BARCELONEANDO
El cerco que se estrecha, otro comercio que cierra
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Olga Merino
Un letrero sobre el dintel de la trastienda muestra con dibujos el despiece del ganado porcino, como en las tiendas de la infancia. Son palabras hermosas las del cartel. Chuletas de riñonada y de aguja, lardeo, cinta de lomo, maza trasera. Basi Pérez (Lasarte, Guipúzcoa, 1960) atiende a la clientela que salpica el mediodía: ahora un trozo de chorizo picante para las lentejas, luego cien gramos de jamón cocido, al rato un sobre de sopa. Aquí, en la Tocinería Carmen (Escudellers, 45), se despachan también esos avíos tan socorridos para un apuro en el último momento -fideos, el bote de tomate frito, la media docena de huevos-, y como la conversación le está robando a la dependienta el receso de mediodía, los transeúntes aprovechan al ver la persiana abierta. Charla que te charla, tocan las tres. Tiempo atrás, había regentado la tienda la suegra de Basi y, antes de antes, la señora Mercedes.
Pocos vecinos saben, sin embargo, que esta charcutería limpia y acogedora, muy enraizada en la historia del barrio, tiene los días contados. Otra tienda centenaria que echa el cierre. No se trata solo de que los usos sociales estén cambiando, de que los jóvenes prefieran hacer la compra de un golpe en el supermercado, en lugar de trocearla por las tiendas de barrio, invirtiendo un tiempo del que carecen, sino también de la gentrificación a saco del Gòtic. Esa palabra importada del inglés que implica el desplazamiento de los vecinos de toda la vida por otros con mayor poder adquisitivo.
Impera la ley salvaje del mercado. A Basi el administrador del local ya le ha comunicado el deseo de la propiedad de subir el alquiler a principios de año acomodándolo a “los precios de mercado”. Ni siquiera se ha molestado la tendera en averiguar la cifra exacta. El boca oreja es demoledor, cuando algunas tiendas aledañas ya están pagando arriendos que alcanzan los 1.600 euros mensuales. Lo mismo sucede con los pisos: uno modesto puede sobrepasar los 1.000 euros, y no estamos hablando del Eixample ni de Sant Gervasi, sino de la calle Escudellers, con sus escandaleras nocturnas, el turisteo, los carteristas y la plaga de los narcopisos. No es país para viejos, no es ciudad para pobres. El banco ni siquiera aguanta el atraso de un pago una semana sin sangrarte.
Los disgustos no vienen solos
Los disgustos no suelen venir solos. Basi perdió a su compañero Toni en abril, y aun cuando estaba dispuesta a seguir adelante sola con el negocio, las cuentas no salen. Algunos días apenas hace 90 euros de caja, y hay que pagar a los proveedores, la renta del local, los impuestos y la luz. Con un sueldo aproximado de 800 euros al mes, resulta impensable embarcarse en el eufemismo de un alquiler a precios de mercado.
En la cuenta atrás, mientras suena de fondo una melodía de réquiem casi imperceptible, Basi recuerda con nostalgia los tiempos en que llegó al Gòtic, allá por 1984. La tocinería resiste gracias a los pedidos de los restaurantes de la zona -el Cosmos, el Bidasoa, Il Mercante di Venezia, Los Caracoles-, que han disminuido en cuantía desde el verano para acá. La crisis nunca se fue. ¿Acaso es imposible conciliar la inevitabilidad de los cambios con la vida de barrio auténtico? En unos días, el gran dibujante Nazario, cliente de la casa y vecino de toda la vida, tendrá que acudir a otro lugar a comprar las butifarras y el lomo.
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