Piden sexo por droga

Los narcopisos de Barcelona por dentro: palizas y abusos sexuales

Guillem Sànchez

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Los narcopisos -domicilios ocupados por traficantes para vender y consumir heroína- son lugares deshumanizados en cuyo interior los camellos acostumbran a maltratar a los toxicómanos con total impunidad. Las mujeres adictas, además, corren el riesgo de ser degradadas a la condición de instrumentos sexuales.

Aunque apenas hay casos que lleguen a denunciarse, este diario ha entrevistado a heroinómanas que conocen los pisos de la droga del Raval de Barcelona y que cuentan que los traficantes intentan, y consiguen, abusar sexualmente de ellas. Policías y educadores confirman su relato. Los camellos a cargo de los narcopisos -los dueños reales de estos inmuebles son bancos, inmobiliarias, instituciones o particulares que se han desentendido de su propiedad- aprovechan el síndrome de abstinencia de las mujeres para pedirles favores sexuales "a cambio de la droga" o, directamente, las violan mientras estas se encuentran narcotizadas por la dosis que acaban de suministrarles.

Que esto ocurra dentro de un narcopiso no lo convierte en un delito menos grave. Pero sí implica que las víctimas abusadas no lo perciban como lo haría una persona ajena a este mundo o que denunciar estas agresiones no forme parte de sus necesidades más acuciantes. "La mujer nos explicó lo que le habían hecho en un narcopiso y activamos el protocolo pero, antes de que acabáramos de tomarle declaración, se marchó porque le entró el mono", explican resignados EduLidiaAnna y Magda, cuatro agentes de la Guardia Urbana de Barcelona, que atendieron recientemente a una víctima que estuvo a punto de denunciar estos abusos.

EL PERIÓDICO ha hablado con otras dos heroinómanas: Elisabetta Morgana (nombres falsos escogidos por ellas). La historia de estas dos mujeres es un viaje al infierno de los narcopisos de Barcelona. 

Con Ares a Barcelona

De toda la camada, solo hubo un cachorro que se acercó a jugar con Elisabetta (21 años, Turín), que de este modo supo cuál era el perro que tenía que adoptar. Le puso el nombre de Ares. En febrero del 2017, cuando decidió viajar a Barcelona junto a su novio, huyendo de una vida ordenada en Italia que no la hacía feliz, también se trajo a Ares con ella. Pero las cosas comenzaron a torcerse a los pocos días de aterrizar en la capital catalana, cuando su novio la golpeó y los Mossos d'Esquadra lo arrestaron. De repente, Elisabetta se quedó sola y en la calle, con todas sus pertenencias metidas en una mochila. Su caída empieza en este punto, cuando en lugar de regresar a Italia decidió sumergirse en la ciudad, con Ares a su lado, y "probar la heroína".

Elisabetta descendió poco a poco por un pozo de soledad durante la primavera del 2017. "Los únicos chicos que querían hablar conmigo también eran drogadictos. Los chicos normales no se acercaban", cuenta. Su aspecto, en pocos meses, se deterioró velozmente. Edu, al que Elisabetta describe como "el primer policía" que se interesó por ella y que le preguntaba cosas como "si había comido" en lugar de limitarse a registrar sus pertenencias, recuerda que durante ese período, la mujer era un "saco de huesos, que siempre iba con el pelo sucio y las uñas negras". "Acabé pesando 38 kilos", admite.

Una noche de mayo, Ares la defendió de un hombre que trató de robarle mientras dormía y acabó "mordiéndolo". La pelea obligó a actuar a la policía, que se llevó el perro a una protectora de animales. Durante días, cuenta Elisabetta, ella regresó a la comisaría para suplicar que le devolvieran a Ares. Pero los policías, para sacársela de encima, optaron por mentirle y decirle que "había muerto". Quedarse sin Ares la sumió en el desconsuelo. "Consumía mucho más y tenía ganas de morirme". El verano del 2017 para Elisabetta transcurrió entre la calle Egipcíaques, donde dormía detrás de la Biblioteca de Catalunya, y los pisos de la droga ubicados en la narcofinca de la calle de En Roig. Los pocos alimentos que comía los conseguía "en la iglesia evangelista" y las pocas veces que se aseaba lo hacía en la narcosala del Baluard. Su vida consistía en recoger las monedas que le daban los turistas en Las Ramblas -no osaba pedirlas directamente pero sí dejar un cuenco para limosna- y en gastarlas en dosis de heroína.

Abusos sexuales y violaciones

"La heroína es como un orgasmo cerebral, las parejas que consumen no tienen sexo y por eso mi novio prefiere un pico a acostarse conmigo. Eso para una mujer es muy duro", explica Morgana (26 años, Milán), otra heroinómana que frecuenta los narcopisos de Barcelona. "Ahora intento pincharme 4 o 5 veces al día, pero ha habido épocas en que me chutaba desde que abría los ojos hasta que me dormía, casi cada hora. Quería desenchufar el cerebro. Y la heroína lo consigue. Pero cuando se pasa el efecto, la sensación es mucho peor", avisa Morgana. 

Los narcopisos huelen a orín, a heces y a cuerpos humanos deteriorados. En las paredes hay manchas de sangre y el suelo es una alfombra de basura. "Dentro de cada piso hay un hombre que vende la heroína, el rey", aclara Morgana, y el resto son consumidores que van "muy sucios", con "marcas de chutes por todo el cuerpo" y "sin vida en los ojos", que darían lo que fuera por una dosis: "un teléfono" que han robado o "el coño" en el caso de las mujeres, resume Morgana.

