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Bosch Aymerich, el hombre tras el rascacielos de la plaza de Catalunya

El Col·legi d'Arquitectes se sumerge en los archivos de ese gran desconocido que modeló el paisaje de España

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Carles Cols

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Apenas han pasado tres años y medio de la muerte del arquitecto, ingeniero industrial y empresario Josep Maria Bosch Aymerich, tiempo insuficiente para que se le dedique una calle en la ciudad (a todo difunto se le exige que acredite cinco años de cadáver para que se le abran las puertas del nomenclátor), pero no es aventurado asegurar que jamás se la concederán, ni siquiera allá por la ingrata Zona Franca, y eso que fue gracias a su tozudez que la Seat se instaló en Barcelona. ¡Qué distinta habría sido la historia de esta ciudad si el 600 se hubiera fabricado en Bilbao!, como pretendía el entonces director general de la empresa, José Ortiz Echagüe. La cuestión es que, a falta de una calle, el COAC, la hermandad arquitectónica de Barcelona, de la mano de Roger Subirà, acaba de inaugurar un exposición sobre Bosch Aymerich más que recomendable, porque muestra material inédito y sorprendente de este arquitecto malquerido por Barcelona, que en 1961 estuvo a un paso de redibujar para siempre el 'skyline' de la ciudad con un rascacielos en plena plaza de Catalunya, de unos 140 metros de altura.

Enraizó la Seat en Barcelona, lo que tal vez le haría merecedor hasta de una calle, ni que fuera en la Zona Franca, pero en esta ciudad es malquerido

La biografía de Bosch Aymerich es sobradamente conocida por quienes en algún momento de su vida repararon en él (todos ellos recuerdan que tenía un gallo como mascota, y a él volveremos después) y es una caja de sorpresas para quienes, porque el personaje no era de exhibirse mucho en público, desconocían su trayectoria vital y profesional. Nació en 1917 en una familia rica pero arruinada tras una catástrofe minera. Las milicias de la FAI asesinaron a su padre, a su hermano y a su tío durante la guerra civil, buenas credenciales sin duda para obtener el favor del que gozó después durante el franquismo, pero lo cierto es que no buscó la sombra de la dictadura. Prefirió plantar su propio árbol, crear su propia sombra. Cursó dos carreras simultáneamente, la de ingeniero industrial y, aunque sospechosamente rápido, la de arquitecto. En solo un año completó tres cursos. Sus colegas de oficio siempre arrugaron la nariz. Siempre ha estado ahí en el aire la sospecha de que el desamor mutuo entre él y Barcelona radicaba en el fondo en que la trama de Ricardo III es una chiquillada al lado del acuario de tiburones que es el gremio de los arquitectos.

Fue el primer español en estudiar en el Massachusetts Institute of Technology (MIT), y ello con un pie al mismo tiempo en las aulas de Harvard, que se dice pronto. Se americanizó. España iba en burro y él, mientras, recibía clases magistrales de Le Corbusier, Alvar Aalto y Walter Gropius, profetas mayores de la arquitectura moderna. Merece la pena detenerse en algunos de los bocetos de la exposición del COAC de obras que años más tarde realizaría en España. Sirve como ejemplo magnífico el esbozo de su propuesta para el nuevo edificio de la Aliança, de una elegancia digna de Mad Men, como de títulos de crédito de una comedia de Rock Hudson y Doris Day.

Regresó a España y, aunque parezca un exceso dicho así, la modeló, según se mire, para mal. Suya es la primera urbanización de la Península, La Moraleja, en Madrid. Fue la semilla de la urbanalización de España. Suyos son algunos de los grandes hoteles que desdibujaron los lugares más hermosos de la costa mediterránea, sobre todo en Málaga, pero también en Catalunya. Uno de ellos se exhibe en el COAC y dice mucho de Bosch Aymerich. Visitó Begur y se enamoró de un acantilado frente al mar. Ahí donde otro vería un paraje a preservar, él intuyó un mirador estupendo para un hotel. Hizo un boceto y se lo presentó a la familia Andreu, ya saben, pastillas y Tibidabo. Había un problema, le dijeron. El terreno no era suyo. Pues cómprenlo, vino a decirles. Y así fue. El resultado no tuvo la elegancia de la Casa de la Cascada de Frank lloyd Wright, pero es un sin duda un edificio que representa una época.

