un artista multidisciplinar respetado, aunque seguía a dos velas. Tenía a gala haber trabajado lo menos posible y, a su manera, había conseguido imponerse a una sociedad hostil. Uno de esos trabajos consistió en vender libros a domicilio a una selecta clientela de burgueses catalanes que sabían quién era. Por eso se presentaba siempre a la hora de comer, momento en el que el burgués de turno le invitaba a compartir el ágape familiar, confiando en que Brossa declinara la oferta, cosa que este no hacía jamás, ya que venía con la intención de comer gratis.

Siempre se le consideró un bohemio, especie que los catalanes de bien tratan con respeto no exento de paternalismo

Cuando falleció en 1998, Brossa pudo irse a la tumba con la satisfacción de haber hurtado su cuerpo al sistema durante toda su vida, cosa que no está al alcance de cualquiera. Siempre se le consideró un bohemio -especie que los catalanes de bien tratan con cierto respeto no exento de paternalismo y desprecio- y él no hizo nada por desmentirlo. La admiración de sus coetáneos más perspicaces le convirtió en un creador de culto al que ahora toca rendir homenaje 'amb una sabata i una espardenya'. En fin, menos da una piedra.