BARCELONEANDO

El mundo de los manifiestos

Se mira antes quien lo firma en vez de lo que pone, es el selfie de los intelectuales

Jordi Cuixart, cuando entró a declarar con su abogada en la Audiencia Nacional, el 6 de octubre del 2017.

Jordi Cuixart, cuando entró a declarar con su abogada en la Audiencia Nacional, el 6 de octubre del 2017. / DAVID CASTRO

Javier Pérez Andújar

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Si hay algo más aparatoso que ir a un bautizo, o a una primera comunión, o a una boda, es firmar un manifiesto. Los entierros son otra cosa. En un libro de despedida siempre está bien firmar. A un entierro hay que ir sin falta. Nadie merece más solidaridad que un muerto. Los velatorios son nuestra muestra de mayor civilización, pues la primera manifestación de cultura humana fueron los ritos funerarios. En los entierros, la gente pone cara de estar pensando profundamente y hace ver que tiene pocas ganas de hablar y se mira con resignación.

La diferencia entre resignarse y conformarse es metafísica y por tanto transcendental. Quien se conforma asiente, y asentado se queda donde está. Sin embargo, la resignación es una evasión. Un resignado se ha puesto en las manos de otra persona, se ha confiado a la voluntad de otro ser. Espera que lo saquen de ahí igual que Job escapó al final de entre la ceniza. “Con vuestra paciencia ganaréis vuestras almas”, lo dice el evangelista Lucas. Resignarse no es tirar la toalla, sino guardarla con cuidado.

A los entierros se va a guardar las formas. No se grita en un entierro ¡Viva el finado! como en medio de un banquete se jalea a los recién casados a la voz de ¡vivan los novios!, ni ocurre que le corten la corbata al difunto para rifarla en trocitos, ni nadie pide que se besen también los padres del occiso. En un entierro no se lanza arroz al salir, ni se les da a los asistentes peladillas a modo de recuerdo. En los entierros no hay recuerdos sino recordatorios, porque todo el mundo sabe que los muertos no tienen recuerdos. Como el entierro es el más solemne de nuestros ritos, se pone junto al muerto una corona. Hoy las coronas son de flores y de algún modo parecen salvavidas, pues son precisamente un intento desesperado de salvarle el pellejo a alguien en la última galerna. Pero antiguamente las coronas de los muertos eran de oro, así resurgen en los yacimientos arqueológicos desde Minos hasta Cuzco.

Si por estampar una firma no le arrancan a uno la piel a tiras, lo firmado no merece la pena

No es lo mismo estar en la república de los vivos que en el reino de los muertos. Creo que fue hacia los años ochenta cuando se empezó a aplaudir en los entierros. Las circunstancias que llevaron a este tipo de reacción eran terribles y dolorosas, y el ser humano es un animal que se alimenta de símbolos. Pero en aplaudirle a un muerto hay siempre un desatino, porque lo que se aplaude es lo que ya no se tiene, toda una vida. También coincide esta costumbre con el momento en que los entierros se convirtieron en espectáculo televisivo, y se pusieron de moda en los programas del corazón y en los telediarios los funerales de gafas negras y ovación.

He firmado en sitios muy extraños, de chaval en todos los tenderetes que encontraba por las Ramblas; pero, ya digo, creo que nunca he firmado un manifiesto. Basta que encuentre a otras personas que opinan como yo para que cambie de opinión. El manifiesto es el selfie de los intelectuales. Es verdad que quizá el más leído, y acaso influyente, de la historia haya sido el Manifiesto comunista, pero en su descargo tiene que sólo lo firmaron dos. Aunque vaya dos. Ahora en los manifiestos se mira antes quién lo firma en vez de lo que pone, de forma que el verdadero manifiesto acaba siendo la lista de adhesiones.

Por mucho que lo diga un juez, es injusto que Jordi Cuixart esté en la cárcel

Firmar un manifiesto es lo más parecido a darle un óbolo a un pobre a la salida de misa. Si por estampar una firma no le arrancan a uno la piel a tiras, lo firmado no merece la pena. Ser parte de los abajofirmantes es como formar parte de un Club de Polo, pero en vez de segando hierba pisando la vida líquida. En ambos casos se ejerce por igual un clasismo sobre los que no pueden o no saben como entrar, o nunca son invitados ni van a serlo.

Lo más parecido a un manifiesto son los anuncios de colonias. Esto no quiere decir que yo acepte todo lo que ocurre. Al contrario. El otro día hablé con la compañera de Jordi Cuixart y se lo dije de corazón: por mucho que lo diga un juez, es injusto que Cuixart esté en la cárcel. Lleva cinco meses en prisión preventiva.

No sé en qué época de la historia aparecieron, ni si serán contemporáneas de los manifiestos, pero si existe algo todavía más plasta que un manifiesto es una carta abierta. El correo es inviolable, lo dice el derecho civil internacional. Cuando una carta llega abierta, mal asunto. Recibí varias así hace más de un año, y fue entonces cuando me pregunté sobre su sentido.

Las cartas abiertas van dirigidas a todo el mundo menos a quien figura como destinatario. Si el manifiesto es un selfie de grupo, la carta abierta es un retrato de Dorian Gray. Algo se va corrompiendo en ella para que se remoce la figura de quien la ha escrito. Puede que la carta abierta más conocida, y también influyente, haya sido el J'accuse...!, de Zola.  A su autor le costó la condena en los tribunales y el exilio. Resulta imposible esforzarse en repetir una audacia de ese calado sin caer en el ridículo. La fuerza de una acción intelectual reside en su valor para jugarse el prestigio; porque el prestigio está para perderlo.