BARCELONEANDO

Las aventuras africanas de Ginger y una 'musungu' de Poble Sec

Sara Ortín, un año y medio de nómada por Zambia, Malaui, Botsuana y Zimbaue en compañía de una perra

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Carles Cols

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Fue Sergio Leone en El bueno, el feo y el malo quien nos enseñó que el mundo siempre se puede dividir en dos categorías de personas, las que tienen el revólver cargado y las que cavan, las que tienen una soga al cuello y las que la cortan…, así que, ya puestos, están las que compran los billetes de avión de ida y vuelta, o sea, la mayoría, y las que, como Stanley Donen, cuando fascinado por Hollywood hizo las maletas en Nueva York, lo compran solo de ida. En esa categoría está Sara Ortín León, a estas alturas, más africana que barcelonesa, porque en el 2016 se hizo con un billete sin retorno con destino a Zambia y allí dio comienzo un viaje sin brújula de más de un año y medio en compañía de Ginger, una perra de la raza… ¡ejem!... chucho, con la que ha compartido más de medio millar de noches bajo las estrellas a través de cuatro países africanos del hemisferio sur. Lo de Tintín y Milú alrededor del mundo sería a su lado la cómoda vida de Bertie Wooster y su servicial y eficaz Reginald Jeeves. Pero mejor lo contamos por orden cronológico.

Recaló en Zambia por cuestión de estudios. Volvió, alquiló su piso y regresó a África. La vida nómada no tiene igual

Año 2015. Sara estudia Biología en la Universitat de Barcelona. Le tira la primatología, disciplina, curiosamente, en la que los nombres de referencia son de mujer (Jane Goodall y los chimpancés, Dian Fossey y los gorilas y Biruté Galdikas y los orangutanes), así que, llegada la hora del trabajo de campo, elige Chimfunshi, el gran orfanato de simios de Zambia, un lugar extraño, pues no hay chimpancés en libertad en aquel país, pero es un centro de sanación y estudio de reputadísimo prestigio.

Aquella primera toma de contacto con África dura ocho meses, vamos, tiempo suficiente para que le suceda lo que patológicamente puede que se llame la gran osmosis africana, y es que el continente te entra por los poros. Le pasó a Karen Bixen. Su autobiografía Memorias de África es la prueba de ello. También a, ¡glups!, Leni Riefenstahl, de lo cual dan fe las fotografías que, ya anciana y probablemente igual de nazi que en sus años mozos, tomó de su estancia entre la tribu de los nuba. La cuestión es que para Sara aquel trabajo de campo es académicamente estimulante, pero lo es aún más (perdón por la cursilería) emocionalmente. De allí le gusta casi todo. Incluso, aquí viene la cosa, un pequeño cachorro de perro que vive en el santuario. Ginger, le llaman. Es una perrita.

Vuelve a Barcelona. Completa el circuito universitario y, entonces, mitad por arrebato, mitad por reflexión, decide que se va de nuevo a Zambia, billete solo de ida. Pone en alquiler el pisito que heredó de su abuela, en Poble Sec, y confía en que eso será su sustento.

¡Ay!, Ginger encuentra trabajo

Es ya el año 2016. Va en busca de Ginger. Le dicen que ya no está ahí, en el santuario, que se la ha quedado una empresa de perforaciones como perra guardiana. ¡Ay! La busca. La encuentra. Está aterrorizada. Lo de perra guardiana le viene muy grande. Ha visto morir apaleada a otra perra, su hermana, un día que entraron unos ladrones en las instalaciones. Compra entonces un saco de comida canina. Se gana su confianza. Se la lleva. Solo entonces se pregunta qué hace ella ahí en mitad de África con una perra y la mayor parte de las veces sin cobertura de teléfono móvil. De repente descubre que es (espero que no se me enfade) una perrofla en África, lo cual, como pronto descubrirá, no es ni inusual ni peyorativo.

Vivir en un coche requiere cuatro nociones de mecánica, pues el taller suele estar a más de tres mambas negras y dos cocodrilos de distancia 

Es en aquel cruce de caminos vital cuando nace su cuenta de Instagram, nomad.dog, las aventuras de Sara y Ginger a través de Zambia, Malaui, Botsuana y Zimbaue, una road movie que ha superado ya los 450 episodios y que, eso sí, para que nadie se llame a engaño, necesita una puntualización. Las fotos allí exhibidas son realmente hermosas, cuestión de filtros a veces, pero también de la selección que Sara lleva a cabo. Pasa de puntillas por la malaria severa que padeció y hasta exhibe con cariño la que es su casa en África, un Land Cruiser del 98 con una colchoneta a la que se accede desde el portón trasero.

Lo llamativo, muy pronto lo descubre, es cuán frecuente resulta cruzarse allí, en el corazón del África subecuatorial, con algún que otro nómada musungu, que es como los nativos llaman a los blancos. Entre los favoritos de Sara está, por supuesto, Anne, una incombustible alemana de 82 años que hace 15 que rula por las tierras que pisó Livingston y que le dio un primer sabio consejo. “Aprende mecánica, chica, hazme caso”. El taller más cercano, en caso de avería, suele estar un par de mambas negras y tres cocodrilos más allá de donde uno se encuentra.

Los 'musungus' son una especie en expansión en el África subecuatorial. Blancos enamorados de un continente lejos de casa

Mención especial merece otra musunguRose, esta australiana, con lo cual se supone que lleva de serie el carácter todoterreno, pero la pobre anda ahora de médicos en su país natal por una de esas inescrutables enfermedades autoinmunes que tanto juego le daban a House. Como Rose es australiana, la ocasión es estupenda para refrescar justo aquí, en mitad de este relato, la memoria de una compatriota suya de la que pocos se acuerdan, Daisy Bates, que hace ahora unos 100 años dedicó su vida a conocer de cerca de los aborígenes australianos, tarea nada fácil incluso hoy, y de los que sacó una profunda reflexión, que son capaces de soportar las más duras penalidades, la falta de agua, el calor extremo, las inundaciones castastróficas, la muerte prematura de sus familiares por la picadura de algún terrible reptil del desierto, pero no pueden sorportar la civilización. Ya está. Queda dicho.

La cuestión es que a la espera de que Rose sane, Sara ha regresado, esta vez con Ginger, a Barcelona, una oportunidad, pues, para charlar con ella, primero para obtener un porqué, y después, por curiosidad, para saber más de su peluda compañera de aventuras, preguntarle qué le ha parecido la ciudad. Sobre lo primero, una corta e interesante reflexión: “Cuando tienes 20 años te explican cómo tiene que ser tu vida, que tienes que estudiar, buscar trabajo…, como si solo hubiera un modo de vivir”. Podria ser la primera frase de un buen libro.

"Cuando tienes 20 años te explican cómo tiene que ser tu vida, como si solo hubiera un modo de vivir..."

Sobre lo segundo, ha añadido ya algunos capítulos a su cuenta de Instagram. “El primer día que salimos a la calle, tardamos media hora en recorrer una manzana”. En África, cuando un perro marca el territorio puede tomar posesión de una finca del tamaño de los latifundos de la duquesa de Alba. En cambio, aquella primera acera barcelonesa fue para Ginger una suerte de sinestesia nasal, el descubrimiento de decenas, tal vez cientos, de señales úricas de yo he estado aquí. Que lástima que lo perros no hablen. Esta no callaría.