la acogida de refugiados

El drama de las solicitudes denegadas de asilo: "Lo único que queremos es trabajar para ser libres"

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zentauroepp45391695 barcelona 08 10 2018 barcelona visitem una fam lia sol li181008190658 / ELISENDA PONS

Carlos Márquez Daniel

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Vinieron de vacaciones a Barcelona en el 2013 y todavía no han regresado a casa. Desde entonces, dos hijas, un largo e infructuoso proceso para lograr el estatus de refugiados, una ciudad de acogida, nuevos amigos, mucha incertidumbre y algo de miedo. Pero siempre con la cabeza alta, quién sabe si por el hecho de ser ucranianos, un pueblo serio y orgulloso bregado en mil batallas. Slava y Victoria rezuman optimismo porque pueden empezar a proyectar. Y eso, imaginar la vida dentro de 10 años, es un juego al que hasta ahora nadie les había invitado.

Slava recibe a este diario en una de las casas baratas del diminuto barrio de Can Peguera, en Nou Barris. Rubio, ojos azules. Inmenso. Ese podría ser el primer golpe para el que espera, tratándose de solicitantes de asilo, a un hombre enclenque, sin estudios, de mirada perdida y deshumanizado. Nada de todo eso. Cuenta que durante ese viaje de turismo estalló la revolución en Ucrania. Su padre le dijo por teléfono que se quedara en España, porque si ponía un pie en su tierra, el Ejército le obligaría a blandir un fusil. “Muchos de mis amigos acabaron en el frente y yo no quería eso para mí. Reclutaban a todos los hombres de entre 22 y 40 años”. Por eso iniciaron los trámites para lograr la condición de refugiado. Se aceptó estudiar su caso, pero el sistema les mandó a Sevilla, donde pasaron nueve meses en un centro de acogida. De su piso en Rovno, al noroeste de Ucrania, una ciudad de 250.000 habitantes, con su trabajo y sus expectativas, a un equipamiento en el que, junto a su primera hija, Elisabeth, compartían vida con sirios, iraquís, venezolanos, senegaleses… “Aquello estuvo muy bien, acabé ayudando como voluntario con algunos colectivos vulnerables”, dice Slava, que en su vida anterior estaba a poco de terminar la carrera de Psicología y ya trabajaba en un centro de atención para adictos al alcohol, el juego y las drogas.

Una extraña sensación

Terminaron volviendo a Barcelona, donde en abril del 2017 les fue denegada la petición de asilo. La carta venía a decir que no hay para tanto, que en su país no correrían peligro alguno. “Es increíble cómo la vida te puede cambiar en solo un segundo. Fue una sensación muy rara. Pasamos de tenerlo todo, o de pensar que lo tendríamos todo, a no tener nada”. Como suele pasar en estos casos, de la noche a la mañana pasaron a ser, a ojos del Estado, inmigrantes ilegales. Con todo lo que eso significa: podían ser expulsados en cualquier momento. Hubo calma. Y a los tres meses, un alegrón, pues se enteraban de que en el 2018 llegaría Carlota, su segunda hija. Coincidió en el tiempo la aparición del programa municipal Nausica, alumbrado a finales del 2016, que viene a suplir las carencias del Gobierno en materia de acogida. Desde mayo del 2017, el ayuntamiento se ha hecho cargo de su manutención y les ha proporcionado cursos de formación para incentivar su inserción laboral. Él empieza este mismo mes en una empresa de alimentación sita en Moià. No sabe la fecha exacta porque está esperando la carta que certifique su residencia por arraigo. Ya se la han aprobado, es cuestión de días que tenga el documento. Ella espera poder estrenarse a principios del 2019.

En este constante volver a empezar, tanto Slava como Victoria han ido perdiendo anillos sin despeinarse. Ella también tenía una situación laboral estable en Ucrania. Trabajaba en un banco y las cosas iban bien. “Ahora lo único que queremos es trabajar para poder tener más libertad y ser autónomos”. Se nota, y así lo comunica, que a Slava no le gustan las ayudas. Pero no por una cuestión de orgullo, que algo habrá también de ello, sino porque estaba acostumbrado a ser él quien se prestara a los demás. Por eso tiene claro que cuando las cosas vayan bien, quiere devolver a la sociedad lo que la sociedad le ha dado a él en estos cinco años. Se acuerda del nacimiento de sus hijas, de cómo la gente les dio de todo y no tuvieron que comprar nada. De cómo se volcaron en ellos sin apenas conocerles.

Cantar en catalán, no

Lo que ve difícil es poder quedarse en Barcelona cuando pierdan el paraguas municipal. “Estamos esperando a que mi mujer tenga el trabajo para buscar un punto intermedio con el mío”. En Can Peguera están bien. “Estamos rodeados de gente mayor, pero nos llevamos muy bien con todos. En verano me gustaba verles jugando a cartas en la calle”.

La hija mayor, que está a punto de cumplir cuatro años, va a la guardería y les encanta que hable y cante en catalán. “Cuando yo me pongo a cantar con ella me dice que me calle porque mi catalán es muy malo”, bromea el padre. La pequeña, en nada, hablará perfectamente catalán, castellano y ruso. El mismo camino seguirá Carlota, de seis meses, que también irá al cole cuando mamá tenga un empleo. Les enseñan fotos de su tierra, les cuentan historias. Pero les han evitado toda mención a la guerra y a las razones que les obligaron a quedarse en España.

Sobre la posibilidad de regresar a Ucrania, Slava no demuestra ningún deseo. “Porque ahora es otro país distinto al que yo dejé, la gente ha cambiado mucho y la cosa va a peor. El coste de la vida se ha multiplicado por cuatro y los sueldos están igual”. Se ve en Barcelona dentro de 10 años. Trabajando de lo suyo y echando una mano a los demás: “La Mina, por ejemplo, todo el mundo lo ve como un problema, pero yo lo considero una oportunidad de ayudar”.

Éxito en la inserción laboral

Barcelona clamó por la acogida en una <strong>abarrotada manifestación</strong> que terminó en la playa, en la orilla del Mediterráneo. Era febrero del 2017, y lo cierto es que poca cosa ha cambiado. Sobre el terreno, de hecho, en medio del mar, está claro que ha empeorado, con <strong>Italia cerrando sus puertos</strong> para que los buques salvavidas no puedan <strong>desembarcar a sus náufragos</strong>. Así las cosas, las rutas migratorias, como hace el agua cuando desciende por la montaña, se han afanado en buscar otros cauces. Por una cuestión de cercanía, España se ha convertido ya en principal punto de entrada a Europa. Solo este fin de semana, 1.200 personas han saltado de África al viejo continente. En este escenario, la capital catalana mantiene vivo su pequeño grano de arena, el <strong>programa Nausica</strong>, parido a finales del 2016. Ahora, tras una evaluación externa, se ha demostrado que funciona. Aunque podría ir mejor.