MEMORIA VIVA DE LA CIUDAD

Recuerdos de los días en los los que sobre el Raval llovieron bombas

Marina Asensio, en el balcón de su casa, este viernes.

Marina Asensio, en el balcón de su casa, este viernes. / periodico

Helena López / Barcelona

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Su madre trabajaba como limpiadora en El Nido de Oro, un 'meublé' tocando a la Ronda de Sant Antoni. El dueño no las dejaba salir, así que, cuando llovían bombas, tenía que esperar allí a que pasara la tormenta. "Pese a que era solo una niña, y antes no nos explicaban tanto las cosas cómo ahora, recuerdo salir corriendo a buscarla con mi padre y mi hermano desde la estación de metro de Universitat, donde nos refugiábamos cada vez que sonaban las sirenas; y la emoción y los abrazos al encontrarla...", señala Marina Asensio en el pequeño comedor de su piso, en la confluencia entre Roig y Picalquers, donde vive desde que nació, hace 88 años. La mañana de este sábado en el que se cumplen 80 años de aquellos 16, 17 y  18 de marzo de 193880 años 16, 17 y  18 de marzo de 1938, en los que la ciudad sufrió 12 bombardeos de la aviación italianalos vecinos de la calle, cuya en las últimas décadas débil red se ha hecho fuerte gracias a la lucha contra los narcopisos, le han organizado un homenaje sorpresa. Desde su pequeño balcón, la mujer se sumó valiente a las caceroladas contra la venta de droga. "A veces bajaba a la calle, pero vivo en el segundo, que es un tercero real, sin ascensor, y no es sencillo subir y bajar", prosigue la mujer, a quien no le tiembla la voz si tiene que chillar desde su ventana que aquel no es lugar para pincharse, que por allí pasan niños.

Su padre hacía bastones y los vendía frente a Correos, en el nacimiento de la Via Laietana. "Durante la guerra y la posguerra, también recogía colillas para vender el tabaco. Había un mercadillo de estraperlo, y la gente iba allí a por pan y carbón con lo que podía y hacían intercambio", narra la mujer, quien tiene otro recuerdo de aquella época muy presente. "Pasábamos por la calle de la Riera Alta y, justo al dejarlo atrás, se derrumbó un edificio", prosigue el relato. Y recuerda aún otra bomba que cayó muy cerca de su casa. En Hospital. "Esa nos pilló en la escalera. No nos dio tiempo a llegar hasta el refugio. Cuando eran tan seguidos hacíamos lo que podíamos. Nos recuerdo también dentro de casa, bajo el colchón", continúa.       

Lengua propia entre balcones

"Ahora quedamos muy pocos, de los antiguos, pero en este barrio éramos una familia", explica la mujer, quien trabajó durante años de modista en la misma calle. Con su amiga y vecina de enfrente, Pepita Martínez, fallecida hace unos meses, tenían hasta un idioma propio. "Hablábamos con la pe, para que nadie nos entendiera. Desde niñas. De balcón a balcón manteníamos unas conversaciones... Mis tres hijos no lo hablan, pero lo entienden, de tanto escucharnos", prosigue la mujer, quien va abrigadísima por casa para no tener que encender la estufa del comedor. "Si me pongo la estufa aquí, después sí noto el frío al salir al pasillo". Le han subido la pensión un euro y la luz está muy cara. Por suerte, su contrato de alquiler de renta antigua es de los pocos intocables en el inmobiliariamente goloso distrito. Dos de los vecinos de su edificio, con contratos modernos, tuvieron que irse. Ahora esos pisos están tapiados para evitar las temidas narcocupaciones que denuncian los trapos rojos que visten las ventanas.

Pese a que ya no sale mucho de casa, donde vive sola y tranquila, pese a todo, aún hace la vida de barrio que puede. Visita cuando puede al quiosquero de la calle de L'Hospital, a quien lleva croasanes, y aún se atreve a ir a la pollería de la Boqueria. Si sobrevivió a las bombas y no teme a los traficantes, menos a los turistas.