Plaza de Castella: alcohol, drogas, orina y grafitis

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Carlos Márquez Daniel

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Si te vas a vivir a Vallvidrera y tienes un jardincito, no tiene demasiado sentido que te quejes de los jabalís. No solo porque ellos estaban antes, sino porque has elegido residir en medio de un parque natural. Es lo que hay, haberlo pensado antes. Pero si te vas a vivir a Ciutat Vella, y aunque haya ciertas cosas que puedan considerarse propias del distrito más canalla de Barcelona, aquí no aplica lo de adaptarse o morir. Hay lugares en los llega un punto en el que se cruza una línea. Sea por el olor, la inseguridad, el incivismo, las peleas o el consumo de drogas. O todo a la vez. Eso es precisamente lo que le está pasando a la plaza de Castella. El ayuntamiento asegura estar encima. Los vecinos lo dudan.

Este es un lugar singular, a caballo entre la comercial Pelai, de las primeras calles alumbradas tras el derrumbe de la muralla medieval, y el Raval norte, una zona que, de la mano de las universidades, el arte y los modernos, pasa por ser un crisol de culturas. Y también de maneras de pasarlo bien. A eso de las 11.00 horas del viernes, un hombre duerme en un banco mientras un trabajador de la limpieza pasea su cuenco de goma. Cuenta que hoy esto está más o menos bien, pero que hay días que le da "para llenar dos camiones". "Algunas mañanas esto es un auténtico vertedero". Y no solo de basura. Explica que, aunque no muy a menudo, también encuentran jeriguillas. Todo eso de que la heroína, de la mano de los narcopisos, ha vuelto a despuntar en la capital catalana, que en los años 80 vivió una auténtica pesadilla por culpa del maldito caballo. Si ven una aguja, llaman a la brigada especializada en estos menesteres. Traen unas pinzas y un recipiente y se la llevan.

No falta de nada

La plaza dispone de un par de parterres ideales para el asueto veraniego. Con una altura ideal para sentarse y dejar las piernas colgando. Con un supermercado a pocos metros, de esos que abren 380 días al año y 32 horas al día; un bar que abre a partir de las siete de la tarde y que tiene en su interior una rampa para ‘skaters’; un párking esquinero en el que aliviar la vejiga, y un par de zonas exverdes con sombra en las que tumbarse.

Vaya por delante que la queja vecinal -en una cuenta de Twitter (@PlacaVeins) recogen todo lo malo, con fotos y vídeos- quiere que se distinga entre los incívicos y los sintecho. Se diría que estos segundos los han tenido siempre y que son conscientes que ahí el problema es puramente social. Ester Sánchez trabaja en una empresa familiar sita en el edificio Luminor, un inmueble de oficinas construido entre 1957 y 1961 por Josep Maria Soteras y ampliado años más tarde por José Antonio Coderch. Habla de esa frontera que considera que se ha cruzado de manera preocupante en los últimos tiempos. De cómo los grafiteros han convertido esta joya arquitectónica "en una pizarra". Hasta el punto de que llegan a estampar su firma con un rodillo de pintor en la segunda planta. "Llevamos meses arreglando la finca y de un día para otro nos lo encontramos todo pintado. Y da igual si lo borramos, no pasan ni 24 horas y vuelve a estar igual". Hace algunos días, un grupo de chavales hicieron un ‘castell de tres’ para alcanzar unos huecos por rellenar. Era de día y desde el interior no daban crédito. Y no con dibujos que uno podría admirar: con su firma o ‘tag’.

Albert Gual, de Finques Gual, instalados en el Luminor desde el principio, dice que nunca había visto la plaza tan mal. Tiene margen para comparar. Cuando era pequeño venía con su madre y su hermano. Ella se sentaba en un banco y ellos chutaban el balón mientras esperaban a papá. "Ahora es imposible ver a niños jugando. Te diré más, la gente que viene desde la plaza de la Universitat, al llegar aquí cruzan a la otra acera porque el aspecto y el olor son terribles". Sobre la orina humana merece un aparte la rampa del aparcamiento. Han tenido que instalar un par de desagües en las esquinas para poder drenar el pipí, alimentado por los litros de cerveza que se consumen al aire libre. "Cuando entras a por el coche tienes que taparte la nariz porque el hedor es insoportable", se queja Albert. Le sabe mal, y se nota que le da rabia, que el consistorio les obligue a mantener el edificio en buenas condiciones "mientras ellos no hacen lo propio con la plaza. Me parece injusto".  

Tan distinta en 1995

Jordi Vilà, presidente de la comunidad del Luminor, se acuerda de la época dorada de la plaza de Castella. Duró más bien poco, pero la saborearon. Sucedió en 1995, durante la inauguración del cercano Macba. Resulta que tenía que venir la reina Sofía y todo tenía que estar reluciente. "Se podía pasar la lengua por el suelo". Al margen de aquel espejismo, la situación se ha ido trampeando, precisamente porque son conscientes del barrio en el que están. La cosa, sin embargo, "ha ido a mucho peor en los dos últimos años con una absoluta degradación". Cuenta que hace algunas semanas decidieron contratar vigilancia privada en el entorno del edificio, que les está costando una millonada restaurar. Vilà también alerta sobre el consumo de drogas, "habitual en la plaza", sobre los "trapicheos, las peleas". Y los robos, como los dos asaltos de madrugada que sufrió uno de los bares de la plaza o las recientes entradas a una de las oficinas.

Alberto Vallespin, de la Ferretería Sidese que da a la plaza, niega que haya problemas de seguridad, pero sí se queja de todo lo demás. Y, sobre todo, censura que el ayuntamiento "solo intente solucionar la situación con parches". Un portavoz del distrito de Ciutat Vella asegura que se está haciendo "un seguimiento de las quejas de los vecinos" y que, de manera paralela, "se está trabajando en la redefinición del espacio". "Hay en marcha un proceso participativo para definir un proyecto de remodelación de la plaza, que se prevé que finalice en septiembre". Ninguno de los vecinos o trabajadores del entorno consultados por este diario dice saber nada de esa consulta a la ciudadanía sobre el futuro de Castella.

El consistorio también asegura que se ha reforzado la limpieza. Los vecinos, en cambio, se quejan de que las máquinas solo limpian el otro lado de la plaza, que está inmaculado, quizás porque hay una escuela, y que cuando preguntan a los trabajadores públicos, les enseñan un mapa en el que queda claro que no deben pasar el cepillo por la parte oriental del lugar. El distrito también informa que el pasado sábado se puso en marcha "un refuerzo de la retirada de pintadas" así como un mayor esfuerzo también en el baldeo. La Guardia Urbana, además, ha intensificado su presencia, con más de 200 denuncias y cerca de 400 identificaciones y decomisos, "con especial atención a infracciones de la ordenanza de convivencia".

Todos estos males dejan en anécdota lo sucedido aquí en 1977. La redacción del semanario satírico El Papus recibió un paquete bomba que mató al señor Joan, el conserge del edificio. Una de las secretarias, Rosa, salió volando por la ventana, rebotó en el toldo de un bar y cayó entre dos coches. Salvó la vida, como los otros 17 heridos. Una placa recuerda aquella tragedia. Una placa, por cierto, llena de grafitis.