BARCELONEANDO
La noche de las amapolas rojas
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Olga Merino
El lodo, el gas clorhídrico, las cargas a bayoneta calada, las noches iluminadas por el fuego abrasador de los obuses… El mundo ya no volvió a ser el mismo tras la primera guerra mundial, un apocalipsis industrializado que trajo consigo el fin de la inocencia por siempre jamás. “'Never such innocence again'”, escribió el poeta Philip Larkin muchos años después. Por fortuna, los campos de batalla quedaban bien lejos de aquí, pero Barcelona vivió tan intensamente la conflagración desde la retaguardia que tal vez por eso quiso cerrar, el domingo por la noche, los festejos por el centenario del armisticio con un simbólico y emotivo concierto en el Palau de la Música.
Organizado por sus respectivos consulados, asistieron al evento los embajadores de Alemania y Francia, Wolfgang Dold e Yves Saint-Geours, con el bellísimo recinto modernista abarrotado hasta el gallinero y algunas caras conocidas en la platea y los palcos, como la delegada del Gobierno, Teresa Cunillera; el exregidor Xavier Trias; y el 'conseller' y alcaldable Ernest Maragall. También muchos empresarios.
Fue un espectáculo de hora y media en que alumnos destacados del Conservatori del Liceu interpretaron piezas seleccionadas que fueron compuestas durante el periodo 1914-1918 y cuyos autores se vieron afectados de alguna manera por el estallido de la gran guerra. Claude Debussy, Richard Strauss, Gustav Mahler, Maurice Ravel y, por supuesto, Enric Granados: el compositor de la suite y ópera 'Goyescas' cruzaba el canal de la Mancha a bordo del vapor 'Sussex' cuando un submarino alemán lo torpedeó al confundirlo con un barco minador.
Retraso en el puente aéreo
El acto empezó tarde, un cuarto de hora largo, por culpa de un retraso en el puente aéreo, pero lo hizo bien, con un parlamento muy europeísta, un mano a mano —ahora tú, ahora yo— entre ambos embajadores en el que se les notó la complicidad. Los diplomáticos se intercambiaron los papeles, y mientras el francés citó a un autor alemán (Erich Maria Remarque, 'Sin novedad en el frente'), su homólogo le correspondió el gesto trufando en su discurso un fragmento de 'El fuego: diario de una escuadra', de Henri Barbusse. Especialmente emotiva fue la lectura de unas líneas de la carta de un soldado francés a su madre desde el frente que nunca alcanzó su destino, censurada por el Ejército para que no cundiera la desmoralización: “Día y noche es un diluvio de hierro y acero que se abate sobre nosotros. Nos echamos a tierra como bestias acorraladas. ¿Cómo no he muerto ya cien veces? Quiero salir de aquí, quiero vivir”.
Mientras el lodo y la metralla cubrían las trincheras del Somme, aquí se vivía el conflicto de una manera muy distinta, y hasta podría decirse que la ciudad vivió uno de sus momentos de esplendor (para unos cuantos, claro). Digamos que fue una neutralidad muy rentable. Aprovechado el parón forzoso de los talleres europeos, el textil amasó fortunas elaborando mantas y uniformes, mientras numerosas industrias civiles se reconvirtieron al material bélico, como la de Josep Albert Barret Moner, quien murió abatido a balazos en la tarde del 8 de enero de 1918 —18 disparos, entre las calles de Urgell y Còrsega— porque su fábrica estaba produciendo espoletas de artillería para el Ejército francés. Se echó la culpa a los sindicalistas, pero fueron los servicios secretos alemanes quienes movieron los hilos.
En realidad, Barcelona se había convertido en un nido de espías por el puerto y su proximidad con la frontera. Cuentan que el espionaje alemán consiguió colocar a una mujer en cada uno de los principales hoteles de la ciudad que se encargaba de vigilar, sin levantar sospechas, las entradas y salidas de viajeros que parecían importantes. Fueron aquellos días un bullicio de 'vedettes' a lo Mata Hari, submarinos que atracaban en Badalona, disputas entre aliadófilos y germanófilos, timbas de cartas y noches de juerga en el mítico Edén Concert, que ahora es un párking. Un escenario muy peliculero.
El concierto acabó con el 'Himno europeo' de la 'Novena sinfonía de Beethoven', una oportuna advertencia contra los cantos de sirena del nacionalismo. Como subrayó el embajador alemán, somos herederos de generaciones de europeos que no tuvieron la inmensa fortuna de vivir un periodo tan prolongado de paz. No deberíamos olvidar que las amapolas rojas que volvieron a florecer sobre el barro de los campos de Flandes lo hicieron sobre los muertos.
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