El amigo americano

Con este brío se hizo milmillonario. Convirtió unas tierras de pasto para vacas en la segunda estación de esquí de España, Masella, arquitectónicamente un lugar a reivindicar. Levantó media docena de edificios emblemáticos de la Castellana madrileña, entre ellos la pirámide invertida. Fue el arquitecto de las bases americanas de la península, material aún considerado secreto, así que esos planos no se muestran en el COAC, pero sí, como compensación, algunas de las residencias personales que concibió para los mandos militares de alta graduación de EEUU.

Trabajó para las grandes fortunas del golfo Pérsico, aunque con la mala fortuna de que estableció su base de operaciones en Irán, de modo que la caída del Sah y el ascenso de Jomeini menguaron de la noche a la mañana su fortuna, pero se rehizo en otras parcelas del mundo. Su red de empresas era capaz simultáneamente de construir un acueducto, una clínica o un chaletito en la sierra para un ricachón, explica Subirà. Pocas figuras de la arquitectura han sido a la par ingenieros y empresarios. Era una ventaja.

Tres versiones hizo de su hotel para la plaza de Catalunya, cada una más alta que la previa, hasta alcanzar los 140 metros y 40 pisos

Es a la vista de esta trayectoria y de que tenía buenas conexiones en el Palacio del Pardo que resulta inexplicable que las tres versiones de su rascacielos de la plaza de Catalunya, la última de 40 plantas, más o menos como un hotel Arts, toparan con el muro del ayuntamiento, y más aún si se tiene en cuenta que tejió primero un conjunto de alianzas para llevar a cabo aquella empresa que no era fácil ningunear. Entre otros, contó con el respaldo de Miguel Mateu, primer alcalde de la ciudad tras la entrada de las tropas de Franco en 1939 y presidente de la Caja de Pensiones durante 32 años.

Le dará una perniciosa sombra a la plaza, se le dijo como respuesta. Su proyecto era simultáneo a otras tentativas de la ciudad de crecer hacia el cielo. El suyo no cuajó (bien visto, a lo mejor fue un acierto que así fuera), pero poco después verían la luz la Torre Urquinaona y la Torre Colón, lo cual sugiere que queda alguna verdad oculta por sacar a la luz.

La expo del COAC es una primera cata de toda su obra, que incluye proyectos que no vieron la luz, como el extravagante 'flotel'

La exposición del COAC es una extraordinaria oportunidad para descubrir al personaje. Al colegio de los arquitectos le han abierto las puertas de los archivos personales de Bosch Aymerich y de momento ha entresacado de los metros y metros de archivadores una primera cata de planos y bocetos, entre ellos otro proyecto jamás ejecutado, el flotel, un hotel flotante, sí, una idea tan extravagante como aquellos maródromos que en los años 20 se proyectaron para que los aviones hicieran escalas en mitad del Atlántico a la vista de que cruzarlo parecía aún una quimera.

Los planos de la exposición son piezas originales, así que por motivos de conservación la muestra será breve, hasta el 7 de diciembre. Es poco. Pero suficiente para asomarse a un personaje desconocido en Barcelona fuera de los ambientes económicos y empresariales. Ninguna de sus obras en la ciudad está catalogada como bien cultural, al revés que en Madrid, donde sí fue profeta. Por aquí lo común es quedarse con la anécdota, con que tenía como mascota un gallo. Se llamaba Mussolini. Parece un nombre raro, de acuerdo, pero acertado si se tiene en cuenta que el dictador italiano y su amante, Clara Petacci, terminaron sus días colgados como pollos en la pollería.