BARCELONEANDO
Los yonquis del rellano
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Olga Merino
A veces sucede que las historias llegan a uno sin necesidad de romperse los cuernos en la búsqueda, como es el caso de estas líneas. Por esas carambolas del azar, me entero de un caso en el Raval, en la parte alta de este barrio de mezcla y aluvión, donde una finca sufre el doble calvario de dos narcopisos en un mismo rellano; no quieres caldo, pues toma dos tazas. Con recelo y a la vez con desesperación, un puñado de inquilinos y propietarios del inmueble acceden a contar cómo esta circunstancia les amarga la cotidianidad, siempre que no se revele la dirección exacta donde viven. No se trata de la calle d’en Roig, ni la de Picalquers, ni la de la Verge, cuyos vecinos ya han relatado en los medios sus respectivos padecimientos desde el anonimato. Es otra travesía; en la parte filipina del distrito, por así decirlo.
El día de la cita diluvia sobre los tejados de Barcelona, sobre la colada tendida en los balcones del antiguo barrio chino, y el aguacero confiere al encuentro un aire desangelado, de fatalidad, como de algo que estuviera a punto de truncarse por el camino. Una llamada telefónica desde la esquina, a cobijo del paraguas, nada de interfonos. Al rato, una chica joven baja a abrir el portal, y ambas ascendemos sigilosas los escalones hasta el piso donde tiene lugar la reunión improvisada. La ropa tendida en las barandillas del hueco de la escalera desdibuja el límite entre la calle y la intimidad. Esa es parte del drama.
En el minúsculo comedor de un piso de 40 metros cuadrados, la tele sigue encendida para disimular con su zumbido, mientras la conversación se desgrana entre susurros. Los afectados muestran imágenes tomadas con el móvil: jeringuillas abandonadas en el rellano, los 'packs' envueltos en celofán con que los yonquis se preparan sus cocimientos, buzones arrancados, ídem de la cerradura nueva del portal, meadas y defecaciones de los toxicómanos que de continuo suben y bajan la escalera de este inmueble sin ascensor hacia los pisos donde se comercia con estupefacientes.
El pasado 19 de diciembre se produjo la ocupación de uno de los pisos, cuyo propietario, un particular que acababa de heredarlo, ya ha interpuesto una denuncia por usurpación. Una vez aposentados, los narcos consiguieron irrumpir en el segundo apartamento vacío, propiedad de una entidad financiera, por el procedimiento del butrón; o sea, haciendo un agujero en la pared. Fue desde dentro cómo lograron reventar la puerta blindada que habían instalado los del banco: en un pispás, un dúplex dedicado a la venta y consumo de droga ante la indefensión de los residentes. "Si no fuera un piso de propiedad, ya no habríamos largado de aquí", comenta una pareja joven que adquirió la vivienda con mucho esfuerzo.
Hace 14 años, la misma finca apareció en El Periódico como ejemplo de convivencia multiétnica
Los convecinos han recibido amenazas de los traficantes. Ni fotos ni nombres, por favor. Y se entiende la prudencia, claro, aunque se da la circunstancia de que hace 14 años, en diciembre del 2004, esta misma finca había protagonizado un reportaje en estas páginas, escrito por la periodista Catalina Gayà, que, bajo el título de 'Navidades interétnicas', la destacaba como ejemplo de convivencia modélica en el Raval. Filipinos, ecuatorianos, trabajadores, católicos, franceses, artistas, japoneses, bangladesís, musulmanes, modernillos, catalanes, ateos, paquistanís y dominicanos compartían entonces el edificio en armonía, y se prestaron a posar para una foto simpática en la escalera. Algunas de las caras que aparecen en la instantánea ya se han marchado -estas suelen ser fincas de paso-, pero hoy ya nadie quiere salir en la foto, ni los viejos vecinos ni los nuevos. Tienen miedo de represalias.
La puerta de la señora Montserrat, pongamos que se llama así, ha recibido alguna que otra patada, y la mujer no pega ojo por más que intenten calmarla diciéndole que los yonquis tampoco le entraran a robar por la ventana del wáter. Un chavalín de unos 7 años ya no sale a los mandados a según qué hora, ni mucho menos quedarse solo en casa. A los paisanos que suben y bajan, ocultándose bajo la capucha del chándal, sucios, hechos unos zorros, les ha puesto el nombre de zombis; una vez se encontró a uno con la chuta en el brazo. Una mujer que madruga mucho para ir a limpiar oficinas sale a veces al tajo habiendo descansado tan solo un par o tres de horas. A veces viene la urbana; otras, los mossos. A la que se marchan, vuelta a las andadas. Hay días en que la barahúnda se alarga hasta las seis de la mañana.
Golpes, peleas, jeringuillas en la escalera y el trasiego continuo de toxicómanos
Golpes, a veces peleas, un escape de agua de los gordos que causó un apagón, bocinazos y un rumor continuo sobre el techo, como si estuviesen mezclando pilas de cosas. Otro vecino, pongamos que se llama Pedro, cuenta que al principio los narcopisos comerciaban solo con heroína, por las pintas desastradas de los toxicómanos, pero ahora parece que la oferta se ha ampliado a la cocaína. Han denunciado en comisaría y ante el Síndic de Greuges, pero les dicen que tengan paciencia. Hay que demostrar ante un juez lo que se cuece dentro, y eso exige voluntad y muchas horas de patrulla.
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