Arqueología vecinal

Del hambre a la Plata

Julià Guillamon recupera en un libro su historia familiar, y la de una emigración masiva llegada de Castellón que pobló medio Poblenou

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Ernest Alós

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Hace ya unos años, pero no tantos, a un compañero, Ramon Vendrell, le llegó la voz de que, escondido en la trastienda de un bar de Poblenou, funcionaba un Jai Alai, un frontón, con sus pelotaris y sus apostadores. Para allí que se fue con ánimo de cronista, pero los resultados fueron magros. Topó con el infranqueable mal carácter de quien atendía la barra (por su descripción, tanto se podría tratar aún el viejo Victoriano Montins, o su yerno, el Adrover) y se quedó a un dedo de descubrir la historia que Julià Guillamon ha recuperado en su último libro, El  barri de la Plata (L’Avenç). El frontón que funcionaba tras el bar Montins de la calle Roc Boronat no era un Jai Alai, sino un trinquet donde se jugaba a la pelota valenciana (y se apostaba, claro), igual que otro, cercano, en el pasaje Mas de Roda. Allí acudían los descendientes de una emigración muy particular, decenas de familias de la comarca del Alto Mijares, en el interior castellanohablante de Castellón (como los Montins, los Guillamon y muchísimos más) que se habían instalado en bloque en cuatro calles del Poblenou, el barrio de la Plata, en la entonces calle de Wad Ras. “Era como un pueblecito en medio de un entorno inhóspito rodeado de fábricas, con sus dos hornos, sus dos farmacias, sus bares, su papelería…”, recuerda Guillamon.

El origen del libro está en una serie de reportajes publicados a lo largo de un año en la revista L’Avenç. Pero si en esos textos tenía más peso una antropología urbana muy vivida, en su reelaboración literaria el punto de gravedad se ha deslizado hacia la historia familiar. Esa casa con unas montañas de Montserrat de pega en la azotea y el ruido del trinquet debajo de casa. En las dos ediciones del original en catalán, la portada muestra las sábanas del ajuar de su madre, bordadas con dos emes. “Tiene una cosa dramática, esas mujeres que se pasaban los días bordándose el ajuar para poder casarse, la única forma de huir de casa, y después te casas con un tío como mi padre, con algunas cosas buenas y otras digamos que complicadas”, explica Guillamon. El alcoholismo, la inconstancia, que el autor no esconde en absoluto. En la traducción al castellano, ya a punto, la portada cambia. En lugar de la sábanas de la madre, originaria del Montseny, la muleta de torero de su padre, el valenciano.

A principios del XX, uno de cada 10 inmigrantes de de Barcelona era valenciano

Del libro se han hecho dos ediciones, y van ya bastantes rutas guiadas por el barrio. “En el Poblenou se han hecho el libro suyo, porque es un mundo que no estaba explicado”, dice Guillamon. Como ha recordado Kenneth Pitarch, investigador de la emigración valenciana a Barcelona, a principios del siglo XX uno de cada diez barceloneses había llegado de ese sur próximo. “Un mundo que quedó absorbido rápidamente, muchos se casaron con catalanes, se hicieron catalanes. No éramos demasiado conscientes, vivíamos en Poblenou y no sabías que el de al lado, y el del bar, también lo eran”. Esa era la historia de los Guillamon. Aunque en el barrio, muchos sí se reconocen como descendientes de esa vieja emigración. No cuesta mucho encontrar quien te explique que en verano, pasear por Zucaina, Toga, Argelita, Fanzara, Ludiente, Espadilla, Lucena, Figueroles, es como pasar por la Rambla de Poblenou. “La primera vez que fui a las fiestas, en el toro embolado, me subía a un burladero y había uno de Poblenou; corría, me subía a otro, y otro de Poblenou; volvía a correr, y lo mismo”, explicaba hace unos días un vecino del barrio. “Fue la emigración de unos cuantos pueblos del Alt Millars a unas cuantas calles de Poblenou, como las migraciones de chinos y pakistanís”, dice Guillamon. Aquí no hubo bazares, pero sí la industria auxiliar del vino, con los boteros que tocaban plata con su negocio y que dieron nombre a ese rincón.

Un topónimo inexistente

En verano, su familia iba a Arbúcies, territorio materno, así que Guillamon no comparte esa conexión estival. Tampoco el apelativo con el que los descendientes de esos pioneros, la segunda generación de pobladores del Poblenou en el XIX, se definen. Son los que vinieron del barranco del hambre. Pronunciado a la aragonesa, barranco del hambreel barranco l’hambre. No es un topónimo que exista en ningún mapa, ni en la división comarcal del País Valenciano. Y Guillamon no lo utiliza en su libro, porque en su familia nunca estuvo en circulación, y de hecho lo considera inadecuado; él mismo llegó a conocer el origen de ese término: era el nombre, únicamente, de la masía de la que provenía la familia de un vecino, el tío Marcelino, que aún conservan una foto del aquel viejo molino. Pero sea acertado o no, o se considere injustamente despectivo, o disguste más o menos, hizo fortuna, entre los mismos originarios de aquel barranco inexistente. Y quedó como recuerdo de la serie de sequías que, al parecer en los años 80 del siglo XIX, provocó esa emigración hambrienta, compacta, súbita y gregaria.

Quizá los Guillamon sean de los pocos que no se reconozcan como oriundos del barranco l’hambre porque de eso, de decidir de dónde se es, de la identificación con un origen o de rechazarlo, o de acabar recuperándolo, es de lo que va el libro. “Mis abuelos eran prácticamente de aquí, pero mi padre era un personaje desarraigado, que se crió en Toga tras la guerra y decidió que era valenciano; era una ficción, una creación de una identidad. Ese es el centro del libro, cada uno es lo que quiere ser. Aunque mi padre no superara su destino”. Julià Guillamon, y eso es más que una anécdota, decidió no ser seguidor del Valencia CF, como su padre. Y se hizo del Barça.