BARCELONEANDO

Bajo los tilos

La ciudad es un monstruo que se ha cargado a los más indefensos

Tilos de la calle Enric Granados.

Tilos de la calle Enric Granados. / FERRAN NADEU

Javier Pérez Andújar

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Decir en una crónica que uno se encuentra a unos amigos es utilizar la vida para otros fines, en el supuesto de que vivir y escribir no vayan de la mano como iban Hansel y Gretel por el bosque petrificado. La escritura o la vida. “Tenía que elegir entre la escritura y la vida, y opté por la vida”, lo dijo Jorge Semprún hablando de lo real, es decir, de la vida en los campos de extermino, de la vida cuando más se necesita (“puesta la vida tantas veces por su ley al tablero”, así lo explicó Jorge Manrique). Creo que supe antes de Federico Sánchez que de Jorge Semprún. Antes que su biografía, conocí su autobiografía por los anuncios en televisión y en el Interviú que compraba mi padre, por ver aquel libro en los kioscos... Se me quedó grabada esa portada con su color roto, como surgido del frío, sucio igual que el telón de acero, y que llevaba en la cubierta el emblema de la hoz y el martillo y las letras rojas con el nombre del autor, y también el de Federico Sánchez para manifestar que eran la misma persona. Los años de clandestinidad de un comunista legendario condensados en el premio Planeta del 77.

“Si las calles ya no arden, ¿quién ha sido el culpable?”, así lo cantó Loquillo en un disco que se llamaba Dónde estabas tú en el 77¿Cómo se ha pasado de culpar porque las calles no ardan a culpar de que las calles arden? El rock and roll fue el sepulturero del compromiso político. Lo despidió al pie de su fosa con la rabia y el amor con que se dice adiós para siempre a un ser querido que estuvo antes y al que se debe todo. El rock and roll era nuestra política por otros medios. Nos hicimos rockeros por lealtad, por no traicionar, por no mancillar con nuestras sucias manos de supervivientes de barrio unas ideas, una épica que a nuestros abuelos, a nuestros mayores, les había costado la vida o el vivir.

El libro de Semprún me lo compré mucho después en aquella misma edición, para leerlo, claro, pero también para tener en las manos un fósil de mi vida, que pasaba por la suya convertida en escritura. Un comunista de gabardina y corte de pelo a navaja como en las novelas de John le Carré, así veía al Semprún de esa época, antes de descubrirle como ministro de cultura. Escribía en francés lo mismo que Camus, y también como Camus llevaba esa gabardina, e igualmente cargaba con un país a lo lejos, un país extraño en su ADN, y con la guerra. Del mismo modo que en España hubo un exilio exterior y un exilio interior, en John le Carré y en Graham Greene el drama se exiliaba en el exterior o en el interior de sus protagonistas, respectivamente. Eso era lo que se leía, o por lo menos los libros que veía cuando iba a por el Mortadelo.

Vean el documental 'La verdad sobre el caso Mendoza', dirigido por Emilio Manzano, que hoy estoy aprovechategui de amigos

Diría que fue por el influjo del materialismo dialéctico; pero entonces estaba de moda avalar la ficción con el rigor burocrático, la cosa iba muy en serio, y por eso muchos protagonistas de los libros comprometidos salían en los títulos dando su nombre y apellido como si fueran atestados: Autobiografía de Federico Sánchez, Fulgor y muerte de Joaquín Murieta, La muerte de Artemio Cruz...Autobiografía de Federico Sánchez, Fulgor y muerte de Joaquín Murieta, La muerte de Artemio Cruz (en todo esto se ve que después de la muerte sólo quedan los nombres), y no digamos La verdad sobre el caso Savolta, La verdad sobre el caso Savolta,que ya es por sí mismo un atestado hecho literatura (por cierto, vean como puedan, se emitió en Imprescindibles, de La 2, el documental La verdad sobre el caso Mendoza, dirigido por Emilio Manzano; hoy estoy aprovechategui de amigos). Todo esto de dar la cara con nombre y apellido también pasó en el cine, me acabo de acordar de Quiero la cabeza de Alfredo García.

Esta semana me sucedió como en una película francesa, pero no con guión de Semprún para Resnais o para Costa-Gavras, pues más que cine político fue realismo poético a lo René Claire, Carné, Duvivier, Vigo... Barcelona estaba lluviosa y un poco hecha jirones como se desgarran las brumas en los muelles del Sena. Íbamos Puchi, Enric y yo muy contentos tras tantos años sin vernos. A ninguno nos gusta como es hoy la ciudad. Es un monstruo que se ha cargado a los más indefensos. Pero estábamos felices de encontrarnos, y Enric quería que fuésemos a Enric Granados, al lado del seminario, porque allí crecen unos tilos y llega un olor muy bueno. Los tres estudiamos filología enfrente, y también fuimos felices leyendo libros como si no hubiera mañana y actuando en consecuencia.

Dice Puchi, "ahora tendría que venir Jordi Llovet para darnos una clase". Y entonces aparece de repente el profesor Llovet, con su perro y su paraguas

De aquel grupo ya no estamos todos y no ha pasado día sin que hayamos querido a los que faltan, y ellos por su parte nos ayudan siempre que los necesitamos. Entonces Puchi dijo “ahora tendría que venir Jordi Llovet para darnos una clase”, y entonces apareció de repente el profesor Llovet con su perro como de hebras de lana y el paraguas cerrado. Nadie cierra un paraguas como Llovet. Y rió sin saber de su invocación y se alegró mucho de vernos y nos encontró tan viejos que nos preguntó si no habría sido él alumno nuestro. Y nos dijo que iba a la Central, a la presentación de una edición de las Iluminaciones de Walter Benjamin. Y nosotros nos quedamos en el bar iluminados.