Algunos camellos, a menudo también adictos, piden favores sexuales, como felaciones, para entregar una dosis sin pagar los 5 euros que cuesta. "Muchas chicas hacen esto", insiste Elisabetta, "porque ellos te lo preguntan y ellas aceptan porque no quieren pedir dinero por la calle". "Cuando yo iba a comprar, los chicos que vendían la droga me tocaban, me preguntaban si quería follar con ellos y eran muy pesados, insistían mucho", recuerda Elisabetta. "Había una mujer española, embarazada", subraya, "que siempre estaba en la escalera, rodeada de jeringuillas, ofreciendo sexo", añade.

En algunos casos, según remarcan Elisabetta y Morgana, no se trata solo de un abuso chantajeado para calmar el mono, también hay violaciones porque, si las mujeres se pinchan en los narcopisos, ellos, aprovechando que "están colocadas, las desnudan y hacen lo que quieren con ellas sin que se enteren". Elisabetta explica que en una ocasión, dormitando bajo un puente de la Mina, donde la heroína es incluso más barata que en el Raval, un hombre intentó violarla. Logró impedírselo pero el forcejeo duró una hora. "Tenía una pistola eléctrica. Me electrocutaba y yo gritaba pero la policía tardó mucho en llegar. En el hospital, cuando empezaron a curarme descubrieron que tenía toda la piel quemada por las descargas". No fue la única vez que Elisabetta, sin la protección de Ares, se despertó junto a un desconocido que la estaba tocando

La agresión más brutal que sufrió Elisabetta dentro de un narcopiso de Barcelona, sin embargo, no fue de carácter sexual. A principios de setiembre, recibió una paliza en la narcofinca de En Roig que la dejó casi inconsciente. "El jefe me acusó de haberle robado 50 euros. Era mentira. Pero comenzaron a pegarme entre todos, me tiraron al suelo y me rompieron una silla en las costillas", explica. 

Entre la vida y la muerte

El 26 de septiembre del 2017, el cuerpo drogado, desnutrido, infectado, apaleado, electrocutado y agredido sexualmente de Elisabetta dijo basta. Fue trasladada de urgencias al Hospital del Mar, donde le diagnosticaron una grave infección ocasionada por hongos que habían crecido en sus pulmones. Los médicos tuvieron que mantenerla sedada durante semanas porque si la despertaban era presa de un síndrome de abstinencia salvaje.

Además de Edu, otras tres guardias urbanas (Anna, Lidia y Magda), habían tratado de ayudarla sin éxito durante el verano y, al saber de su ingreso hospitalario, comprendieron que había llegado el momento de avisar a su familia, algo que Elisabetta siempre se había negado a hacer "por vergüenza". "No quería que me vieran así, con esta cara tan fea", reconoce ahora. Edu había intentado que llamara a sus padres repetidamente, incluso le prometió que si se desenganchaba de la heroína la ayudaría a encontrar a Ares. También quiso echarle una mano Anna, que un día la trasladó como detenida a los calabozos de Les Corts y se quedó a fumarse un cigarrillo con ella para animarla a dar el paso.

Las que finalmente buscaron a sus padres fueron Lidia y Magda, que contactaron con el consulado italiano y así encontraron el teléfono de su familia, que resultó que había denunciado su desaparición hacía meses. Prepararon esa llamada en presencia de médicos y junto a una traductora. "Desde Turín, descolgó el teléfono el padre de Elisabetta. Supo a la vez que su hija había aparecido, que se debatía entre la vida y la muerte en un hospital de Barcelona y que era adicta a la heroína. Se echó a llorar", explica Magda.

El reencuentro con Ares

El día que Elisabetta recibió el alta, a comienzos de noviembre, Lidia y Magda le llevaron 'panellets' al hospital. Estos cuatro policías se convirtieron en el único recuerdo dulce que se llevaría de Barcelona. "Cuando volví a Italia, no quería hablar de esta ciudad, ni de España", admite. En parte, porque también "echaba de menos a Ares", al que daba erróneamente por "muerto". Edu, desde Barcelona, se propuso cambiarlo. 

"Me puse a llamar a protectoras de animales y, al final, di con una en la que constaba un perro que había pertenecido a una toxicómana y que encajaba con la descripción de Ares", explica.

Hace tres meses, Elisabetta voló de nuevo a Barcelona junto a su madre. Esta vez Edu, Lidia, Magda y Anna la esperaban en el aeropuerto y la llevaron hasta la perrera. De una de las jaulas, sacaron a Ares, que al fijar la vista sobre Elisabetta, se quedó inmóvil, "sin comprender nada, durante 10 segundos". Después reaccionó, y se abalanzó sobre ella.

Las mujeres heroinómanas suponen el 15% o el 20% de los consumidores que compran droga en narcopisos de la ciudad. La explotación sexual a la que se exponen, o que sufren sin su consentimiento, "difícilmente entra en el radar de los servicios sociales municipales ni en el de asociaciones que ayudan a las prostitutas porque no se trata de trabajadoras sexuales", remarcan fuentes policiales. La Agència de Salut Pública ha incorporado recientemente un protocolo específico para atender a las mujeres adictas. 

Elisabetta tiene previsto ingresar próximamente en una clínica italiana para dejar la metadona y en septiembre quiere volver a la universidad, "a estudiar idiomas" para sacar provecho del castellano que ha aprendido durante los turbulentos 10 meses que ha vivido en Barcelona, entre febrero y noviembre del 2017. Morgana, en cambio, sigue enganchada a la heroína y, aunque tiene como Elisabetta una familia que se preocupa por ella en Italia, tampoco es capaz de coger el teléfono y llamar a casa. "Por vergüenza".